La Academia sueca empezó a conceder el Premio Nobel de
literatura en 1901. El ganador ese año fue el poeta y ensayista francés Sully
Prudhomme. Al año siguiente, los candidatos entre los que hubo que elegir
incluían a Leo Tolstoi, Émile Zola y otros no menos notables creadores. Ante lo
comprometido que resultaba premiar a personas tan polémicas, cada cual a su
manera, la Academia dio el premio al historiador alemán Theodor Mommsen
(1817-1903).
Era autor de una conocida Historia de Roma, publicada en Leipzig
entre los años 1854 y 1856 en tres tomos, que se completaron con uno adicional
en 1885. Justificando la concesión del premio, el secretario de la Academia se
refirió a la larga carrera del escritor y a la popularidad de su conocida obra,
por entonces ya traducida a nueve idiomas. Y añadió: “Se le concede por su
habilidad en convertir hechos cuidadosamente investigados en un cuadro vivo…
por ser el más grande maestro contemporáneo en el arte de la escritura
histórica…(cuya) intuición y poder creativo reduce la distancia entre el
historiador y el poeta”. Lo cierto es que Mommsen proporcionó a la Academia
sueca la excusa para no tener que elegir entre los otros contendientes y era un
candidato irreprochable. Amigo en su juventud del poeta y novelista Theodor
Storm, se había aventurado en la literatura pura escribiendo poesía. Pero sobre
todo era una institución en el prestigioso mundo académico alemán del siglo
XIX, político y factótum de la Academia de ciencias de Berlín. Era además
popular por su Historia de Roma, que se enseñaba en las escuelas y no faltaba
en ninguna biblioteca familiar. En 1892,
el americano Mark Twain, por entonces también un literato plenamente
consagrado, asistió a una recepción que dio en su honor la Universidad de
Berlín y relató con su característica acidez el revuelo que había causado la
llegada del famoso profesor: “yo hubiera viajado muchas millas simplemente para
verlo de lejos y aquí estaba…con una engañosa modestia titánica que le hacía
aparecer como si fuera una persona normal”.
Theodor Mommsen
Christian Mattias Theodor Mommsen había nacido en 1817 en
Schleswig, un ducado que entonces pertenecía al reino de Dinamarca. Su padre
era un modesto pastor luterano aficionado a la filología que no pudo pagar a
Theodor los estudios en la universidad de Göttingen, la más prestigiosa de la
época. Pero el joven Mommsen completó brillantemente sus carrera de derecho en
Kiel, con un doctorado que ganó en 1843. El derecho que se estudiaba en aquella
época era principalmente una versión modernizada de las Pandectas, la gran
compilación jurídica que el emperador Justiniano había promulgado en el siglo
VI, que seguía aplicándose en Europa. Era, en definitiva, derecho romano y
Mommsen sucumbió al atractivo de este estudio, mitad jurídico mitad histórico,
haciendo de la historia del derecho la profesión de su vida. La universidad le
becó para viajar a Italia y allí pasó tres años, fascinado por las ruinas del
antiguo imperio y por las enseñanzas de un famoso especialista en epigrafía
romana, Bartolomeo Borghesi, que lo inició en el arte de descifrar las
inscripciones latinas que cubrían tumbas, dinteles, baños y lugares de culto en
Roma y en toda Italia. A la vuelta de su viaje, consiguió una cátedra en la
universidad de Leipzig, aunque tuvo que
mudarse con cierta frecuencia, inquietado por su activismo político en las
revoluciones de 1848 (era partidario de la unidad alemana y de la incorporación
del ducado de Schleswig-Holstein a Alemania). Se exilió en Zurich y acabó
enseñando derecho en la universidad de Breslau (Polonia). Desde allí presentó
en 1854 a la academia de ciencias de Berlín el proyecto en el que centraría su
máxima ambición: la recopilación del Corpus Inscriptionum Latinarum, un
monumento de erudición al que iba a dedicar
toda su vida que dejó inacabado tras haber dirigido la publicación de los
primeros quince tomos. Pocos años después se instaló definitivamente en Berlín,
ya como catedrático de historia antigua y miembro de la Academia.
Entonces se produjo el curioso paréntesis en la vida de
nuestro héroe que le daría pronto fama y, a la larga, el premio Nobel. En 1854
se había casado con la hija de un prestigioso editor de Weimar, Karl Reimer, y
éste, sabedor de su talento, le había hecho caer en la tentación de escribir
una obra para el gran público, una historia de Roma de carácter narrativo,
ajena a la alta erudición de sus estudios filológicos, que se iban ampliando ya
a la numismática, la paleontología y a las demás disciplinas del historicismo
científico en boga en aquellos tiempos. El joven y fogoso profesor dejó de
momento estas preocupaciones y aplicó su enorme capacidad de trabajo en
escribir su obra más popular. La Historia de Roma inauguró una nueva forma de
historiar, una visión holística que incluía no sólo la historia política sino
también el derecho, la filosofía y la arqueología. Sobre todo, no era una
historia de personajes ilustres ni estaba únicamente basada en las fuentes
literarias al uso, sino que seguía las directrices del historiador danés Barthold
Niebhbur sobre el estricto control crítico de la documentación. Mommsen dio
entrada por vez primera a las masas, a la economía, a la geopolítica en una
anticipación de la metodología materialista que más tarde iban a proponer, en
su versión dialéctica, Karl Marx y los sociólogos. Todo ello con un gran
aliento narrativo, una prosa exuberante y un ritmo majestuoso incluso en la
descripción de los temas más áridos. Y algo más, que pronto le fue criticado al
maestro alemán por los más puristas: la obra está escrita con gran pasión y con
continuas referencias a las circunstancias contemporáneas. Quería Mommsen que
su historia sirviera de espejo crítico del presente en el agitado campo de la
política alemana. Se alejaba así también de la ciencia histórica excesivamente
estricta que cultivaban sus colegas eruditos, a los que reprochaba que se
empeñaran en “inquirir especialmente en aquello que no es posible saber, ni
vale la pena”.
La Historia de Mommsen describe la época remota de la
monarquía y las turbulencias de la república romana hasta el año 46 a. C.
cuando en la batalla de Tapsos Julio César resolvió la guerra civil que lo
enfrentaba a Pompeyo y tomó el poder del imperio como monarca, debilitando a la
clase aristocrática en su calidad de líder de la facción demócrata. El libro
acaba con un largo y rendido panegírico de César que llama la atención por su
énfasis apasionado y casi produce rubor por expresiones sorprendentes de
admiración, que no se sabe bien si son sinceras o simplemente interesadas en
relación con la Alemania de su tiempo. Mommsen llega a llamar a Julio César “un
hombre perfecto…el único genio creativo que Roma produjo y el último que nos
dio el mundo antiguo”. Alguien ha sugerido que a Mommsen le traicionaba el
subconsciente y estaba con tanto ditirambo expresando un íntimo deseo de
alcanzar la gloria política y científica, confiado en su avasalladora voluntad
y capacidad de trabajo. La interpretación común es que estaba intentando
dramatizar la necesidad de acabar en Alemania con la frustración de la siempre
retrasada unidad nacional. Parece que pensaba que del caos político sólo se
saldría con la intervención de un “hombre fuerte” como César, cuyos excesos él
creía poder excusar porque consideraba que, en efecto, su genio militar y
político había sido imprescindible para salvar a Roma de un hundimiento
inminente. Así lo explica al final del tercer libro de la Historia con todo
lujo de detalles, opiniones y comparaciones con otras figuras de la historia
(Guillermo de Orange, Cromwell, Napoleón) y con una exposición verdaderamente
exhaustiva de las reformas que César introdujo en la administración, ejército y
economía del imperio en el poco tiempo que pudo ejercer como dictador perpetuo
hasta que fue asesinado en los idus de marzo del año 44 a.C.
Después de su sonado éxito, Mommsen no quiso continuar el
relato histórico y se limitó a publicar un último volumen en 1885 sobre la
administración y la cultura de las provincias romanas. Prefirió no escribir
sobre los muchos “hombres fuertes” que dominaron Roma como emperadores durante
siglos. Quizá la ascensión al poder del canciller Bismarck, primero en Prusia y
luego en la Alemania unificada, le hizo desistir de apelar a un nuevo César
para resolver las problemas del imperio alemán nacido de la guerra
franco-prusiana de 1870. Mommsen había sido diputado en el parlamento de Prusia
y en el Reichstag del imperio sin alcanzar gran relevancia como político y sí
algunos problemas que estuvieron a punto de dar con él en la cárcel por su
oposición al poderoso canciller, un verdadero titán en la política como Mommsen
lo era en la historia. Mientras tanto, había continuado con su imparable
energía su obra científica, que culminó con un tratado exhaustivo sobre el
derecho público de Roma y una última obra sobre el derecho penal romano.
Este personaje extraordinario y prolífico, que escribió más de
1500 obras y tuvo la friolera de 16 hijos acabó su vida exaltado por la fama
pero siempre lastrado por un pesimismo tan apasionado como su ambición. En 1899
se desahogó con amargura en un codicilo que añadió a su testamento. En él pedía
a su familia que evitara que se le hicieran homenajes y biografías: “yo en mi
vida, a pesar de los éxitos externos, no he llegado a ser aquél que debí ser…he
sido siempre animal politicum y quise ser un ciudadano, lo cual no es posible
en esta nación…” ¿Cómo explicar este final tan patético? Mommsen lo tuvo todo
pero quizá su determinación y su afán de perfección le impidieron disfrutarlo.
Como político es verdad que no llegó lejos. Como científico, se resignó a
pensar que su máximo logro había sido su tarea como organizador de la ciencia
alemana en su función como secretario general de la Academia desde 1873. Fue a
la vez un historiador científico cuando trabajó las fuentes romanas y un
aficionado cuando cultivó la historia literaria. En cuanto a lo primero,
reconocía que, en el fondo, su preparación como filólogo había sido
insuficiente. Y, probablemente, no se recuperó de las acusaciones de
amateurismo que saludaron a su Historia de Roma entre los más puristas de los
colegas historiadores. El historiador profesional vive el pasado desde dentro y
no debe usarlo tan abiertamente como hizo Mommsen como comentario intencionado
de la actualidad, sino que se instala en la normalidad de “lo que realmente
ocurrió”, como había sentenciado el patriarca de la nueva historia alemana,
Leopold von Ranke. Mommsen no respetó ese grado de purismo y, para colmo, había
renunciado a ser plenamente un jurista, como había sido su vocación primera.
Seguramente se sentía observado con una cierta displicencia por parte de los
“auténticos” romanistas. Él había dedicado sus mayores esfuerzos al derecho
público y no al tesoro del derecho civil, el verdadero legado de Roma que nunca
ha sido superado. Este, tras la promulgación en Europa de los códigos civiles,
ya no era de aplicación práctica y empezaba a ser estudiado con los métodos de
la crítica textual, cuyo objeto era averiguar el sentido originario de los
textos. Paradójicamente, una de las mayores contribuciones de Mommsen fue
publicar en 1870 la edición crítica del Digesto de Justiniano, la gran
compilación de casos de derecho privado, la última edición y la usualmente
utilizada para esos estudios histórico-críticos.
(MOMMSEN, Theodor: The History of Rome (books 1 to 5), trad
por William P. Dickson; Kindle Books. –CARR, E. C.: What is History? Penguin
Books 1990. –ELTON, G. R.: The Practice of History; Fontana Press, 1967. –WIEACKER,
Franz: Historia del Derecho Privado en la edad moderna; Aguilar 1957. –NOBEL
WORDS: Theodor Mommsen; noblewords.blogspot.com. –NORDEN, Eduard; Prólogo a
Römische Geschichte, gekürzte ausgabe, Leipzig 1932)
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