«Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la
soledad de los campos...»
Marcela la pastora dirigiéndose a la multitud que la
calumnió, Capítulo XIV del Quijote
El
Manco de Lepanto o Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes siguió al pie
de la letra las recomendaciones dadas por Oscar Wilde trescientos años después:
para decirles la verdad a los hombres, hay que hacerlos reír, de lo contrario,
te matarán. Y no está de más agregar que Borges destaca, por sobre todas las
virtudes de Wilde, la de tener razón, la de dar siempre en el clavo.
Cervantes,
sin fortuna y menesteroso, hombre de acción más que de letras, en los años que
anduvo lejos de su tierra vivió rodeado de hombres en el imperio de los
hombres: el de la guerra, los engaños, las venganzas, el largo y arbitrario
encierro.
Regresó
envejecido y tullido a su hogar; un hogar que siempre fue, a la fuerza,
matriarcal, regido exclusivamente por mujeres: tres hermanas, esposa, sobrina,
hija, dos vecinas y una criada. En una vida emancipada de toda dependencia
masculina. [1]
Es bastante impresionante cómo un soldado del
1600, con o sin intención, pudo burlarse de tantas cosas consideradas social y
culturalmente sagradas, para revelarnos con humor y simpleza: el valor y el
honor pueden ser llanamente locura, estupidez. La poesía, un cúmulo de
falsedades y exageraciones. El amor y el suicidio, un síntoma de ego
exacerbado. La mujer, un sujeto que se concebía en la mente del hombre por
medio de todo lo anterior.
Así lo hizo
Cervantes. Nos centraremos en esto último, en los episodios donde describe -con
gracia y maestría, para no ser degollado- la necedad del sexo masculino que
construía al bello sexo según sus demandas, a
partir del personaje de Grisóstomo y del mismo Quijote. Y segundo y más
inesperado, cómo la mujer aludida por Grisóstomo, Marcela, entra en escena para
desdecir las calumnias y dar uno de losdiscursos más emblemáticos de la Literatura sobre
la libertad de la mujer y la libertad individual en general.
En el mero principio vemos cómo el
esquizofrénico hidalgo Alonso Quijano se arma como poderoso caballero y muda su
nombre a Don Quijote de la Mancha, el de la Triste Figura según Sancho, y más
adelante, el caballero de los Leones según él mismo.
De igual manera arbitraria y delirante en que
se pone nombre y más adelante trueca los molinos por gigantes, saca de la
galera una enamorada a quien dedicarle sus faenas, como tenía entendido hacían
todos los caballeros… de la literatura. [2]
Digo
que no puede ser que haya caballeros andantes sin dama, porque tan propio y
natural les es a los tales enamorados como al cielo tener estrellas.
Así
es que revuelve en su memoria y recuerda a una muchacha cualquiera, de quien él un tiempo
anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni
se dio cata de ello. Llamábase
Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus
pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase
y encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso,
porque era natural del Toboso; nombre a su parecer, músico y peregrino y
significativo…
Aldonza, una humilde y ordinaria campesina que
deviene bellísima reina de toda una comarca -de alto linaje, prosapia y
alcurnia-, por puras imaginerías de un hombre desquiciado. Ella jamás aparece
en cuerpo en la novela ni se entera de que es aludida por el hidalgo ni sabe
que este hidalgo existe, pero es tan evocada y mentada, que se la considera un
personaje más (palabras de Joaquín Casalduero, cervantista español).
Con poco, Cervantes nos muestra un loco con
características del hombre promedio histórico que llega a nuestros días, bien
tildado machista, que a partir de una mujer de carne y hueso, sin la menor
intención de conocerla ni intercambiar palabra, fabula un ideal o arquetipo de
ella adaptada a los ojos y a las necesidades particulares del varón.
“…no existe sociedad [de hombres] que no endose
algún tipo de mistificación de la mujer y de lo femenino, que no tenga algún
tipo de culto a lo materno, a lo femenino virginal, sagrado, deificado…” (Segato, 2003)
Ella
no es ella, ella es lo que él quiere que sea.
No importa cuán bien la adorne o la tenga en consideración, incluso por este
mismo trato adulador y condescendiente, demuestra su posición de superioridad;
como aquellos gestos “caballerescos” de ceder asientos o el paso ante seres
convalecientes.
Aun si estas características apócrifas resultan “positivas” o
favorecedoras (sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arco del
cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus
dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura
nieve...) muestran perfectamente un narcisismo esencial que no permite a la
mujer construirse a sí misma, sin antes pasar por el lente del varón, cual obra
de arte, bello objeto de adorno y devoción sin voluntad (ver Male Gaze o “mirada masculina”).
Este
proceso según Barthes puede denominarse anulación:
Explosión
del lenguaje en el curso del cual el sujeto llega a anular al objeto amado bajo
el peso del amor mismo: por una perversión típicamente amorosa, lo que el
sujeto ama es el amor y no el objeto. [3]
Para
colmo del cinismo, como ilustra luego el Manco de Lepanto, la hembra, encima, tiene el deber de mostrarse agradecida
por aquel amor implícito que se desprende de su idealización y desfiguración.
La gracia de este primer trance quijotesco es
mostrar precisamente la inexistencia del sujeto Dulcinea, ante la constante
evocación -ilusoria- masculina. Este suceso era y sería una constante en la
literatura occidental, que Cervantes decide ridiculizar con el recurso
literario de la hipérbole:
la desmedida descripción de una señora totalmente ausente y fantasmal.
Sin embargo, el escritor manchego, todavía va más
lejos, y en otro episodio con la misma mecánica, el hombre adorador de su
objeto ausente, rompiendo con todos los cánones, hace irrumpir y hablar a la
mujer, quien brinda su libertaria y subversiva visión de los hechos, dando uno
de los discursos más emblemáticos de la literatura sobre la libertad de la
mujer en particular, pero sobre todo, de la libertad humana en general. Es la
historia de Grisóstomo y Marcela, en los capítulos XIII y XIV del Quijote
La mujer libre, en
sus propias palabras [4]
Grisóstomo, estudiante de la ya histórica Universidad
de Salamanca, mozuelo compositor de coplas, decían
que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasa allá en el cielo el sol
y la luna, porque puntualmente nos decía el cris (eclipse) del sol y de la luna;
aunque rico, un día aparece vestido de pastor, con su cayado y pellico, por el
único motivo de andarse por estos
despoblados en pos de aquella pastora Marcela.
La conoció al
pie de la peña, donde está la fuente del alcornoque y se enamoró
inmediatamente; y allí, por el mismo motivo, es enterrado. El desenlace fatal
del suicidio del estudiante y poeta (teniendo en cuenta que el Concilio de
Trento celebrado entre 1545 y 1563 prohibía y proscribía el suicidio en la
literatura) sólo podía tener una causa: el infeliz desaire de la pastora. Don
Quijote y Sancho son invitados a su público entierro que alborota los
arrabales, mientras un elocuente cabrero recuenta el suceso en sus detalles.
En resumen: dicen, aseguran, que Grisóstomo es bueno
por amarla, Marcela es mala por no corresponder, luego Marcela es peor por ser
motivo y causa del suicidio de aquel, la virtual asesina.
Marcela cuando llegó
a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que
tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella.
Ella tolera el acercamiento de los hombres pero por pura amabilidad, y también
con cortesía rechaza sus ofrecimientos, que los vuelve cretinos y despectivos. Su afabilidad y hermosura atrae los
corazones de los que la tratan a servirla y amarla; pero su desdén y desengaño
los conduce a términos de desesperarse, y así, no saben qué decirle, sino
llamarla a voces cruel y desgraciada.
A Marcela la llaman primero rapaza, inaugurando la agresiva adjetivación que la acompañará en
cada una de sus menciones posteriores: endiablada,
melindrosa, pastora homicida, enemiga mortal del linaje humano, fiero basilisco
de estas montañas… Que nos recuerda los clásicos epítetos: histérica,
frígida, etc. También podemos hacer analogías con nuestro tango de desamor e
injurias, hombre lacrimógeno y patético que no puede olvidar a la ingrata, malagradecida y soberbia.
Con brutal honestidad se revelan las razones de
aquellas inmerecidas descalificaciones, y Cervantes bien podría estar
describiendo aquí uno de los ejes
psicológicos del machismo y la fragilidad de la masculinidad: en el rechazo,
el hombre es incapaz de soportar dignamente la afrenta a su ego, la ofensa de
no ser correspondido por un ser que considera inferior, pues él es uno superior. Esto es el presente: hombres que
abordan mujeres con las más lisonjeras –y brutales- palabras; y ante una
negativa, se tuercen, se alteran, y escupen su odio sobre el reciente objeto de
deseo, que es ahora su enemigo. En nuestros días no se da menos este suceso en
la vida real que en la virtual.
Marcela también hija de rico, decide no casarse y
convertirse en pastora trashumante, y no se piense que porque se puso en aquella libertad y vida tan
suelta y de tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni
por semejas, que venga en su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna
pequeña esperanza de alcanzar su conversación de los pastores, y los trata
cortés y amigablemente. Que puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y
llegando a descubrirle su intención cualquiera de ellos, aunque sea tan justa y
santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco.
Grisóstomo, el poeta suicida, procedió así de una
manera típicamente masculina: se obsesionó patológicamente con una mujer, que
al fin no le correspondió, es decir, lo ignoró olímpicamente (¿podríamos decir
que fue despachado a la friend-zone? ¿ese abstracto sitio creado exclusivamente
por los hombres para los hombres?). Como ya dijimos y sabemos, un hombre
raramente puede soportar la indiferencia de un ser que considera menos que él
–aunque en sus poesías la eleve a ángel, o a flor, o a monárquica princesa.
La voluntad -unilateral- del hombre de amar a una
mujer, suele ser razón suficiente para que aquella se arrastre a sus pies. ¿Cómo no amarme a mí que tanto te adoro, que
tanto te amo, que doy la vida entera por ti…?
Funeral
de Grisóstomo
Su último escrito salvado del fuego, al que estaban condenados
todos sus papeles puestos alrededor del muerto, como si su poesía fuera su
sarcófago o su condena, tiene todas las características que revelan su nombre,
“Canción desesperada”, que posee las características de la poesía redentora:
busca la expiación, ganar sobre el amor perdido en el papel, ya no en vida.
Este es el lado bello de la poesía, el efecto terapéutico para el autor, la
sublimación de su desesperación, el embriagamiento del que lee. Pero su lado
mezquino queda expuesto: es una defensa del amador, una infamia para el amado.
[5]
Ese cuerpo, que
con piadosos ojos estáis mirando, es el de Grisóstomo, único en ingenio,
solo en la cortesía, dice su amigo y albacea Ambrosio. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó
a un mármol, corrió tras el viento, dió voces a la soledad, sirvió a la
ingratitud. Alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la
carrera de su vida, a la cuál dió fin una pastora a quien él procuraba
eternizar para que viviera en la memoria de las gentes…
En pocas palabras, sucede un juicio en que una sola de
las partes tiene voz. Pero a todo esto, aparece Marcela en persona, para poner
a todos en su lugar «Ambrosio: -¿Viene a ver, por ventura, ¡oh fiero
basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas
deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida, o vienes a ufanarte en las
crueles hazañas de tu condición…? «-No vengo, oh Ambrosio, a ninguna cosa de las que has
dicho –respondió Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán
fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo
me culpan…
«Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de
tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi
hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo
obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha
dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser
amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. […] Y,
según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario,
y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que
rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien?
Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo
que me quejara de vosotros porque no me amábades? […]
«Yo nací libre, y
para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las
claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas
comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta
lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y
si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a
Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que
antes le mató su porfía que mi crueldad.
«Y si se me hace cargo que eran honestos sus
pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que,
cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la
bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y
de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi
hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza
y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de
su desatino? «Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara,
hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó
sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la
culpa! (explicación sobre el histerismo) Quéjese el engañado, desespérese aquel
a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare,
ufánese el que yo admitiere; pero no me
llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito».
«El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por
destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado. Este general
desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y
entiéndase, de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso
ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los
desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala;
el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien
cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y
esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera.
«Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado
deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi
limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el
que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
propias y no codicio las ajenas; tengo
libre condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No
engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro.
La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras
me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí
salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a
su morada primera.» [6]
Este descaro, para colmo, no tuvo al instante
consecuencias morales, como podría esperarse: un hombre que lea aquello podría
soportar esta larga disertación sobre el amor libre, el derecho de una mujer a
la soledad y autonomía, si en el siguiente acto un rayo celestial castigase a
la insurrecta, agitadora, sediciosa y alborotadora.
Suerte para ellos -y gracias a ellos-, el noventa por
ciento de la población femenina era iletrada por aquellos días; ¿qué ideas
secretas podrían sembrar estas palabras en una hija o esposa, que se entere que
no solo una mujer vivía a su manera, libre; y que, para colmo, esa joven no
padeció consecuencias de tales actos subversivos?
Cervantes puso en boca de Marcela, una pastora del
siglo XVII, semejante oprobio que adolece de anacronismo: Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los
campos…
Relacionar las palabras de Marcela únicamente con un
feminismo actual a la orden del día, extemporáneo, una valía del género
femenino del que no se esperaba nada, es tergiversar y al mismo tiempo limitar
los alcances de la circunstancia: quién habla aquí, es un despertar de la
inteligencia misma, una batalla contra la manipulación humana, contra el rumor
social, contra la calumnia naturalizada, pero no en nombre de la verdad
objetiva, o de la Humanidad, sino de la libertad individual, el derecho a
elegir el propio camino a pesar de las convenciones.
No es una enseñanza moral sobre el deber o los deberes
del hombre (a la hora de amar, por ejemplo) a la manera francesa, sino al
respeto de las decisiones de vida, cualquiera sean estas. Si Grisóstomo quiso
amarla, escribir sobre ella, idealizarla, matarse, allá él; pero no puede
trasladarse la culpa a la persona aludida, creada por él.
La excusa de Cervantes, como dijimos al principio, es
ilustre y genial: todo lo disfraza de parodia, con humor, sarcasmo, ironía y
escarnio. De todo se burla a través un recurso llamado ficción -y metaficción
también- que él modificaría para siempre, hasta llegar hasta nuestros días.
Bruno del Barro
23/08/18
[1] “Mujeres en la vida de Cervantes” en
heroinascervantinas.wordpress.com; proyecto interdisciplinar del IES Calderón
de la Barca. Y “Cervantes y las mujeres” (2007), por Juana Vázquez.
[2]“El libro es menos su existencia que su deber. [El
Quijote] ha de consultarlo sin cesar a fin de saber qué hacer y qué decir y qué
signos darse a sí mismo y a los otros para demostrar que tiene la misma
naturaleza que el texto del que ha surgido.”
Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault
[3] Barthes señala algo parecido en el joven Werther y
su objeto adoratorio: “Carlota es muy insulsa; es el pobre personaje de una
escenificación fuerte, atormentada, brillante, montada por el sujeto Werther;
[…] adorado, idolatrado, increpado, cubierto de discursos, de oraciones; se
diría una gran paloma, inmóvil, encogida bajo sus plumas, en torno de la cual
gira un macho un poco loco.”
Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Roland
Barthes
[4] Huelga enunciar un hecho paradójico y enojoso de
la historia, pero inevitable, la contracara de las palabras de Simone de
Beauvoir: la necesaria complicidad entre los opresores para con lo oprimidos:
hubo una época extensa en que el mundo era gobernado de manera omnipresente por
señores relegando a la otra mitad de la humanidad, y por lo tanto, para que
esto cambie, fue necesario la primigenia connivencia de algunos hombres, en
diferentes esferas: aquel que se esforzó porque su hija aprendiese a leer y
escribir; aquellos primeros humanistas que consideraron una ofensa tener a una
esposa como una propiedad más; cualquier recinto de poder cien por cien varonil
que tuvo que decidir en algún momento, por la fuerza de los tiempos, la
incorporación de representantes femeninas. La primera generación de mujeres
educadas, debieron serlo a través de los ya formados hombres.
Y para mencionar casos concretos, Pierre Curie a
principios del 1900, renegando con la academia sueca porque Marie no era su
esposa y secretaria sino su par, y le sea concedido por lo tanto el Nobel;
Borges, menciona en diversas circunstancias, la ridiculez de una enseñanza
desigual según el sexo; el astrofísico Carl Sagan protestando por la
incorporación de mujeres en los conservadores círculos científicos; Perón y el
voto femenino; etc.
Por lo tanto, era inevitable que alguna vez sea un
hombre de la literatura, como Cervantes, quien admitiera una voz femenina en
sus escritos, y no cualquier voz, sino una con tintes insurrectos.
También Sócrates, en pluma de Platón, proyectó la
imperiosa necesidad de educar a la mujer para la clase guerrera de la
república.
[5] Ya que quieres,
cruel, que se publique
de lengua en
lengua y de una en otra gente
haré que el mesmo
infierno comunique
del áspero rigor
tuyo la fuerza,
al triste pecho
mío un son doliente…
[6] La refutación de esta tesis, su perfecta antítesis,
puede encontrarse aquí:
-“El falso feminismo de la pastora Marcela en el
Quijote de Cervantes”
-El discurso de Marcela en el Quijote (I, 14), Miguel
de Cervantes, Quijote [1605], I, 14: El discurso de Marcela.
El profesor español Jesús G. Maestro niega
rotundamente el feminismo de Marcela, a su parecer manipulado por las
posmodernas, por “irreal, idealista y metafísica”. Maestro no tolera esta tesis
anacrónica de un feminismo feudal; sin embargo, sospecho una antipatía
preexistente y quizá personal con el feminismo de la cuarta ola.
Como digo, Maestro critica la actualidad que extraen
de un discurso muy lejano, sin embargo, él mismo realiza un análisis
exigiéndole a Marcela (a Cervantes) criterios sartreanos y de materialismo
histórico a un texto ligero del 1600. No obstante, es una autoridad y sabe de
lo que habla:
«“Yo nací libre”. ¿Nació libre? ¿Desde cuándo? ¿Libre
de quién? ¿Libre de qué? ¿Libre de mantenerse a cargo de su tío el beneficiado
(de los diezmos que la Iglesia cobra a los demás), y de las rentas heredadas de
sus propios y ricos padres? ¿Libre de determinaciones biológicas, sexuales,
sanitarias, económicas, cronológicas, políticas y étnicas? No cabe mayor
idealismo, ni más seductor, que afirmar acríticamente que uno, o una, “nace
libre”, como si fuera posible nacer al margen de un Estado, que antes de
veinticuatro horas ya ha registrado tu nombre en el Juzgado de tu municipio, o
de la Iglesia católica, que en unos días hace lo propio registrándote en el
código de los bautizados en Cristo, incluso en aquellas sociedades que,
naturales, como numerosas tribus de primitivos contemporáneos, carecen de Estado
que los civilice.
¿De qué libertad habla Marcela, sino de la libertad de
los sofistas, de los que convencen con argumentos falsos? Y no satisfecha con
la primera afirmación, insiste en que “para poder vivir libre” escogió la “soledad
de los campos”, como si en la soledad fuera posible ejercer libertad alguna, y
como si en un mundo montaraz y asilvestrado, ajeno a la sociedad política,
hubiera más y mejor libertad que dentro de un Estado de Derecho. Marcela
pretende constituir ella sola una sociedad natural en la que ella misma es el
único miembro. Es la clase única formada por un solo elemento. El conjunto
unívoco.»
perrosverdes.jimdo.com
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