Entrevista
de César Hildebrandt al célebre escritor Argentino Jorge Luis Borges. Más que
una entrevista, una conversación donde periodista y escritor se lucen con un
magistral ida y vuelta de preguntas y respuestas
Primera pregunta: ¿va a hacer usted conmigo lo que suele hacer con todos los periodistas?
— ¿Y qué
hago?
Tomarles
el pelo sin ninguna misericordia.
—Jamás he
hecho eso en mi vida. Sucede que yo siempre he contestado sinceramente. Y todo
el mundo prefiere suponer que esas contestaciones mías son bromas o ironías. Yo
soy una persona educada, no le tomo el pelo a nadie. Y espero que no me lo
tomen, tampoco.
¿Sigue
insistiendo en esa delicia de frase: la democracia es un espejismo de la
estadística?
—Es un
abuso de la estadística. Eso es verdad, es evidente.
¿Por qué
evidente?
—Porque
si se tratara de un problema matemático nadie supondría que la mayoría de la gente
puede resolverlo. En política, sin embargo, sí se supone que la mayoría tiene
la razón. Eso se vio en mi país, cuando el que sabemos obtuvo nueve millones de
votos…
El que
sabemos… ¿Perón, verdad?
—Sí.
Su odiado
Perón… Borges, usted lo llamó cobarde y rufián.
—Bueno,
podría haber empleado palabras más duras…
¿Pero le
parece justo eso? ¿Ahora que él está muerto y han pasado algunos años?
—Un
rufián muerto sigue siendo un rufián. Y un cobarde muerto no es un valiente. La
muerte no beneficia tanto. Aunque yo en una milonga digo: no hay cosa como la
muerte para mejorar la gente.
Usted
dijo alguna vez: «Yo siempre le pido a Dios —que no existe— el privilegio de dudar
hasta que muera». ¿Sigue usted dudando, Borges?
—No. Yo
ahora estoy seguro de que no hay otra vida y que no hay Dios. Es una
certidumbre que me satisface, me tranquiliza. Saber que todo esto pasará, que
yo me olvidaré, que seré olvidado… Yo soy un hombre ético pero no religioso.
Ha dicho
también, Borges, que considera un bochorno vivir tanto y que quisiera morirse.
¿Esa proximidad a la muerte no lo conduce a Dios?
—No. Me
conduce a la esperanza de que no haya Dios y que no haya otra vida. Desde luego,
las Sagradas Escrituras, llamémoslas así, aconsejan vivir hasta los 70 años. Yo
he cumplido 79. Recuerdo cuando mi madre cumplió 98 años —ella murió a los 99—
y me dijo: « ¡Caramba, se me fue la mano!».
Usted es
para muchas gentes tan edípico, Borges…
— ¿Por
qué?
Su
relación con su madre fue siempre tan intensa, tan obsesiva… ¿No cree que había
algo de edípico en ello?
—Bueno,
como dijo Chesterton lo único que sabemos de Edipo es que no padecía del
complejo… Yo tengo un recuerdo tan puro y tan grato de mi madre. Ella ha muerto
hace tres años. Yo no he querido cambiar nada de su pieza. Y cada vez que vuelvo
a casa me asombro de que ella no esté esperándome. A la sirvienta, que es mujer
del pueblo y que habla guaraní aparte del castellano, le pregunto: ¿Usted no la
siente a madre? Y ella me dice: «Pero claro que la siento. La señora está
aquí». No me lo dijo para alarmarme sino, al contrario, para tranquilizarme. Y
entonces le hice otra pregunta: ¿Si usted la viera a mi madre en su cuarto,
sentiría miedo? Y esta muchacha, la correntina, me dice: « ¿Por qué miedo? Si
no le tenía miedo cuando vivía, ¿por qué ahora habría de sentir miedo?».
Borges,
usted ha cultivado una sorprendente modestia en torno a la estimación de su
propia obra…
—Bueno,
es que yo quiero ser olvidado…
Pero
usted sabe que es un gran escritor.
—No creo.
Yo no tengo obra. Mi obra es…
Una
miscelánea…
—Una
miscelánea, una ilusión óptica lograda por la tipografía.
Me está
tomando el pelo, Borges. Usted no puede pensar eso de su obra.
—Claro
que sí. Lo que me parece raro es que la gente sea tan indulgente conmmigo. A mí
no me gusta tanto lo que yo escribo. Claro que eso le pasa a todo escritor. Se
han escrito libros sobre mí y yo no he leído ninguno. Alicia Jurado escribió un
libro sobre mí, que me aseguran que es muy bueno, y yo le dije: «Alicia, tú
sabes que leo todo lo que escribes pero en este caso no voy a leer tu libro
porque se trata de un tema que no me interesa o que, quizá, me interesa
demasiado».
Como se
lo recordó un periodista hace algún tiempo, Carpentier dice de usted que sus
opiniones políticas son incalificables…
—No
conozco a Carpentier. En cuanto a mis opiniones políticas, no creo que tengan
importancia. Cuando escribo trato de prescindir de mis opiniones. La literatura
es una operación misteriosa. Recuerdo aquí algo que dijo uno de mis autores
preferidos, Kipling: «A un escritor le está permitido componer fábulas, pero no
puede saber cuál es la moraleja». Es decir, un escritor no puede saber cuál
será el resultado de lo que escribe en la mente de otros. Y eso le sucedió al
propio Kipling, que, a pesar de ser inglés, demuestra en sus obras una evidente
simpatía por la India y cuya casa natal, en Bombay, es ahora un museo. Las
opiniones son generalmente superficiales, cambian…
Y usted
ha cambiado ¿verdad? Fue comunista, fue radical, hoy es conservador.
—Sí, pero
ser conservador es una forma de ser escéptico. Cuando me afilié al partido
conservador dije algo que molestó…
Que solo
los caballeros siguen las causas perdidas.
—Sí.
Porque me preguntaron: « ¿Usted va a afiliarse? Pero esta es una causa
perdida». Y yo dije: «A un caballero solo le interesan las causas perdidas». Y
después dije otra cosa que los molestó: que el partido conservador tenía la
ventaja de no poder provocar ningún fanatismo.
¿Nunca se
ha sentido irresponsable cuando habla de política?
—Yo tengo
mi conciencia clara. Nadie puede tomarme por comunista, por fascista, por
nacionalista…
Usted fue
condecorado por Pinochet…
—Sí. Yo
creo que Pinochet es un buen gobernante. Ese es el único Gobierno posible, así
como el de Videla es el único Gobierno posible en Argentina. Estoy hablando de
determinados países en determinadas épocas. ¿Pero por qué importan tanto mis
opiniones políticas?
Porque
usted es, aunque no lo quiera, un líder de opinión y lo que usted dice se toma
con respeto…
—Pero no
tiene por qué aceptarse. Yo mismo no estoy muy seguro de lo que digo.
Claro que
no tiene por qué aceptarse. A mí me parece inaceptable lo que dice. Estamos de
acuerdo.
—Si estamos
de acuerdo, podemos cambiar de tema… Yo tengo mi conciencia cívica limpia. Por
ejemplo, yo era director de la Biblioteca Nacional, que es un cargo no bien
rentado pero muy visible. Cuando supe el resultado de ciertas elecciones,
renuncié. Mi madre me dijo: «No podés servir a Perón decorosamente». Claro que
no, le dije yo.
¿Esa fue
la última vez, verdad? Porque la primera…
—La
primera vez yo era simplemente bibliotecario…
¿Y es
cierto que los peronistas lo nombraron inspector de precios?
—No, no.
Me nombraron inspector para la venta de aves y huevos, para que yo renunciara.
Yo comprendí e inmediatamente renuncié. ¿Qué sabía yo de venta de aves y huevos
en los mercados? No poseía la erudición necesaria. Y la verdad es que les
agradezco a los peronistas. Porque si esto no sucede yo hubiera seguido en esa
pequeña biblioteca de barrio, ganando 240 pesos mensuales. Dos o tres meses
antes de que ocurriera aquello yo fui a una reunión con unas señoras inglesas.
Y había una de ellas que leía el porvenir en las hojas de té. Me dijo que iba a
hablar mucho, que iba a viajar, que iba a ganar dinero hablando. Yo nunca había
hablado antes en público. Pero así sucedió. Me echaron de ese cargo y tuve que
resignarme a dar conferencias, cosa que me aterraba.
Usted ha
dicho que de sus obras tal vez se puedan rescatar seis o siete páginas.
¿Cuáles?
—Es que
si nombro una quizá me dé cuenta de que no es rescatable… A ver… Hay un poema
que se titula «Otro poema de los dones»…
¿Es
posterior a «Elogio de la sombra», verdad?
—No
recuerdo bien la cronología de mis obras… Hay un poema sobre mi bisabuelo, el
coronel Suárez, que comandó la carga de caballería peruana en la batalla de
Junín. Tenía 26 años.
Y el
prólogo a Lugones…
— ¡Ah,
sí! Yo creo que eso es lo mejor que he escrito. Vamos a condenar todo lo demás
y vamos a salvar ese prólogo, ¿qué le parece?
Ese texto
es absolutamente magistral pero no puedo estar de acuerdo en que sea lo único
salvable… Es extraño, sin embargo, oír de usted palabras generosas sobre algo
de su obra.
—Hay
también un poema que se titula «El otro tigre». Es lindo también, la verdad… Mis
amigos me dicen que soy un intruso en la poesía. Yo creo que no. En todo caso,
mi poesía es más inmediata y más íntima que mi prosa. La prosa siempre ha sido
un objeto que yo he fabricado. Pero tengo la impresión que la poesía es algo
que sale directamente de mí. Ahora, ¿qué haríamos sobre ese prólogo a Lugones?
¿A usted qué le parece? ¿Es poesía o es prosa? Creo que la diferencia es
formal. De alguna manera es poesía también, ¿no?
Eso creo
yo también… Sin embargo, usted tiene una imagen, digamos pública, de escritor
cerebral, casi glacial a veces.
—No soy
frío. Desgraciadamente, soy incapaz de pensamientos abstractos. He leído a los
filósofos, pero me dejo llevar por la belleza de una frase. «Peregrina paloma
imaginaria / que enardeces los últimos amores / alma de luz, de música y de
flores / peregrina paloma imaginaria…». Que no quiere decir absolutmente nada,
pero que es muy linda… El otro día encontré esta metáfora, que es tan hermosa:
«Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada
desnuda». ¿No es lindo y terrible? «Si no me hubieran dicho que era el amor yo
habría creído que era una espada desnuda».
¿Dónde la
halló?
—En una
página de Kipling. ¿Increíble, verdad? No parece de Kipling. Cuando un verso es
muy bueno ya no pertenece a nadie ¿no? Se diría que cuando un verso es
característico del autor ya no es excelente.
¿Alguna
vez ha sentido el impulso de plagiar?
—Continuamente…
Aunque, en verdad, la palabra plagio es errónea. El idioma es una serie de
plagios, de convenciones. En la escultura, por ejemplo, todas las estatuas
ecuestres serían plagios de la primera estatua ecuestre. Todos los cuadros de
la Virgen y el Niño se parecen. Y en literatura hay tan pocos temas.
Borges,
usted ha dicho varias veces de sí mismo que es un desdichado. ¿Pero sabe una cosa?
Ni en su obra ni en su rostro hay desdicha.
—Sí es
cierto… Creo que nuestro deber es no ser desdichados. Yo he escrito muchas
letras de milongas y en una de ellas, que trata de un compadrito al que lo
mataron, digo: «Entre otras cosas hay una, de la que no se arrepiente nadie en
la Tierra; esa cosa es haber sido valiente. Siempre el coraje es mejor, nunca
la esperanza es vana. Vaya pues esta milonga para Jacinto Chiclana». Jacinto
Chiclana se llamaba el compadrito. Tengo otra sobre otro compadrito que se
llamaba Alejandro Albornoz, que peleó contra muchos y entre muchos lo mataron a
puñaladas. La milonga concluye así: «Un acero entró en el pecho: ni se le movió
la cara; Alejo Albornoz murió como si no le importara»… Yo estaba buscando una
frase para que él la dijera. Pero creo que así quedó mejor, ¿no?
Usted
admira la valentía pero siempre ha dicho que no ha sido valiente.
—Que lo
diga mi dentista… La verdad es que en cualquier destino uno puede ser valiente
o puede ser cobarde. Un hombre, por ejemplo, que acepta que una mujer no lo
quiere es valiente a su manera.
Usted
dijo alguna vez algo que me pareció terrible: que tanto su padre como su abuelo
virtualmente buscaron la muerte, por valientes; y que usted no se atrevería a
hacer lo mismo…
—Sí, mi
abuelo, el coronel Borges, se hizo matar en la batalla de Laverde, en 1864,
durante una revolución que organizó Mitre y que fracasó. Por razones políticas,
mi abuelo decidió hacerse matar. Se puso un poncho blanco, montó un caballo
tordillo, avanzó al trote hasta las trincheras enemigas y le metieron dos
balazos. Mi padre sufría de hemiplejía y él me dijo: «Yo me hubiera debido
meter un balazo. No te voy a pedir a ti que lo hagas, pero me las voy a
arreglar, no te aflijas». Efectivamente, rehusó todo alimento, toda medicación,
solo tomaba agua y se dejó morir. Fue un suicidio poco escénico. Yo escribí un
soneto sobre eso: «Te hemos visto morir con el tranquilo ánimo de tu padre ante
las balas…».
Borges,
usted no lee desde 1955…
—Sí, pero
tengo amigos que me leen. Seis o siete amigos buenos que me visitan siempre y
que me leen…
Así
conoció a García Márquez…
—Claro,
un gran escritor, aunque creo que el principio de Cien años de soledad es mejor
que el final. Pero es normal. Al final el autor se cansa.
García
Márquez es casi el único escritor latinoamericano de hoy sobre el que usted
emite una opinión…
—No.
Hablando de argentinos, por ejemplo, le diría que Mallea es un excelente
escritor…
¿Cortázar?
—No.
Cortázar se ha perdido en juegos formales.
¿Por qué
sigue comprando libros, tantos libros?
— ¡Qué
raro! Es un poco de superstición, ¿eh? Acabo de adquirir una enciclopedia
alemana que quería tener desde hace muchos años. No puedo leerla pero sé que
está ahí y es esa presencia lo que importa.
Quizá,
Borges, si hubiera leído a Sartre, como no lo ha hecho…
—No, lo
he leído…
…Se
habría sentido tan próximo cuando él habla en Las palabras de ese fetichismo
por los libros que sintió desde niño. Porque es eso, ¿no?
—Es el
objeto del libro, sí… Si me hablan de un libro sagrado, lo entiendo. Pero si me
hablan de una revista sagrada, o de un disco sagrado, ya no. Quizá dentro de
500 años se hable de discos sagrados y de periódicos sagrados.
Hablando
de discos y periódicos sagrados, ¿por qué fue usted tan duro con Estados
Unidos?
—Es que
viví cuatro meses ahí. Y me encontré con un gran país hecho de individuos muy
mediocres. En la Universidad de Michigan hay un curso, para estudiantes que
tienen de 25 a 30 años, de conversación en inglés. Y yo le digo a la profesora:
¿Qué les enseña? Y me dice: «Bueno, yo les digo que un buen método para
agilizar el diálogo es hablar del tiempo: se puede decir que ha nevado, que ha dejado
de nevar, que nieva o que va a nevar». Bueno, los estudiantes tienen que
aprender esa miseria y tomar notas… ¿No le parece triste? Otro día hablaba con
unos estudiantes a los que solo les faltaba la tesis para ser doctores en
letras. Yo cometí el error de mencionar a George Bernard Shaw. « ¿Who’s he?»,
me preguntaron. ¿Qué les parece? Es espantoso.
¿Sigue
pensando que la literatura española no existe?
—Creo que
fuera de tres o cuatro libros podría prescindir de la literatura española. La
literatura española comenzó admirablemente. El romancero es admirable. Fray
Luis de León es un gran poeta. San Juan de la Cruz también. Y luego… Garcilaso
repite lo que había hecho en Italia. Y con Quevedo y Góngora todo se vuelve
rígido, ya empieza lo barroco. De todo esto se salva El Quijote, sobre todo su
segunda parte. Lo demás de Cervantes es horroroso.
Borges,
de su desdén por las multitudes…
—No es
que las desdeñe, es que no existen, son abstracciones…
Bueno, de
ese desdén surge su convicción de que el fútbol o el tango son algo estúpido
¿verdad?
—A mí me
gustan algunos tangos. Me gusta «El choclo», por ejemplo. Me gustan los tangos
viejos. Lo que pasa es que con Gardel se inicia la decadencia. Ahí empieza el
sentimiento. El tango no puede ser sentimental. Nace en los prostíbulos y las
primeras letras son muy obscenas.
¿Por qué
no ha escrito una novela, Borges?
—Yo no
soy lector de novelas. ¿Por qué voy a ser escritor de novelas? La novela no me
gusta, es un género que me desagrada.
¿Por qué?
—Porque
está lleno de ripio. En un cuento de Kipling, o un cuento de Henry James, todo
es esencial. En las novelas hay mucho de inservible. Tienen que ponerle
paisajes, digresiones, intervienen las opiniones del autor.
¿Y la
poesía?
—Sigue
siendo lo más importante. Esa convicción la tengo con toda el alma y con todo
el cuerpo. Es mi mayor necesidad…
Borges,
lo está llamando su secretaria…
—Bueno,
lo siento, tenemos que terminar, lo siento… Discrepamos de muchas cosas,
¿verdad? Pero eso está bien. Porque entenderse es una miseria.
Interesante. Gracias por permitirme ésta lectura
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