Para el escritor checo, la literatura es un asunto que
debe superar el ego y los novelistas deben ser todo, menos personalidades
públicas.
Eterno candidato al Nobel de Literatura, autor de la
reconocida novela La Insoportable levedad del ser, es uno de los pocos
escritores que ha publicado su obra en la colección francesa La Pléiade. Se ha
destacado no sólo por sus novelas sino también por su trabajo dedicado al
ensayo, la poesía y el teatro. Nos referimos al escritor checo Milan Kundera,
nacido el 1° de abril de 1929 en Brno, Checoslovaquia.
Hoy, reproducimos el discurso que pronunció en 1985 al
recibir el Premio Jerusalén de Literatura, que los han recibido autores como
Simone de Beauvoir, Octavio Paz, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa o Haruki
Murakami.
La risa de Dios
El hecho de que el premio más importante que otorga
Israel esté destinado a la literatura internacional no es, me parece a mí, una
consecuencia del azar, sino de una larga tradición. En efecto, son las grandes
personalidades judías las que, alejadas de su tierra de origen, educadas por
encima de las pasiones nacionalistas, han mostrado siempre una sensibilidad excepcional
hacia una Europa supranacional concebida no como territorio, sino como cultura.
Si los judíos, incluso después de haber sido trágicamente decepcionados por
Europa, han permanecido, sin embargo, fieles a ese cosmopolitismo europeo,
Israel, su pequeña patria al fin reencontrada, surge ante mis ojos como el
verdadero corazón de Europa, un extraño corazón situado más allá del cuerpo.
Con una gran emoción recibo hoy el premio que lleva el
nombre de Jerusalén y la marca de ese gran espíritu cosmopolita judío. Lo
recibo como novelista. Subrayo, novelista; no digo escritor. Novelista es aquel
que, según Flaubert, desea desaparecer detrás de su obra. Desaparecer detrás de
su obra: esto quiere decir renunciar al papel de personalidad pública. Ello no
es fácil en la actualidad, en la que todo lo importante, por poco que sea, debe
pasar por la escena insoportablemente iluminada de los mass media; los cuales,
contrariamente a la intención de Flaubert, hacen desaparecer la obra detrás de
la imagen de su autor. En esta situación, a la que nadie puede escapar por
entero, la observación de Flaubert se me presenta casi como una puesta en
guardia: prestándose al papel de personalidad pública, el novelista pone en
peligro su obra, que corre el riesgo de ser considerada como un simple apéndice
de sus gestos, de sus declaraciones, de sus tomas de posición. Pues bien, el
novelista no sólo no es el portavoz de nadie, sino que yo llegaría a decir que
ni siquiera es el portavoz de sus propias ideas. Cuando Tolstoi escribió el primer
esbozo de Ana Karenina, Ana era una mujer antipática y estaba justificado y se
merecía su fin trágico.
La sabiduría de la novela
La versión definitiva de la novela es muy diferente.
Pero no creo que Tolstoi, de una versión a otra, cambiara de ideas morales; yo
diría más bien que, mientras la escribía, escuchaba una voz distinta de la de
su propia convicción moral. Escuchaba lo que a mí me gustaría llamar la
sabiduría de la novela. Todos los verdaderos novelistas están a la escucha de
esa sabiduría suprapersonal, lo que explica que las grandes novelas sean
siempre un poco más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más
inteligentes que sus obras deberían cambiar de oficio.
Pero ¿qué es esta sabiduría, ¿qué es la novela? Hay un
proverbio judío admirable: «El hombre piensa, Dios ríe». Inspirado por esta
sentencia, me gusta imaginar que François Rabelais oyó un día la risa de Dios y
que fue así como nació la idea de la primera gran novela europea. Me complazco
en pensar que el arte de la novela vino al mundo como el eco de la risa de
Dios.
Pero ¿por qué se ríe Dios contemplando al hombre que
piensa? Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque cuanto más
piensan los hombres, más se aleja el pensamiento del uno del pensamiento del
otro. En fin, porque el hombre nunca es lo que imagina ser. Es en el alba de
los tiempos modernos cuando se revela esta situación fundamental del hombre
salido de la Edad Media: Don Quijote piensa, Sancho piensa, y no sólo se les
escapa la verdad del mundo, sino también la verdad de su propio yo. Los
primeros novelistas europeos vieron y entendieron esta nueva situación del
hombre, y sobre ella fundaron el arte nuevo, el arte de la novela.
François Rabelais inventó muchos neologismos que luego
entraron a formar parte de la lengua francesa y de otras lenguas, pero una de
esas palabras ha permanecido olvidada, y ello es de lamentar. Es la palabra
agélaste; está tomada del griego y quiere decir el que no ríe, el que no tiene
sentido del humor. Rabelais detestaba a los agélastes. Tenía miedo de ellos. Se
quejaba de que fuesen tan atroces con respecto a él que a causa de los mismos
había estado a punto de dejar de escribir, y para siempre.
No existe paz posible entre el novelista y el
agélaste. No habiendo escuchado nunca la risa de Dios, los agélastes están
persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo
mismo y que ellos son exactamente lo que imaginan ser. Pero es precisamente al
perder la certidumbre de la verdad y, el consentimiento unánime de los otros
cuando el hombre deviene individuo. La novela es un paraíso imaginario de los
individuos. Es el territorio donde nadie está en posesión de la verdad, ni Ana
ni Karenina. Ha sido en el arte de la novela donde, durante cuatro siglos, se
confirmaba, se creaba, se desarrollaba el individualismo europeo.
En el tercer libro de Gargantúa y Pantagruel, Panurgo,
el primer gran personaje novelesco que ha conocido Europa está atormentado por
la pregunta: ¿debe casarse o no? Consulta a médicos, a videntes, a profesores,
a poetas, a filósofos, quienes a su vez le citan a Hipócrates, Aristóteles,
Homero, Heráclito, Platón. Pero después de todas esas enormes investigaciones
eruditas, que ocupan todo el libro, Panurgo sigue ignorando si debe o no debe
casarse. Nosotros, los lectores, tampoco lo sabemos, pero en cambio hemos
explorado desde todos los puntos de vista posibles la situación, tan cómica
como elemental, de aquel que no sabe si debe casarse o no.
La erudición de Rabelais, tan grande como era, tiene,
pues, un sentido distinto que la de Descartes. La sabiduría de la novela es
diferente de la de la filosofía. La novela no nace del espíritu teórico, sino
del espíritu del humor. Uno de los fracasos de Europa es el de no haber
comprendido nunca el arte más europeo: la novela; ni su espíritu, ni sus
inmensos conocimientos y descubrimientos, ni la autonomía de su historia. El
arte inspirado por la risa de Dios es, por esencia, no tributario, sino
contradictor de las certezas ideológicas. A imitación de Penélope, deshace
durante la noche la tapicería que los teólogos, los filósofos, los sabios han
tejido la víspera.
El siglo XVIII
En los últimos tiempos se ha tomado la costumbre de
hablar mal del siglo XVIII, habiéndose llegado hasta el siguiente tópico: la
desdicha del totalitarismo ruso es obra de Europa, de su filosofía,
especialmente del racionalismo ateo del Siglo de las Luces, de su creencia en
la omnipotencia de la razón. No me siento capacitado para polemizar con los que
hacen a Voltaire responsable del Gulag. En cambio, sí me siento capacitado para
decir: el siglo XVIII no es sólo el de Rousseau, de Voltaire, de Holbach, sino
también (¡sino sobre todo!) el de Fielding, de Sterne, de Goethe, de Laclos.
De todas las novelas de esa época, Tristram Shandy, de
Laurence Sterne, es mi preferida. Una novela curiosa. Sterne la comienza con la
evocación de la noche en que fue concebido Tristram; pero apenas empieza a
hablar de ello cuando en seguida le seduce otra idea, y esta idea, mediante una
libre asociación, le recuerda otra reflexión distinta, luego otra anécdota diferente,
de suerte que una digresión sigue a la otra y Tristram, el héroe del libro, se
ve olvidado durante un buen centenar de páginas. Esta forma extravagante de
narrar la novela podría aparecer como un simple juego formal. Pero en el arte
la forma es siempre algo más que una forma. Cada novela, de grado o por fuerza,
propone una respuesta a la pregunta ¿qué es la existencia humana y dónde reside
su poesía? Los contemporáneos de Sterne -Fielding, por ejemplo- supieron sobre
todo saborear el extraordinario encanto de la acción y la aventura. La
respuesta que se sobreentiende en la novela de Sterne es diferente: la poesía,
según él, no reside en la acción, sino en la interrupción de la acción.
Es posible que indirectamente se haya entablado aquí
un gran diálogo entre la novela y la filosofía. El racionalismo del siglo XVIII
se apoya en la famosa frase de Leibniz nihil est sine ratione. Nada de lo que
es lo es sin razón. La ciencia, estimulada por esta convicción, examina con
encarnizamiento el porqué de todas las cosas, de manera que todo lo que es
parece explicable y, por consiguiente, calculable. El hombre que quiere que su
vida tenga un sentido renuncia a cada gesto que no tuviera su causa y su
finalidad. Todas las biografías están escritas así. La vida aparece como una
trayectoria luminosa de causas, efectos, fracasos y éxitos, y el hombre,
fijando su mirada impaciente en el encadenamiento causal. de sus actos, acelera
todavía más su loca carrera hacia la muerte.
Frente a esta reducción del mundo a la sucesión
causal, de acontecimientos, la novela de Sterne, únicamente con su forma,
afirma: la poesía no está en la acción, sino allí donde la acción se detiene;
allí donde el puente entre una causa y un efecto se ha roto y donde el
pensamiento vagabundea en una dulce libertad ociosa. La poesía de la existencia
dice la novela de Sterne, está en la digresión. Está en lo incalculable. Está
al otro lado de la causalidad. Es una poesía sine ratione, sin razón. Está al
otro lado de la frase de Leibniz.
No se puede, pues, juzgar el espíritu de un siglo
exclusivamente por sus ideas, sus conceptos teóricos, sin tomar en
consideración el arte y, en particular, la novela. El siglo XIX inventó la
locomotora, y Hegel estaba seguro de haber aprehendido el espíritu mismo de la
historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que éste
es el descubrimiento más grande de un siglo tan orgulloso de su razón
científica.
Por supuesto, incluso antes de Flaubert no se dudaba
de la existencia de la necedad, pero se la entendía de manera un poco
diferente: estaba considerada corno una simple carencia de conocimientos, un
defecto corregible mediante la educación. Pues bien, en las novelas de
Flaubert, la necedad es una dimensión inseparable de la existencia humana. Acompaña
a la pobre Emma a través de su vida hasta su lecho de amor y hasta su lecho de
muerte, por encima del cual dos agélastes famosos, Homais y Bournisien, van a
seguir intercambiando largamente sus inepcias como una especie de oración
fúnebre. Pero lo más chocante, lo más escandaloso en la visión flaubertiana de
la necedad es esto: la necedad no se disipa ante la ciencia, la técnica, el
progreso, la modernidad; por el contrario, con el progreso, ¡ella también
progresa!
Con una pasión perversa, Flaubert coleccionaba las
fórmulas estereotipadas que alrededor de él pronunciaban las gentes para
parecer inteligentes y demostrar que estaban al día. Con ellas compuso un
célebre Diccionario de las ideas recibidas. Sirvámonos de este título para
decir: la necedad moderna no significa ignorancia, sino falta de reflexión
sobre las ideas recibí das. El descubrimiento de Flaubert es más importante
para el porvenir del mundo que las más inquietantes ideas de Marx o de Freud.
Porque es posible imaginar el futuro sin la lucha de clases o sin el
psicoanálisis, pero no sin la irresistible ascensión de las ideas recibidas,
que, inscritas en los ordena dores, propagadas por los mass media, amenazan con
llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e
individual y ahogue así la esencia misma de la cultura europea de los tiempos
modernos.
Enemigo de lo ‘kitsch’
Unos 80 años después de que Flaubert imaginara su
Emina Bovary, en los años treinta de nuestro siglo, un gran novelista, el
vienés Hermann Broch, escribiría: «La novela moderna intenta heroicamente
oponerse a la ola kitsch, pero acabará por verse abatida por lo kitsch». La
palabra kitsch, nacida en Alemania a mediados del siglo pasado, designa la
actitud del que quiere agradar a cualquier precio y al mayor número posible de
personas. Para agradar es necesario confirmar lo que todo el mundo quiere oír,
estar al servicio de las ideas recibidas. Lo kitsch es la traducción de la
necedad de las ideas recibidas al lenguaje de la belleza y de la emoción. Nos
arranca lágrimas de enternecimiento por nosotros mismos, por las trivialidades
que pensamos y sentimos. Hoy, después de 50 años, la frase de Broch deviene
todavía más cierta. Vista la imperativa necesidad de agradar y de obtener así
la atención del mayor número posible de personas, la estética de los mass media
es inevitablemente la de lo kitsch; y a medida que los mass media cercan e
infiltran nuestra vida, lo kitsch se va convirtiendo en nuestra estética y
nuestra moral cotidianas. Las personalidades políticas son juzgadas por los
votos de la popularidad; los libros, por las listas de los best sellers. Hasta
una época reciente, el modernismo significaba una rebelión no conformista
contra las ideas recibidas y lo kitsch. Hoy, la modernidad se confunde con la
inmensa vitalidad mediática, y ser moderno significa un esfuerzo desenfrenado
por estar al día, por estar conforme, por estar todavía más conforme que los
demás. La modernidad se ha vestido con la ropa de lo kitsch.
Los agélastes, la no-reflexión de las ideas recibidas,
lo kitsch, son el único y el mismo enemigo tricéfalo del arte nacido como el
eco de la risa de Dios, y que ha sabido crear ese fascinante espacio imaginario
en el que nadie está en posesión de la verdad y en el que cada uno tiene el
derecho de ser comprendido. Este espacio imaginario de la tolerancia nació con
la Europa moderna, es la imagen de Europa, o al menos nuestro sueño de Europa,
sueño traicionado muchas veces, pero, no obstante, lo suficientemente fuerte
como para unirnos a todos en la fraternidad que rebasa con mucho el pequeño
continente europeo. Pero sabemos que el mundo de la tolerancia (la tolerancia,
imaginaria, de la novela y la tolerancia, real, de Europa) es frágil y
perecedero. Se ven en el horizonte los ejércitos de agélastes que nos acechan.
Y precisamente en estos tiempos de guerra no declarada y perpetua, y en esta
ciudad de destino tan dramático y cruel, yo me he decidido a no hablar más que
de la novela. Posiblemente hayan comprendido ustedes que no se trata de una
forma de evasión por mi parte ante las cuestiones llamadas graves. Porque si la
cultura europea me parece hoy amenazada, si lo está desde el exterior y desde
el interior en lo que tiene de más valor -su respeto por el individuo, por su
pensamiento original y su vida privada-, me parece que esta valiosa esencia del
individualismo europeo está depositada, como en una caja de plata, en la
sabiduría de la novela. Es a esa sabiduría a la que quería rendir homenaje en
este discurso de agradecimiento. Pero ha llegado el momento de detenerme.
Estaba olvidando que Dios se ríe cuando me ve pensar.
hjck.com
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