domingo, 3 de febrero de 2019

¿El derecho al crimen? Un fragmento de Crimen y castigo


Todo el quid está en que en su artículo (Hace referencia a un artículo que publicó Raskólnikov en Palabra periódica) divide usted a los hombres en ordinarios y extraordinarios. Los hombres vulgares deben vivir en la obediencia y no tienen derecho a infringir las leyes, por el hecho mismo de ser vulgares. Pero los extraordinarios tienen derecho a cometer toda suerte de crímenes y a infringir de todas las maneras las leyes, por el hecho mismo de ser extraordinarios. Así me parece que decía usted, si no estoy equivocado.

–pero ¿Qué es eso? ¡eso no puede ser! –gruño Razúmijin perplejo.
Raskólnikov volvió a sonreírse. Comprendía al fin, de qué se trataba y por qué lo querían hacer hablar: recordaba su artículo.  Decidióse a aceptar el reto.
–No es eso enteramente lo que yo decía –declaró sencillamente y en voz alta–, aunque lo reconozco, usted ha expuesto mi idea casi fielmente y, si usted se empeña, con absoluta fidelidad…–parecía como que le agradaba reconocer esa fidelidad absoluta–. La diferencia consiste tan sólo en que yo no sostenía ni remotamente que los hombres extraordinarios estuviesen obligados y hubiesen, sin remisión, de cometer siempre toda suerte de actos deshonrosos, según usted dice. Me parece incluso que la censura no lo hubiera dejado pasar. Yo me limitaba sencillamente a insinuar que los individuo extraordinarios tenían derecho (claro que no un derecho oficial) a autorizar a su conciencia a saltar por encima de… ciertos obstáculos, y únicamente en el caso en que la ejecución de su designio (Salvador, a veces, acaso para la humanidad toda) así lo exigiere. Usted ha tenido a bien decir que mi artículo no estaba claro; yo estoy dispuesto a explicárselo a usted hasta donde pueda. Es posible que no me equivoque si supongo que usted así lo desea; pues dígalo. A juicio mío, si los descubrimientos de Kepler y Newton, por consecuencia de ciertos enredos, no hubiesen podido llegar a conocimiento de los humanos de otro modo que mediante el sacrificio de la vida de uno, diez, cien o más hombres, que se opusiesen a ese descubrimiento o se atravesasen en su camino como obstáculos, Newton, entonces, hubiese tenido derecho a asesinar a quien se le antojase, sin ton ni son, ni a ir todos los días a robar a la plaza. Recuerdo, además que yo, en mi artículo, desarrollaba la idea de que todos…, digamos  por ejemplo, los legisladores y fundadores de la humanidad, empezando por los más antiguos y continuando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera, etcétera, todos, desde el primero hasta el último, habían sido criminales aunque no fuese más que porque, el promulgar leyes nuevas, abolían las antiguas, tenidas por sagradas para la sociedad y los antepasados, y seguramente no habrían de detenerse ante la sangre, siempre que ésta (vertida a veces con toda inocencia y virtud, en defensa de las viejas leyes) pudiera servirles. Es también significativo que la mayor parte de esos bienhechores y fundadores de la humanidad fueran unos sanguinarios, especialmente feroces. En resumen: yo concluía de ahí que todos los individuos, no ya grandes, sino aquellos que se apartasen un poco de la vulgaridad, esto es, aun los capaces de decir algo nuevo, vienen obligados, por su propia naturaleza, a ser criminales sin remisión…, en mayor o menor grado, naturalmente. De otra suerte, difícil sería salir de la vulgaridad, y ellos no pueden avenirse a quedarse en ella, hasta por razón de su misma naturaleza, y, en mi opinión, están incluso obligados a no avenirse a ello. En Resumen: que, como usted ve, esto, hasta ahora, apenas tiene nada de particularmente nuevo. Esto se ha impreso y se ha leído miles de veces. Por lo que hace a mi distinción entre ordinarios y extraordinarios, estoy de acuerdo en que es algo arbitraria; pero yo no cifraba citas exactas. Yo solo tengo fe en mi idea esencial: la que consiste concretamente en decir que los individuos, por ley de Naturaleza, divídense,  en términos generales, en dos categorías la inferior (las de los vulgares),es decir, si se me permite la frase, la material, únicamente provechosa por la procreación de semejantes, y aquella otra, de los individuos que poseen el don o el talento de decir en su ambiente una palabra nueva. Las subdivisiones, naturalmente, serán infinitas, pero los rasgos diferenciales de ambas categorías son harto acusados: la primera categoría, o sea la materia, hablando en términos generales, la forman individuos por su naturaleza conservadores, disciplinados, que viven en la obediencia y gustan vivir en ella. A juicio mío, están obligados a ser obedientes, por ser ése su destino y no tener, en modo alguno, para ellos nada de humillante. La segunda categoría la componen cuantos infringen las leyes, los destructores o propenso a serlos, a juzgar por sus facultades. Los crímenes de estos tales son, naturalmente, relativos y muy diferentes; en su mayor parte exigen, según los más diversos métodos, la destrucción de lo presente en nombre de algo mejor. Pero si necesitan, en bien de su idea, saltar aunque sea por encima de un cadáver, por encima de la sangre, entonces ellos, en su interior, en su conciencia, pueden, a juicio mío, concederse a sí propios la autorización para saltar por encima de la sangre, mirando únicamente a la idea y su contenido, fíjese usted bien. Solo en ese sentido hablo yo en mi artículo de su derecho al crimen. (Usted recordará que hemos partido de una cuestión jurídica). Aunque, después de todo, no hay razón alguna para alarmarse con exceso: casi nunca la masa, reconoce este derecho, sino que los castiga o los manda a ahorcar (más o menos); y así , con absoluta justicia, cumple su destino conservador, lo cual no es óbice para que, en las generaciones siguientes, esa misma masa erija a los castigadores sobre pedestales y se incline ante ellos (más o menos) La primera categoría siempre es la  verdadera señora, la segunda es… la señora venidera. Los primeros conservan el mundo y lo multiplican matemáticamente; los segundos lo mueven y lo conducen a su fin. Tanto los unos como los otros tienen su perfecto derecho a existir. En resumidas cuentas: para mí, todos tienen el mismo derecho, y… vive la guerra éternelle!..., hasta la nueva Jerusalén, naturalmente…

Fuente: Dostoyevki, F. (1998). Crimen y castigo. España: Edit. Planeta, S.A.

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