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martes, 4 de junio de 2019

EL CESAR VALLEJO QUE YO CONOCÍ | Por Ciro Alegría


Corría el año 1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda de la sierra del norte del Perú, situada exactamente en las últimas estribaciones andinas de la provincia de Huamachuco. (*) Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda llega ya, subiendo por el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de la selva amazónica. Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados, a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines por el campo -donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto árbol grande y cierta piedra azul- con lecturas de Andersen, Las mil y una noches y otros libros maravillosos, entre ellos un grueso volumen del naturalista Raimondi sobre viajes y exploraciones de la selva que me parecía igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la selva, pero no como un sabio a estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese mundo poblado de árboles innumerables y de indios bravos.