jueves, 28 de febrero de 2019

El proceso de escritura de 'Cien años de soledad'

 García Márquez editando 'Cien años de soledad', en 1967. Foto: HANDOUT / HARRY RANSOM CENTER AT THE UNIVERSITY OF TEXAS / AFP 


Es notorio que fueron las dos grandes ciudades latinoamericanas de los años sesenta (grandes sobre todo en los aspectos culturales, artísticos y literarios) las parteras de la escritura y de la publicación de Cien años de soledad: México y Buenos Aires. Se ha especulado sobre la suerte que hubiera corrido la obra magna de García Márquez si esta se hubiera publicado, por ejemplo, en Madrid o en Bogotá. Con toda seguridad, la buena estrella de la novela no solo hubiera retrasado su aparición, sino que la rotundidad de su éxito hubiera sido algo muy distinto. Por suerte, el escritor estaba seguro de la obra que acaba de escribir hacia mediados de 1966 y sabía que solo Barcelona o Buenos Aires podían darle su consagración. Por eso, poco antes de firmar el contrato que le envió Paco Porrúa de Editorial Sudamericana, el novelista se la había ofrecido a Carlos Barral en Barcelona, pero este no la leyó a tiempo por estar en vísperas de vacaciones. De México, que le había brindado el marco idóneo para sentarse a escribirla a mediados de julio del año anterior, ya no podía esperar mayor cosa. Él mismo contaría que durante la escritura de la novela solía hablarles de ella a algunos editores mexicanos y que, a excepción de la pequeña editorial Era, a ninguno se le había pasado por la cabeza la simple formalidad de leerla siquiera. Cuando en Buenos Aires estalló el escándalo de su publicación por Sudamericana, a partir del 5 de junio de 1967, los mismos editores que lo habían ignorado se precipitaron sobre el escritor en tono recriminatorio: “¿Y por qué no nos diste a nosotros la novela?”. “¡Ah, porque ninguno de ustedes me la pidió!”, se justificaba el escritor.


La seguridad que García Márquez tenía en su novela no era el delirio de un gran escritor de éxitos minoritarios. Él llevaba ya casi 20 años buscándola en las mismas entrañas de su vida, de su familia, de su pueblo, en el marco de la cultura caribe y de la historia colombiana, y aprendiendo a escribirla en dos libros de cuentos, en tres novelas espléndidas y en cientos de reportajes y artículos de prensa. Tan seguro estaba de que algún día alcanzaría esa cumbre, que le había prometido a su joven y flamante esposa, Mercedes Barcha, cuando en marzo de 1958 volaban de Barranquilla a su luna de miel en Caracas, que él, el mayor de los 16 hijos del telegrafista y de la niña bonita de Aracataca, escribiría a los 40 años “la obra maestra” de su vida.

La historia de La casa, como se llamó Cien años de soledad durante 18 años, había comenzado hacia mediados de 1948, mientras su autor era un escritor de relatos y un aprendiz de periodista en El Universal de Cartagena. Con apenas 21 años, en unas tiras largas de papel periódico, intentaría contar ya la historia de la familia Buendía, centrada en la soledad, un tanto caprichosa entonces, del derrotado coronel Aureliano Buendía en la Guerra de los Mil Días, la misma donde había luchado su abuelo Nicolás Márquez bajo las órdenes del general Rafael Uribe. Durante cuatro años bregaría con esta larga, amorfa e interminable historia, hasta llegar a convencerse de que era “un paquete demasiado grande” para su limitada experiencia vital y literaria de entonces.

Durante estos años se hizo legendaria entre sus amigos y colegas de Cartagena y Barranquilla la historia imposible de “el mamotreto”, apodo con el que empezó a conocerse La casa. García Márquez la llevaba bajo el brazo a todas partes y le soltaba el rollo infinito de su lectura a todo el que quisiera escucharla. Ramiro de la Espriella recordaría la que les hizo un fin de semana a él, a su madre Tomasa y a su hermano Óscar en la finca familiar de La Loma del Diablo, en Turbaco. La tediosa sesión estaba siendo amenizada con el ron añejo que Ramiro y Gabriel le saqueaban con una cánula al viejo De la Espriella, cuando la madre sorprendió al escritor revelándole una de sus fuentes: “¡Ese es el general Rafael Uribe Uribe!”, exclamó doña Tomasa. “Y usted ¿cómo lo sabe?”, le preguntó él intrigado. “Por las muñecas, porque el general Uribe Uribe las tenía así de gruesas”.

A pesar de que ya García Márquez había dado el salto de su abuelo, modelo del coronel de La hojarasca (cuya primera versión data de mediados de 1949, según los testimonios de sus primeros lectores, Héctor Rojas Herazo y Gustavo Ibarra Merlano), al general Rafael Uribe, referente principal del coronel Aureliano Buendía; a pesar de que la casa, el ambiente, las historias y algunos de los personajes de La casa pasarían a conformar la novela magna; y a pesar de que, entre los años 1952 y 1953, García Márquez exploraría a fondo, en compañía de Rafael Escalona y Manuel Zapata Olivella, los pueblos de La Guajira y del Gran Magdalena de donde provenían sus abuelos maternos, García Márquez no pudo ir entonces mucho más allá con “el mamotreto” de La casa. La falta de experiencia y de lecturas, el desconocimiento a fondo de las sutiles artes de la invención y de la narración, y, cómo no, su corta experiencia vital, lo obligaron a poner en remojo el proyecto imposible de “el mamotreto”. Tendrían que pasar casi tres lustros más para que aprendiera a concebirla y a escribirla, tiempo durante el cual residiría en distintos países y acumularía experiencias esenciales en lo personal y en lo familiar, en lo literario y en lo periodístico, a la vez que se ocupaba de sus afanes cinematográficos. Las lecturas e influencias de Sófocles, Rabelais, Defoe, Dumas, Melville, Conrad, Kafka, Joyce, Faulkner, Woolf, Borges, y las muy tempranas de Las mil y una noches, le fueron enseñando el camino para llegar a la novela soñada y ensayada una y otra vez, pero sin perder nunca de vista a Aracataca y la casa natal, así como la influencia y las historias de sus abuelos maternos: los mismos lugares, personajes e historias a los que quería “volver”.

Y así La casa se convirtió en el gran tronco común del cual irían surgiendo con el tiempo La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande. Más aún: podría decirse que todo, o casi todo, lo escrito por García Márquez desde “La tercera resignación”, su primer cuento de 1947, hasta “El mar del tiempo perdido”, su primer relato mexicano de 1961, conforma el largo, complejo y minucioso camino que conduce a Cien años de soledad, incluida buena parte de los cientos de artículos y reportajes de las dos primeras etapas periodísticas del escritor. A través de ellos fue hallando y perfilando personajes, escenarios, atmósferas, argumentos y elementos estructurales y formales para la gran novela en perspectiva. En su cuarto artículo de El Universal, publicado el 26 de mayo de 1948, aparece ya, con sus “alfombras mágicas” miliunanochescas y el “río indispensable”, el primer bosquejo de la aldea que sería Macondo. En “La tercera resignación” y en “Eva está dentro de su gato”, sus dos primeros cuentos publicados el año anterior en El Espectador, despuntan los temas de la casa, la soledad, la nostalgia, la muerte, el afán de trascendencia de la muerte, las muertes superpuestas, las taras hereditarias, el enclaustramiento y la belleza asociada a la fatalidad.

En La hojarasca, asistimos a la fundación de Macondo y a la aparición de todo un arsenal de temas que García Márquez desarrollaría en sus libros posteriores y especialmente en Cien años de soledad, y, aparejado a su ópera prima, conseguiría dar otro salto cualitativo en el “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que originalmente era un subcapítulo de La hojarasca. En este breve relato el tiempo se detiene mediante la cosificación o espacialización, llegando a ser maleable, como habría de ocurrir en el Macondo de José Arcadio Buendía y en los pergaminos de Melquíades, que es la novela en sánscrito dentro de la novela. Como sabemos, esta astucia poética es la que le permitiría al gitano, poeta y profeta, concentrar un siglo de episodios cotidianos coexistiendo en un mismo instante. Pero para llegar a concebir personajes como Melquíades y Prudencio Aguilar, García Márquez había comenzado una revolución de gran calado, casi inadvertida, con el niño narrador de “Alguien desordena estas rosas” (que tendría su complemento esencial años después en la lectura de Pedro Páramo), donde por primera vez un personaje suyo es un espíritu viviente al margen de su estado corporal. Otras aportaciones esenciales para el futuro Macondo se dan en “La siesta del martes” y en “Un día después del sábado”. Pero las más importantes se desarrollan en “Los funerales de la Mamá Grande” y “El mar del tiempo perdido”, ficciones macondianas que se erigen en verdaderos umbrales de Cien años de soledad, pues, aparte de la temática, el tiempo y el espacio se fusionan de una manera espontánea y convincente.

Con estos y otros hallazgos de demiurgo, una reflexión profunda y minuciosa sobre el tono y la concepción de la novela, más las posibilidades y limitaciones que le habían enseñado cuatro años de experiencias cinematográficas en México, García Márquez se encerró una mañana de mediados de julio de 1965, en su estudio de La Cueva de la Mafia del barrio San Ángel Inn, a contarnos por fin las mil y una historias de La casa de sus tormentos.

El día anterior había regresado con su familia de unas breves vacaciones en Acapulco, durante las cuales, repetiría el escritor, encontró por fin el tono, la clave de Sésamo que le permitió acceder a la novela. Esa misma noche Álvaro Mutis y Carmen Miracle fueron a visitar a sus amigos. De pronto, García Márquez le dijo a Mutis en tono confidencial: “Maestro, voy a escribir una novela. Mañana mismo voy a empezar. ¿Se acuerda de aquel mamotreto que nunca le mostré y que le entregué en el aeropuerto de Techo, en enero de 1954, para que me lo metiera en la cajuela del coche? Pues es esa, pero de otra manera”. Y a la mañana siguiente empezó a trabajar de forma afiebrada, demencial, en lo que desde entonces y para siempre sería Cien años de soledad.

Él pensó que el encierro conventual que necesitaba para escribirla duraría seis meses, pero fueron 13 o 14. Con los ahorros que tenía, más lo que le dejó Mutis, juntó 5.000 dólares y se los entregó a Mercedes, con el ruego de que no lo molestara por nada hasta que terminara la novela. Como a los seis meses se habían agotado los 5.000 dólares, y el escritor se fue a Monte de Piedad y empeñó el Opel blanco de la familia. Con todo, en los últimos meses Mercedes tuvo que pedir fiados el pan, la carne, la leche y otras cosas de comer, y hablar con Luis Coudurier, el dueño de la casa, para que les siguiera fiando el alquiler otros tres meses más, hasta que su marido terminara el libro. Cuando el 10 de septiembre de 1966 firmó el contrato que, en octubre del año anterior, le había enviado Paco Porrúa de Sudamericana, con 500 dólares de adelanto, había ocurrido de todo en sus vidas y en las vidas de los personajes de la novela, pero él era ya un hombre endeudado y feliz por haber echado a andar sola la monstruosa criatura de sus pesadillas de casi 20 años.

Escribía de ocho y media de la mañana a dos y media de la tarde, después de llevar a Rodrigo a y Gonzalo al colegio. El resto del día lo pasaba metido en La Cueva de la Mafia descubriendo y contando las locuras de los Buendía y vigilando muy de cerca el ángel exterminador de Macondo. A veces, Mercedes lo escuchaba reírse a carcajadas en su estudio, ella le preguntaba qué había pasado, y él le respondía: “¡Es que me río de las cosas que les ocurren a los cabrones de Macondo!”. Pero el escritor dejó siempre abierta la puerta para los cuatro amigos que solían visitarlo cada noche, y cuyas conversaciones cómplices, así como los libros y las noticias que le traían, alimentaban parte de su vida y parte de la novela.


POR DASSO SALDÍVAR | revistaarcadia.com

3 comentarios:

  1. Despues de 18 años tuvo un gran resultado. Like

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  2. Maravilloso artículo. Se agradece.

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  3. Muy buen articulo. Lei el libro en 1969 estaba pasando el servicio militar y desde entonces creo que lo he leido unas 20 veces y cuando lo condiga no lo presto mas. Un aplauso al Gabo

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