Corría
el año 1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda de la sierra del norte
del Perú, situada exactamente en las últimas estribaciones andinas de la
provincia de Huamachuco. (*) Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda
llega ya, subiendo por el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de
la selva amazónica. Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de
hacendados, a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir
pasablemente y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no
asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines
por el campo -donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto
árbol grande y cierta piedra azul- con lecturas de Andersen, Las mil y una
noches y otros libros maravillosos, entre ellos un grueso volumen del
naturalista Raimondi sobre viajes y exploraciones de la selva que me parecía
igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la selva, pero no como un sabio a
estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese mundo poblado de árboles
innumerables y de indios bravos.