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A principios de los años setenta, en una nota dirigida
a la CIA en la que aconsejaba sobre cómo debilitar el gobierno democrático de
Salvador Allende, Henry Kissinger escribió sucintamente: “Hagan sufrir la
economía”. Altos representantes de los EEUU admiten abiertamente que la misma
estrategia es aplicada hoy en Venezuela: el ex Secretario de Estado Lawrence
Eagleburger declaró en el noticiero Fox que el atractivo de Chávez para el
pueblo venezolano “sólo funcionará mientras la población venezolana vea que con
él existe la posibilidad de un mejor estándar de vida. Si en algún momento la
economía realmente empeora, la popularidad de Chávez dentro de su país con toda
seguridad caerá: esa es, en principio, el arma que tenemos contra él, un arma
que deberíamos estar usando, es decir, las herramientas económicas para
malograr su economía y lograr así que su atractivo dentro del país y la región
disminuya. […] Cualquier cosa que podamos hacer para que su economía entre en
dificultades, en este momento, es buena, pero hagámoslo de manera que no nos
ponga en conflicto directo con Venezuela y si es que podemos hacerlo sin
problemas”.
Lo mínimo que se puede decir es que semejantes
declaraciones dan credibilidad a la conjetura de que las dificultades
económicas enfrentadas por el gobierno de Chávez (escasez de productos y de
electricidad, etc.) no son sólo el resultado de la ineptitud de su propia
política económica. Aquí llegamos a un punto político crucial, difícil de
aceptar para algunos liberales: claramente no estamos lidiando aquí con
procesos y reacciones ciegas del mercado (por decir algo, dueños de tiendas que
tratan de obtener mayores ganancias al retirar de sus estantes algunos
productos), sino con una elaborada estrategia, totalmente planificada: en esas
condiciones, ¿no se justifica plenamente, como medida de respuesta, una especie
de ejercicio del terror (redadas policiales a depósitos secretos, detención de
los especuladores y coordinadores de la escasez, etc.)? Incluso la fórmula de
Badiou de “sustracción o resta, más sólo una violencia reactiva” parece
insuficiente en estas nuevas condiciones: la idea de que, ya que el capitalismo
está en todas partes y los intentos de abolir el Estado fallaron
catastróficamente o acabaron en violencia autodestructiva, deberíamos
sustraernos de la política estatal y crear espacios autónomos en los
intersticios del poder de Estado, recurriendo a la violencia sólo como
respuesta y cuando el Estado ataque directamente esos espacios. El problema es
que hoy el Estado se está volviendo más y más caótico, falla en su verdadera
función de apoyo a la circulación de bienes, al punto que no podemos ni
siquiera darnos el lujo de dejar que el Estado haga lo suyo. ¿Tenemos el
derecho de mantenernos a una distancia del poder estatal cuando este se está
desintegrando, convirtiéndose en un obsceno ejercicio de violencia que oculta
su propia impotencia?
Todos estos cambios no pueden sino destrozar la cómoda
posición subjetiva de intelectuales radicales, posición que podríamos
caracterizar recordando uno de sus ejercicios mentales favoritos a lo largo del
siglo XX, el afán de “catastrofizar” la situación: cualquiera que fuera la
situación real, TENÍA que ser denunciada como “catastrófica” y mientras más
catastrófica pareciera, más solicitaba la práctica de este ejercicio: de esa
manera, independientemente de nuestras diferencias “simplemente ónticas”, todos
participábamos en la misma tragedia ontológica. Heidegger denunció la era
actual como aquella de mayor “peligro”, la época del nihilismo consumado;
Adorno y Horkheimer vio en ella la culminación de la “dialéctica de la
Ilustración” en un “mundo administrado”; hasta llegar a Giorgio Agamben, que
define los campos de concentración del siglo XX como “la verdad” de todo el
proyecto político de Occidente. Recuerden la figura de Horkheimer en la
Alemania Occidental de los años cincuenta: mientras denunciaba el “eclipse de
la razón” en la sociedad de consumo occidental moderna, AL MISMO TIEMPO
defendía esa misma sociedad en tanto solitaria isla de la libertad en el mar de
dictaduras totalitarias y corruptas del mundo. Era como si la vieja e irónica
ocurrencia de Winston Churchill sobre la democracia como el peor régimen
político posible, en un mundo en que todos los otros regímenes son peores que
ella, se repitiera aquí con seriedad: la “sociedad administrada” occidental es
la barbarie con la apariencia de civilización, el punto más alto de la
alienación, la desintegración de lo individual-autónomo, etc., etc., pero, sin
embargo, todos los otros regímenes socio-políticos son peores, de forma que,
comparativamente, a pesar de todo, se la tiene que apoyar. Es irresistible, por
eso, la tentación de proponer una lectura radical de este síndrome: acaso lo
que los pobres intelectuales no puedan aguantar es el hecho de que llevan una
vida básicamente feliz, segura y cómoda, de modo que, para justificar su
vocación superior, TENGAN que construir un escenario de catástrofe radical.
Por otro lado, George Orwell señaló “el importante
hecho de que toda opinión revolucionaria deriva parte de su fuerza de la
secreta convicción de que nada puede ser cambiado”. Los radicales invocan la
necesidad del cambio revolucionario como si esa invocación fuera un tipo de
gesto supersticioso que produjera su contrario, es decir, como si evitara que
el cambio realmente ocurra. Si alguna revolución se produce, debe hacerlo a una
distancia segura: Cuba, Nicaragua, Venezuela… todo para que, mientras mi
corazoncito se conmueve al pensar en esos acontecimientos en tierras lejanas,
yo pueda seguir promoviendo mi carrera académica.
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