miércoles, 27 de febrero de 2019

Slavoj Žižek: Venezuela y la lógica catastrofista

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A principios de los años setenta, en una nota dirigida a la CIA en la que aconsejaba sobre cómo debilitar el gobierno democrático de Salvador Allende, Henry Kissinger escribió sucintamente: “Hagan sufrir la economía”. Altos representantes de los EEUU admiten abiertamente que la misma estrategia es aplicada hoy en Venezuela: el ex Secretario de Estado Lawrence Eagleburger declaró en el noticiero Fox que el atractivo de Chávez para el pueblo venezolano “sólo funcionará mientras la población venezolana vea que con él existe la posibilidad de un mejor estándar de vida. Si en algún momento la economía realmente empeora, la popularidad de Chávez dentro de su país con toda seguridad caerá: esa es, en principio, el arma que tenemos contra él, un arma que deberíamos estar usando, es decir, las herramientas económicas para malograr su economía y lograr así que su atractivo dentro del país y la región disminuya. […] Cualquier cosa que podamos hacer para que su economía entre en dificultades, en este momento, es buena, pero hagámoslo de manera que no nos ponga en conflicto directo con Venezuela y si es que podemos hacerlo sin problemas”.


Lo mínimo que se puede decir es que semejantes declaraciones dan credibilidad a la conjetura de que las dificultades económicas enfrentadas por el gobierno de Chávez (escasez de productos y de electricidad, etc.) no son sólo el resultado de la ineptitud de su propia política económica. Aquí llegamos a un punto político crucial, difícil de aceptar para algunos liberales: claramente no estamos lidiando aquí con procesos y reacciones ciegas del mercado (por decir algo, dueños de tiendas que tratan de obtener mayores ganancias al retirar de sus estantes algunos productos), sino con una elaborada estrategia, totalmente planificada: en esas condiciones, ¿no se justifica plenamente, como medida de respuesta, una especie de ejercicio del terror (redadas policiales a depósitos secretos, detención de los especuladores y coordinadores de la escasez, etc.)? Incluso la fórmula de Badiou de “sustracción o resta, más sólo una violencia reactiva” parece insuficiente en estas nuevas condiciones: la idea de que, ya que el capitalismo está en todas partes y los intentos de abolir el Estado fallaron catastróficamente o acabaron en violencia autodestructiva, deberíamos sustraernos de la política estatal y crear espacios autónomos en los intersticios del poder de Estado, recurriendo a la violencia sólo como respuesta y cuando el Estado ataque directamente esos espacios. El problema es que hoy el Estado se está volviendo más y más caótico, falla en su verdadera función de apoyo a la circulación de bienes, al punto que no podemos ni siquiera darnos el lujo de dejar que el Estado haga lo suyo. ¿Tenemos el derecho de mantenernos a una distancia del poder estatal cuando este se está desintegrando, convirtiéndose en un obsceno ejercicio de violencia que oculta su propia impotencia?

Todos estos cambios no pueden sino destrozar la cómoda posición subjetiva de intelectuales radicales, posición que podríamos caracterizar recordando uno de sus ejercicios mentales favoritos a lo largo del siglo XX, el afán de “catastrofizar” la situación: cualquiera que fuera la situación real, TENÍA que ser denunciada como “catastrófica” y mientras más catastrófica pareciera, más solicitaba la práctica de este ejercicio: de esa manera, independientemente de nuestras diferencias “simplemente ónticas”, todos participábamos en la misma tragedia ontológica. Heidegger denunció la era actual como aquella de mayor “peligro”, la época del nihilismo consumado; Adorno y Horkheimer vio en ella la culminación de la “dialéctica de la Ilustración” en un “mundo administrado”; hasta llegar a Giorgio Agamben, que define los campos de concentración del siglo XX como “la verdad” de todo el proyecto político de Occidente. Recuerden la figura de Horkheimer en la Alemania Occidental de los años cincuenta: mientras denunciaba el “eclipse de la razón” en la sociedad de consumo occidental moderna, AL MISMO TIEMPO defendía esa misma sociedad en tanto solitaria isla de la libertad en el mar de dictaduras totalitarias y corruptas del mundo. Era como si la vieja e irónica ocurrencia de Winston Churchill sobre la democracia como el peor régimen político posible, en un mundo en que todos los otros regímenes son peores que ella, se repitiera aquí con seriedad: la “sociedad administrada” occidental es la barbarie con la apariencia de civilización, el punto más alto de la alienación, la desintegración de lo individual-autónomo, etc., etc., pero, sin embargo, todos los otros regímenes socio-políticos son peores, de forma que, comparativamente, a pesar de todo, se la tiene que apoyar. Es irresistible, por eso, la tentación de proponer una lectura radical de este síndrome: acaso lo que los pobres intelectuales no puedan aguantar es el hecho de que llevan una vida básicamente feliz, segura y cómoda, de modo que, para justificar su vocación superior, TENGAN que construir un escenario de catástrofe radical.

Por otro lado, George Orwell señaló “el importante hecho de que toda opinión revolucionaria deriva parte de su fuerza de la secreta convicción de que nada puede ser cambiado”. Los radicales invocan la necesidad del cambio revolucionario como si esa invocación fuera un tipo de gesto supersticioso que produjera su contrario, es decir, como si evitara que el cambio realmente ocurra. Si alguna revolución se produce, debe hacerlo a una distancia segura: Cuba, Nicaragua, Venezuela… todo para que, mientras mi corazoncito se conmueve al pensar en esos acontecimientos en tierras lejanas, yo pueda seguir promoviendo mi carrera académica.

Žižek, S. (2011). ¡Bienvenidos a tiempos interesantes! Bolivia: Edit. Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia. 

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