Casi todo lo que leemos
tiene sus huellas. Uno, entre otras cosas, es el precursor de García Márquez y
el boom latinoamericano. Otro, del Nuevo periodismo. Nacieron y murieron en
Estados Unidos con un año de diferencia. Recibieron el Nobel de Literatura en
el mismo lustro. Fueron enemigos íntimos. Cultivaron dos formas de narrar. Dos
maneras de entender un oficio. Dos estilos -que se repelen como agua y aceite-
donde se fundieron, probablemente, las únicas maneras posibles de hacer
literatura durante la primera mitad del siglo XX.
Uno llevaba consigo la
impronta de su caos y es probablemente el patriarca mentor de nuestro realismo
mágico. El único gen de unos cuantos. El árbol infinito del que se nutrieron
los íconos del boom que desataría el fenómeno de narrar como nunca se había
hecho en América Latina. El comienzo de siglo XX no parecía dejar resquicio
dentro de la literatura para el barroquismo. Pero un tal William Faulkner
construyó desde el condado de Yoknapatawpha, un mundo inagotable donde
germinaría la semilla de Comala y Macondo, las comarcas más ilustres de las
letras latinoamericanas.
El otro, también
norteamericano, también ganador del Nobel de literatura como Faulkner, se llamaba
Ernest Hemingway y fue un gigante de tiro corto, un inspirado de pulso
quirúrgico, desbaratado apenas en la ingeniería de sus cuentos consagratorios
como La breve vida feliz de Francis Macomber o Gato bajo la lluvia. Gabriel
García Márquez lo acusaba, sin embargo, de haberse tragado el anzuelo de su
enorme ego mientras “se adueñaba de todo cuanto escribía” y de llevar este ego
más allá del límite de lo razonable. Esos límites eran los suyos propios: sus
novelas no le darían el nombre por el que pasaría a la inmortalidad como bien
lo sostiene el Nobel colombiano en el prólogo de los Cuentos completos de
Hemingway de editorial Lumen. En Los Diarios de Emilio Renzi, publicado en 2015
por Ricardo Piglia, el autor argentino, en un notable repaso de sus años de
iniciación, le dedica un párrafo hermoso: “Me acuerdo donde estaba cuando leí
los cuentos de Hemingway (…) volví a casa (…) y empecé a leerlo y seguí y seguí
mientras la luz cambiaba y terminé casi a oscuras, al fin de la tarde,
alumbrado por el reflejo pálido de la luz de la calle que entraba por los
visillos de la ventana. No me había movido, no había querido levantarme para
encender la lámpara porque temía quebrar el sortilegio de esa prosa” El texto
de Piglia es una caricia que solo entiende el alma de quien se ha sumergido en
esos relatos. Es el sello distintivo que recogieron algunos de los grandes
autores norteamericanos como John Cheever o Raymond Carver o los llamados a
llevar la bandera del “Nuevo Periodismo” a finales de los años 60. Un ojo entrenado
puede ver el registro de su ADN en la construcción que Gay Talese hace de su
Frank Sinatra está resfriado o en los artículos de Tom Wolfe que, curiosamente
acuñó la expresión “Nuevo Periodismo”, después de la aparición de Operación
Masacre de Rodolfo Walsh.
Y sin embargo, ni
Faulkner ni Hemingway salieron de un repollo. Cada uno llevaba consigo las
influencias de otros grandes que los precedieron aunque ellos prefirieran
desconocerlo. Después de la fulgurante aparición en 1929 de El ruido y la
furia, a Faulkner le preguntaron si había leído el Ulises de James Joyce. Él lo
negó pese a tener un ejemplar de la novela del irlandés de la edición de 1924
en su mesita de luz. El maestro sureño apenas si reconocía como influencia sus
lecturas del Antiguo Testamento, pese a que los estudiosos olfatean similitudes
en la compleja psicología de sus personajes con Nathaniel Hawthorne, Herman
Melville y Joseph Conrad y, desde luego, con el propio Joyce y su contemporánea
Virginia Woolf en el arte de perfeccionar la técnica del “monólogo interior” o
“fluir de la conciencia”, donde los pensamientos del personaje o su mundo
interior son distribuidos estratégicamente en el texto.
Hemingway, que era otro
gran simulador, tenía sus puentes fundacionales tendidos con los ya mencionados
Melville y Conrad además de Mark Twain y el poeta Walt Whitman, a decir del
afamado crítico literario Harold Bloom.
Pero más allá de lo que
ambos fueron influenciados, uno tiene la impresión de que todo cuanto se
escribe y se escribirá proviene de estos dos faros que alumbran en dirección
opuesta pero también se complementan abarcándolo todo.
Los dos eran más
conscientes que nadie de eso, por cómo entendían la técnica de la escritura. En
Faulkner, una eximia pieza de relojería suiza, donde un hilo argumental bien
podía enlazarse con otro encontrado páginas después y el río de su historia se
despeñaba en párrafos de veinte renglones sin puntos aparte, poblados de
múltiples voces.
En materia de estilo,
Faulkner derribó casi todo cuanto existía para edificar de nuevo con una voz (o
varias) definitivamente lograda en Mientras agonizo, publicada en 1930.
Hemingway, que se sentía intimidado por aquel grandísimo rival, descolló
siempre por el demoledor estilo sencillo y directo de sus relatos cortos (como
un uppercut) donde era capaz de dejar en la lona a cualquier retador. Prueba de
esa rivalidad son las chanzas que estos dos gigantes se enviaban más como
vedettes indignadas, que como dos pesos pesados en una imaginaria pelea del
siglo. Si el primero decía del segundo que “nunca ha sido conocido por usar una
palabra que pudiera enviar a un lector al diccionario”, el segundo le
contestaba “Pobre Faulkner. ¿Realmente piensa que las grandes emociones
provienen de las palabras largas?”
Ultimo asalto
¿Hay un ganador
definitivo? ¿Uno de los dos se ha ido antes de la Casa?
Un primer veredicto
pareció darlo el propio García Márquez, un antiguo devoto de Faulkner, cuando
lo destripó en seco en un reportaje que le hizo Osvaldo Soriano. “El New York
Times me ha pedido, después de mi artículo sobre Hemingway, otro sobre
Faulkner. Me he puesto a releerlo, pero me cuesta horrores y me aburre; además,
para un artículo tendría que sistematizarlo y no hay nada más difícil que
sistematizar a Faulkner”, contesta Gabo en la hermosa crónica de Soriano
recopilada para el libro Rebeldes, Soñadores y Fugitivos.
Los años, en efecto, no
han sido tan generosos con Faulkner, al que se mira como el portador de un
genio sacralizado pero olvidado en la biblioteca. ¿Quedan huellas de su legado
en la actualidad? En la contratapa de la premiada novela Todos los hermosos
caballos del norteamericano Cormac Mc Carthy (autor de otra novela sobre la que
se basa la película ganadora del Oscar Sin Lugar para los Débiles) hay un
enorme mimo a Mc Carthy al compararlo con el creador de Mississippi, pero a
modo de una moraleja descorazonadora. “Le sucede lo que a Faulkner; no acaba
nunca uno de leerlo…”, dice la crítica de El País. Una buena síntesis de estos
tiempos, donde lo efímero mata la perdurabilidad de una buena y larga historia.
Mc Carthy parece ser a Faulkner lo más cercano a su perfectibilidad. Por su
propensión a la experimentación y el logro de su propio universo a través de
los oscuros personajes de sus primeros libros. Un autor enorme y respetado por
la crítica pero nunca leído lo suficiente y que pierde terreno en la
consideración de los lectores frente a otros novelistas inesperados como Haruki
Murakami.
En el otro rincón, lejos
del claustro solemne, inmerso en su propia aventura, obsesionado con el mito de
su propia masculinidad, Hemingway elegía celebrar la vida y escribir su obra
desprovista de artificios, acelerando sus medidas de Johnnie Walker Black Label
mientras Faulkner parecía hacerlo desde la genialidad incomprensible de sus
personajes atormentados, desde un púlpito inalcanzable o, mejor dicho, al que
pocos llegarían a subirse.
“Escribir una sola frase
que fuera real”, se hizo una obsesión para muchos escritores que tomaron a
Hemingway como el único sumo sacerdote posible. Crónica de una muerte
anunciada, es una prueba irrefutable de eso. Un remanso en el que García
Márquez se vería casi obligado a abrevar luego de parir ese monumento en
palabras llamado Cien años de soledad. La novela icónica y más popular de
América Latina (y casi ilegible hoy, dice el siempre cáustico Jorge Asís) fue
atravesada de cuajo por la influencia demoledora de Faulkner, como antes había
tomado posesión de los fantasmas que pueblan la hipnótica Pedro Páramo de Juan
Rulfo o como después ayudaría a tejer la intrincada respiración de los
personajes que dialogan en tiempos diferentes en La casa verde de Mario Vargas
Llosa o en La vida breve de Juan Carlos Onetti. Todos los maestros de la Patria
Grande parecen haber sucumbido ante estos dos moldes incomparables.
Hasta creo que las formas
de Faulkner y Hemingway se repiten como únicas recetas posibles en cualquier
otra expresión del arte. Después de la obra maestra de diseño de tapa de un
disco como Sgt. Pepper (que bien hubiera podido aplaudir Faulkner) Los Beatles
se vieron obligados a buscar la simpleza en la cubierta de su siguiente álbum.
Uno que llevaría como título apenas el nombre del grupo: The Beatles, se lee
torcido sobre un fondo enteramente blanco. Como le hubiera gustado a Papá
Hemingway.
Para tí: ¿Cuál es tu
escritor favorito?
Por Sergio Silva
Velázquez | LA GACETA
Germinal ya era novela cuando arribaron esto dos gigantes de la literatura. Creo que me acerco más a Hemingway pero esto es cuestiíon de cercanías. Me quedo con El hombre y el mar.
ResponderEliminarEl viejo y el mar. Y Cien Años de Soledad...
ResponderEliminarFaulkner: las palmeras salvajes, luz de agosto. Me dieron una visión grandiosa de la narrativa norteamericana. Me encantó el estilo w. Faulkner
ResponderEliminarQué análisis tan interesante sobre la rivalidad entre la obra de estos dos grandes, es cierto que en Faulkner se encuentra ese aire más "complejo", aún sigo leyendo varios de sus relatos como "Los hombres altos", "Dos soldados" y "Una rosa para Emily", pues estoy preparándome para mi pronto encuentro con "El ruido y la furia". Gracias por tu texto. :)
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