En otra época, joven e inexperimentado, hubiese
tendido a responder con las fórmulas consabidas de que escribo para combatir a
la muerte o para darle sentido a la vida, posturas éstas que son de poca ayuda
frente a un asunto no tan sencillo.
Escribo porque, de todas las actividades que
puedo realizar en forma más o menos correcta, es la única que me ayuda a
encontrarme conmigo mismo, a explorar y utilizar una voz que, ambiciosa y
humanamente, quisiera que sea mía, propia.
Escribo también porque a veces tengo la enorme
ilusión, digo bien la ilusión, de que tengo algo que decir sobre la vida, la
gente y las cosas, así como la grandísima pretensión de que, además de las
ganas, tengo los medios para hacerlo.
Cuando era joven pensaba que solitarios son los
actos del poeta, como ha dicho un poeta, pero con el tiempo he visto que no es
así, que necesitamos de los demás. No puedo pretender sin embargo que escribo
para los otros, pensando en los otros. No puedo atribuir a los demás mis
combates con mis fantasmas y demonios, ni responsabilizar a nadie por los
buenos o malos resultados.
Esto no quiere decir que no me guste que los
otros aprecien lo que hago y que me den su amistad o me quieran o respeten por
ello. Esto es humano también y cuando ello se da no sólo me pone sumamente
contento sino que me alienta en mi trabajo.
Escribo, por último, para no seguir enredándome
cada día con las mil historias que yo mismo me he prometido a través de los
años y que no he culminado porque no he tenido el tiempo o la maña para
hacerlo. La mayor parte de ellas duermen en cajones reales o en los de la
memoria. Mi vida es un combate por poner en orden viejos apuntes que aspiran a
ser historias, viejas historias que esperan ser cuentos o novelas, viejas
novelas que quisieran verse cerradas de una vez por todas y tener un punto
final.
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