García Márquez editando 'Cien años de soledad', en 1967. Foto: HANDOUT / HARRY RANSOM CENTER AT THE UNIVERSITY OF TEXAS / AFP |
Es notorio que fueron las dos grandes ciudades latinoamericanas de los años sesenta (grandes sobre todo en los aspectos culturales, artísticos y literarios) las parteras de la escritura y de la publicación de Cien años de soledad: México y Buenos Aires. Se ha especulado sobre la suerte que hubiera corrido la obra magna de García Márquez si esta se hubiera publicado, por ejemplo, en Madrid o en Bogotá. Con toda seguridad, la buena estrella de la novela no solo hubiera retrasado su aparición, sino que la rotundidad de su éxito hubiera sido algo muy distinto. Por suerte, el escritor estaba seguro de la obra que acaba de escribir hacia mediados de 1966 y sabía que solo Barcelona o Buenos Aires podían darle su consagración. Por eso, poco antes de firmar el contrato que le envió Paco Porrúa de Editorial Sudamericana, el novelista se la había ofrecido a Carlos Barral en Barcelona, pero este no la leyó a tiempo por estar en vísperas de vacaciones. De México, que le había brindado el marco idóneo para sentarse a escribirla a mediados de julio del año anterior, ya no podía esperar mayor cosa. Él mismo contaría que durante la escritura de la novela solía hablarles de ella a algunos editores mexicanos y que, a excepción de la pequeña editorial Era, a ninguno se le había pasado por la cabeza la simple formalidad de leerla siquiera. Cuando en Buenos Aires estalló el escándalo de su publicación por Sudamericana, a partir del 5 de junio de 1967, los mismos editores que lo habían ignorado se precipitaron sobre el escritor en tono recriminatorio: “¿Y por qué no nos diste a nosotros la novela?”. “¡Ah, porque ninguno de ustedes me la pidió!”, se justificaba el escritor.
La seguridad que García Márquez tenía en su novela no
era el delirio de un gran escritor de éxitos minoritarios. Él llevaba ya casi
20 años buscándola en las mismas entrañas de su vida, de su familia, de su
pueblo, en el marco de la cultura caribe y de la historia colombiana, y
aprendiendo a escribirla en dos libros de cuentos, en tres novelas espléndidas
y en cientos de reportajes y artículos de prensa. Tan seguro estaba de que
algún día alcanzaría esa cumbre, que le había prometido a su joven y flamante esposa,
Mercedes Barcha, cuando en marzo de 1958 volaban de Barranquilla a su luna de
miel en Caracas, que él, el mayor de los 16 hijos del telegrafista y de la niña
bonita de Aracataca, escribiría a los 40 años “la obra maestra” de su vida.
La historia de La casa, como se llamó Cien años de
soledad durante 18 años, había comenzado hacia mediados de 1948, mientras su
autor era un escritor de relatos y un aprendiz de periodista en El Universal de
Cartagena. Con apenas 21 años, en unas tiras largas de papel periódico,
intentaría contar ya la historia de la familia Buendía, centrada en la soledad,
un tanto caprichosa entonces, del derrotado coronel Aureliano Buendía en la
Guerra de los Mil Días, la misma donde había luchado su abuelo Nicolás Márquez
bajo las órdenes del general Rafael Uribe. Durante cuatro años bregaría con
esta larga, amorfa e interminable historia, hasta llegar a convencerse de que
era “un paquete demasiado grande” para su limitada experiencia vital y
literaria de entonces.
Durante estos años se hizo legendaria entre sus amigos
y colegas de Cartagena y Barranquilla la historia imposible de “el mamotreto”,
apodo con el que empezó a conocerse La casa. García Márquez la llevaba bajo el
brazo a todas partes y le soltaba el rollo infinito de su lectura a todo el que
quisiera escucharla. Ramiro de la Espriella recordaría la que les hizo un fin
de semana a él, a su madre Tomasa y a su hermano Óscar en la finca familiar de
La Loma del Diablo, en Turbaco. La tediosa sesión estaba siendo amenizada con el
ron añejo que Ramiro y Gabriel le saqueaban con una cánula al viejo De la
Espriella, cuando la madre sorprendió al escritor revelándole una de sus
fuentes: “¡Ese es el general Rafael Uribe Uribe!”, exclamó doña Tomasa. “Y
usted ¿cómo lo sabe?”, le preguntó él intrigado. “Por las muñecas, porque el
general Uribe Uribe las tenía así de gruesas”.
A pesar de que ya García Márquez había dado el salto
de su abuelo, modelo del coronel de La hojarasca (cuya primera versión data de
mediados de 1949, según los testimonios de sus primeros lectores, Héctor Rojas
Herazo y Gustavo Ibarra Merlano), al general Rafael Uribe, referente principal
del coronel Aureliano Buendía; a pesar de que la casa, el ambiente, las
historias y algunos de los personajes de La casa pasarían a conformar la novela
magna; y a pesar de que, entre los años 1952 y 1953, García Márquez exploraría
a fondo, en compañía de Rafael Escalona y Manuel Zapata Olivella, los pueblos
de La Guajira y del Gran Magdalena de donde provenían sus abuelos maternos, García
Márquez no pudo ir entonces mucho más allá con “el mamotreto” de La casa. La
falta de experiencia y de lecturas, el desconocimiento a fondo de las sutiles
artes de la invención y de la narración, y, cómo no, su corta experiencia
vital, lo obligaron a poner en remojo el proyecto imposible de “el mamotreto”.
Tendrían que pasar casi tres lustros más para que aprendiera a concebirla y a
escribirla, tiempo durante el cual residiría en distintos países y acumularía
experiencias esenciales en lo personal y en lo familiar, en lo literario y en
lo periodístico, a la vez que se ocupaba de sus afanes cinematográficos. Las
lecturas e influencias de Sófocles, Rabelais, Defoe, Dumas, Melville, Conrad,
Kafka, Joyce, Faulkner, Woolf, Borges, y las muy tempranas de Las mil y una
noches, le fueron enseñando el camino para llegar a la novela soñada y ensayada
una y otra vez, pero sin perder nunca de vista a Aracataca y la casa natal, así
como la influencia y las historias de sus abuelos maternos: los mismos lugares,
personajes e historias a los que quería “volver”.
Y así La casa se convirtió en el gran tronco común del
cual irían surgiendo con el tiempo La hojarasca, El coronel no tiene quien le
escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande. Más aún: podría decirse
que todo, o casi todo, lo escrito por García Márquez desde “La tercera
resignación”, su primer cuento de 1947, hasta “El mar del tiempo perdido”, su
primer relato mexicano de 1961, conforma el largo, complejo y minucioso camino
que conduce a Cien años de soledad, incluida buena parte de los cientos de
artículos y reportajes de las dos primeras etapas periodísticas del escritor. A
través de ellos fue hallando y perfilando personajes, escenarios, atmósferas,
argumentos y elementos estructurales y formales para la gran novela en
perspectiva. En su cuarto artículo de El Universal, publicado el 26 de mayo de
1948, aparece ya, con sus “alfombras mágicas” miliunanochescas y el “río
indispensable”, el primer bosquejo de la aldea que sería Macondo. En “La tercera
resignación” y en “Eva está dentro de su gato”, sus dos primeros cuentos
publicados el año anterior en El Espectador, despuntan los temas de la casa, la
soledad, la nostalgia, la muerte, el afán de trascendencia de la muerte, las
muertes superpuestas, las taras hereditarias, el enclaustramiento y la belleza
asociada a la fatalidad.
En La hojarasca, asistimos a la fundación de Macondo y
a la aparición de todo un arsenal de temas que García Márquez desarrollaría en
sus libros posteriores y especialmente en Cien años de soledad, y, aparejado a
su ópera prima, conseguiría dar otro salto cualitativo en el “Monólogo de
Isabel viendo llover en Macondo”, que originalmente era un subcapítulo de La
hojarasca. En este breve relato el tiempo se detiene mediante la cosificación o
espacialización, llegando a ser maleable, como habría de ocurrir en el Macondo
de José Arcadio Buendía y en los pergaminos de Melquíades, que es la novela en
sánscrito dentro de la novela. Como sabemos, esta astucia poética es la que le
permitiría al gitano, poeta y profeta, concentrar un siglo de episodios
cotidianos coexistiendo en un mismo instante. Pero para llegar a concebir
personajes como Melquíades y Prudencio Aguilar, García Márquez había comenzado
una revolución de gran calado, casi inadvertida, con el niño narrador de
“Alguien desordena estas rosas” (que tendría su complemento esencial años
después en la lectura de Pedro Páramo), donde por primera vez un personaje suyo
es un espíritu viviente al margen de su estado corporal. Otras aportaciones
esenciales para el futuro Macondo se dan en “La siesta del martes” y en “Un día
después del sábado”. Pero las más importantes se desarrollan en “Los funerales
de la Mamá Grande” y “El mar del tiempo perdido”, ficciones macondianas que se
erigen en verdaderos umbrales de Cien años de soledad, pues, aparte de la
temática, el tiempo y el espacio se fusionan de una manera espontánea y
convincente.
Con estos y otros hallazgos de demiurgo, una reflexión
profunda y minuciosa sobre el tono y la concepción de la novela, más las
posibilidades y limitaciones que le habían enseñado cuatro años de experiencias
cinematográficas en México, García Márquez se encerró una mañana de mediados de
julio de 1965, en su estudio de La Cueva de la Mafia del barrio San Ángel Inn,
a contarnos por fin las mil y una historias de La casa de sus tormentos.
El día anterior había regresado con su familia de unas
breves vacaciones en Acapulco, durante las cuales, repetiría el escritor,
encontró por fin el tono, la clave de Sésamo que le permitió acceder a la
novela. Esa misma noche Álvaro Mutis y Carmen Miracle fueron a visitar a sus
amigos. De pronto, García Márquez le dijo a Mutis en tono confidencial:
“Maestro, voy a escribir una novela. Mañana mismo voy a empezar. ¿Se acuerda de
aquel mamotreto que nunca le mostré y que le entregué en el aeropuerto de
Techo, en enero de 1954, para que me lo metiera en la cajuela del coche? Pues
es esa, pero de otra manera”. Y a la mañana siguiente empezó a trabajar de
forma afiebrada, demencial, en lo que desde entonces y para siempre sería Cien
años de soledad.
Él pensó que el encierro conventual que necesitaba
para escribirla duraría seis meses, pero fueron 13 o 14. Con los ahorros que
tenía, más lo que le dejó Mutis, juntó 5.000 dólares y se los entregó a
Mercedes, con el ruego de que no lo molestara por nada hasta que terminara la
novela. Como a los seis meses se habían agotado los 5.000 dólares, y el
escritor se fue a Monte de Piedad y empeñó el Opel blanco de la familia. Con
todo, en los últimos meses Mercedes tuvo que pedir fiados el pan, la carne, la
leche y otras cosas de comer, y hablar con Luis Coudurier, el dueño de la casa,
para que les siguiera fiando el alquiler otros tres meses más, hasta que su
marido terminara el libro. Cuando el 10 de septiembre de 1966 firmó el contrato
que, en octubre del año anterior, le había enviado Paco Porrúa de Sudamericana,
con 500 dólares de adelanto, había ocurrido de todo en sus vidas y en las vidas
de los personajes de la novela, pero él era ya un hombre endeudado y feliz por
haber echado a andar sola la monstruosa criatura de sus pesadillas de casi 20
años.
Despues de 18 años tuvo un gran resultado. Like
ResponderEliminarMaravilloso artículo. Se agradece.
ResponderEliminarMuy buen articulo. Lei el libro en 1969 estaba pasando el servicio militar y desde entonces creo que lo he leido unas 20 veces y cuando lo condiga no lo presto mas. Un aplauso al Gabo
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