Todo
el quid está en que en su artículo (Hace referencia a un artículo que publicó
Raskólnikov en Palabra periódica)
divide usted a los hombres en ordinarios y
extraordinarios. Los hombres vulgares
deben vivir en la obediencia y no tienen derecho a infringir las leyes, por el
hecho mismo de ser vulgares. Pero los extraordinarios tienen derecho a cometer
toda suerte de crímenes y a infringir de todas las maneras las leyes, por el
hecho mismo de ser extraordinarios. Así me parece que decía usted, si no estoy
equivocado.
–pero ¿Qué es eso? ¡eso no puede ser! –gruño Razúmijin
perplejo.
Raskólnikov volvió a sonreírse. Comprendía al fin, de
qué se trataba y por qué lo querían hacer hablar: recordaba su artículo. Decidióse a aceptar el reto.
–No es eso enteramente lo que yo decía –declaró
sencillamente y en voz alta–, aunque lo reconozco, usted ha expuesto mi idea
casi fielmente y, si usted se empeña, con absoluta fidelidad…–parecía como que
le agradaba reconocer esa fidelidad absoluta–. La diferencia consiste tan sólo
en que yo no sostenía ni remotamente que los hombres extraordinarios estuviesen
obligados y hubiesen, sin remisión, de cometer siempre toda suerte de actos
deshonrosos, según usted dice. Me parece incluso que la censura no lo hubiera
dejado pasar. Yo me limitaba sencillamente a insinuar que los individuo extraordinarios tenían derecho (claro
que no un derecho oficial) a autorizar a su conciencia a saltar por encima de…
ciertos obstáculos, y únicamente en el caso en que la ejecución de su designio
(Salvador, a veces, acaso para la humanidad toda) así lo exigiere. Usted ha
tenido a bien decir que mi artículo no estaba claro; yo estoy dispuesto a explicárselo
a usted hasta donde pueda. Es posible que no me equivoque si supongo que usted
así lo desea; pues dígalo. A juicio mío, si los descubrimientos de Kepler y
Newton, por consecuencia de ciertos enredos, no hubiesen podido llegar a
conocimiento de los humanos de otro modo que mediante el sacrificio de la vida
de uno, diez, cien o más hombres, que se opusiesen a ese descubrimiento o se
atravesasen en su camino como obstáculos, Newton, entonces, hubiese tenido
derecho a asesinar a quien se le antojase, sin ton ni son, ni a ir todos los
días a robar a la plaza. Recuerdo, además que yo, en mi artículo, desarrollaba
la idea de que todos…, digamos por
ejemplo, los legisladores y fundadores de la humanidad, empezando por los más
antiguos y continuando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera, etcétera,
todos, desde el primero hasta el último, habían sido criminales aunque no fuese
más que porque, el promulgar leyes nuevas, abolían las antiguas, tenidas por
sagradas para la sociedad y los antepasados, y seguramente no habrían de
detenerse ante la sangre, siempre que ésta (vertida a veces con toda inocencia
y virtud, en defensa de las viejas leyes) pudiera servirles. Es también significativo
que la mayor parte de esos bienhechores y fundadores de la humanidad fueran
unos sanguinarios, especialmente feroces. En resumen: yo concluía de ahí que
todos los individuos, no ya grandes, sino aquellos que se apartasen un poco de
la vulgaridad, esto es, aun los capaces de decir algo nuevo, vienen obligados,
por su propia naturaleza, a ser criminales sin remisión…, en mayor o menor
grado, naturalmente. De otra suerte, difícil sería salir de la vulgaridad, y
ellos no pueden avenirse a quedarse en ella, hasta por razón de su misma
naturaleza, y, en mi opinión, están incluso obligados a no avenirse a ello. En
Resumen: que, como usted ve, esto, hasta ahora, apenas tiene nada de
particularmente nuevo. Esto se ha impreso y se ha leído miles de veces. Por lo
que hace a mi distinción entre ordinarios y extraordinarios, estoy de acuerdo en
que es algo arbitraria; pero yo no cifraba citas exactas. Yo solo tengo fe en
mi idea esencial: la que consiste concretamente en decir que los individuos,
por ley de Naturaleza, divídense, en términos generales, en dos categorías
la inferior (las de los vulgares),es decir, si se me permite la frase, la
material, únicamente provechosa por la procreación de semejantes, y aquella
otra, de los individuos que poseen el don o el talento de decir en su ambiente
una palabra nueva. Las subdivisiones,
naturalmente, serán infinitas, pero los rasgos diferenciales de ambas
categorías son harto acusados: la primera categoría, o sea la materia, hablando
en términos generales, la forman individuos por su naturaleza conservadores,
disciplinados, que viven en la obediencia y gustan vivir en ella. A juicio mío,
están obligados a ser obedientes, por ser ése su destino y no tener, en modo
alguno, para ellos nada de humillante. La segunda categoría la componen cuantos
infringen las leyes, los destructores o propenso a serlos, a juzgar por sus
facultades. Los crímenes de estos tales son, naturalmente, relativos y muy diferentes;
en su mayor parte exigen, según los más diversos métodos, la destrucción de lo
presente en nombre de algo mejor. Pero si necesitan, en bien de su idea, saltar
aunque sea por encima de un cadáver, por encima de la sangre, entonces ellos,
en su interior, en su conciencia, pueden, a juicio mío, concederse a sí propios
la autorización para saltar por encima de la sangre, mirando únicamente a la
idea y su contenido, fíjese usted bien. Solo en ese sentido hablo yo en mi
artículo de su derecho al crimen. (Usted recordará que hemos partido de una
cuestión jurídica). Aunque, después de todo, no hay razón alguna para alarmarse
con exceso: casi nunca la masa, reconoce este derecho, sino que los castiga o
los manda a ahorcar (más o menos); y así , con absoluta justicia, cumple su
destino conservador, lo cual no es óbice para que, en las generaciones
siguientes, esa misma masa erija a los castigadores sobre pedestales y se
incline ante ellos (más o menos) La primera categoría siempre es la verdadera señora, la segunda es… la señora
venidera. Los primeros conservan el mundo y lo multiplican matemáticamente; los
segundos lo mueven y lo conducen a su fin. Tanto los unos como los otros tienen
su perfecto derecho a existir. En resumidas cuentas: para mí, todos tienen el
mismo derecho, y… vive la guerra éternelle!..., hasta la nueva Jerusalén,
naturalmente…
Fuente: Dostoyevki, F. (1998). Crimen y castigo. España: Edit. Planeta, S.A.
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