Hoy se conmemora un nuevo aniversario del natalicio del autor
de "Adiós a las armas". La ocasión nos lleva a revisar su suicidio y
los de varios otros miembros de su clan
El suicidio de un individuo obedece a una decisión personal,
pero suele dejar un estigma indeleble en los miembros de su entorno familiar.
Es el caso de Ernest Hemingway, cuya muerte por su propia mano no fue un
incidente aislado, sino un eslabón más de una cadena trágica que ha llevado a
la autoeliminación a siete integrantes de su clan. Además de él, su padre, dos
de sus hermanos, una nieta, una amiga íntima y una exesposa siguieron el mismo
camino. De ahí que otra de sus nietas, Mariel, la recordada actriz de la
película "Manhattan" de Woody Allen, sostenga que una suerte de
maldición persigue a su familia y que las tendencias suicidas fueron
propiciadas por un cúmulo de adicciones, enfermedades y trastornos mentales.
Este legado funesto se inició con el abuelo materno de
Hemingway, Ernest Hall, quien pretendió matarse con una pistola de la época de
la Guerra de Secesión. No consiguió su cometido porque su yerno, el doctor
Clarence Edmonds Hemingway (padre del futuro Premio Nobel), que había advertido
sus intenciones, tomó la precaución de retirar las balas. Sin embargo, en 1928,
víctima de una depresión exacerbada por un desastre financiero, sería él quien
acabara con su vida, disparándose con otra arma de aquella contienda, un
revólver Smith & Wesson calibre 32. Tenía 57 años.
Esta muerte fue un golpe muy duro para su hijo Ernest, que a
la sazón paladeaba el éxito de su novela “Fiesta” y al que un acto tan extremo
le pareció poco menos que una afrenta. Su primera reacción fue pensar que su
padre había actuado cobardemente, pero luego consideró que había sido empujado
al suicidio por su madre, Grace Hall, una profesora de música con la que el
doctor Hemingway mantenía una relación cada vez más áspera. El escritor siempre
se quejó de ella, pues era una mujer dominante que solía avasallar a su marido,
un hombre frágil y de carácter apocado. Según John Dos Passos, Hemingway era el
único tipo que había conocido que odiaba a su madre. Por el contrario, estuvo
muy unido a su padre, quien lo puso en contacto con la naturaleza desde
temprana edad y le descubrió los secretos de la caza y la pesca. Nunca pudo
superar su violento final. Y la animadversión contra su madre aumentó cuando
ella le envió, como un recuerdo siniestro, el arma del suicida.
Hemingway creía que la escritura podía liberarlo de la
tragedia de su padre, pero no fue así. En “Por quién doblan las campanas”,
Robert Jordan, el protagonista –álter ego del propio Hemingway–, ha vivido una
experiencia similar y dice: “No quiero hacer eso que mi padre hizo… Estoy en
contra de ello”. De cualquier modo, el suicidio asediaría al novelista desde
distintos flancos. Curiosamente, su primera esposa, Hadley Richardson,
arrastraba esa desdicha: su padre se había matado cuando ella entraba en la
adolescencia. Más adelante, en los años treinta, el fantasma del suicidio
regresaría con Jane Mason, su amante, una joven rubia tan hermosa como
impulsiva que, presa de un arrebato, se arrojó de un balcón. No murió pero se
dañó la columna y pasaron varios meses antes de que pudiera caminar de nuevo.
El romance terminó a capazos y Hemingway se vengó de ella retratándola como
Margot, la implacable ‘femme fatale’ que asesina a su esposo en “La corta vida
feliz de Francis Macomber”, uno de sus mejores relatos.
-Una vida extrema-
Cuando el escritor se voló los sesos con su escopeta favorita
al romper el alba del domingo 2 de julio de 1961, causó un desconcierto
general. ¿No era un hombre de acción, un vitalista que disfrutaba al máximo
cada día de su existencia? Más aún, se distinguía por su estoicismo frente a la
adversidad y proclamaba que, ante todo, había que perdurar y mantener una
"gracia bajo presión". Pero la realidad era otra. A sus 61 años, daba
la impresión de ser un anciano. Su salud se había deteriorado rápidamente
durante el último año: sufría de alcoholismo, diabetes, hipertensión, hepatitis,
impotencia, pérdida de visión, problemas de memoria y delirios de persecución.
Lo peor era la manía depresiva que padecía –bipolaridad, según los diagnósticos
actuales– y que había motivado su internamiento en la clínica Mayo, donde había
recibido electroshocks, aunque sin resultados positivos. Asimismo, este
tratamiento le había minado la memoria y se sentía incapaz de escribir siquiera
una frase coherente. Unos meses atrás, acuciado por la desesperación, había
intentado lanzarse contra las hélices en marcha de un avión.
Hemingway desafiaba todos los estereotipos, ya que había
logrado conciliar el oficio literario con una vocación aventurera. Aficionado
al box, la caza, la pesca y las corridas de toros, había sido condecorado por
su valor en la Primera Guerra Mundial y había cumplido misiones de corresponsal
de prensa en diversos escenarios bélicos. Todo ello había contribuido a
erigirlo como un personaje de leyenda y, dado que su obra había merecido el
Nobel en 1954, se había vuelto el escritor más famoso del siglo XX. No
obstante, la procesión iba por dentro. Había acumulado multiples lesiones en su
azaroso trayecto y las consecuencias habían comenzado a manifestarse.
Algunos especialistas aducen que lo aquejaba una encefalopatía
traumática crónica debido a los reiterados golpes que había soportado su
cráneo. Es una dolencia propia de boxeadores, aunque cabe precisar que
Hemingway solo había sido un deportista amateur. En buena cuenta, su primera
lesión de gravedad se remontaba a la Gran Guerra, cuando apenas contaba 18
años. El estallido de un obús austriaco en una trinchera italiana hizo que
perdiera el conocimiento y sufriera numerosas heridas en ambas piernas. Se
salvó de milagro de una amputación y le extirparon más de doscientas esquirlas
de metralla. Su restablecimiento fue lento y complicado.
Pocos años después, en París, donde se desempeñaba como
corresponsal y hacía sus pininos literarios, confundió la cadena de un excusado
con la de una teatina y esta le cayó encima y le abrió la cabeza. Más tarde, en
Londres, mientras la ciudad era bombardeada por la Luftwaffe, el auto en el que
iba con su amigo el fotógrafo Robert Capa se estrelló. Hemingway rompió el
parabrisas con el cráneo y debieron ponerle 59 puntos. Al cabo de tres meses,
en Normandía, luego del Día D, salió despedido de una motocicleta por el fuego
del enemigo. El percance le ocasionó constantes dolores de cabeza, tinnitus,
visión doble, fallas de memoria y dificultades para hablar durante una larga
temporada. Terminada la guerra, de vuelta en Cuba, su auto patinó fuera de la
carretera y él destrozó el espejo retrovisor con la frente. Y, estando a bordo
de su yate Pilar, resbaló y se golpeó el cerebro.
Estas peripecias fueron poca cosa si las comparamos con los
dos accidentes sucesivos que tuvo en África en enero de 1954, a raíz de un
safari. Cogió una avioneta en Nairobi, que chocó con un poste eléctrico y se
precipitó a tierra. Hemingway quedó con un hombro dislocado. Cuando lo
rescataron, fue embarcado en un biplano que, increíblemente, se incendió en el
despegue y cayó. Al querer salir de la aeronave en llamas, se encontró con que
la puerta estaba trabada y optó por utilizar su cabeza como ariete para
liberarla. Finalmente lo consiguió, pero los daños fueron considerables. Sufrió
una fractura de cráneo y se laceró el cuero cabelludo, además de chorrearle
líquido cerebroespinal por la oreja. En el hospital, se le diagnosticó
contusión general, pérdida de visión temporal en el ojo derecho, sordera en el
oído izquierdo, parálisis del esfínter, quemaduras de primer grado en la cara,
cabeza y brazos, hemorragias internas que comprometían el hígado, bazo y
riñones, y la columna vertebral lastimada. A partir de ese momento, su salud
empezó a declinar. Las lesiones cerebrales, sumadas a una creciente depresión
agravada por su incorregible dipsomanía, lo llevarían a un callejón sin salida.
-Herencia negra-
El suicidio de Hemingway suscitó una verdadera conmoción y
dejó una estela oscura de la que no pudieron sustraerse sus familiares y
allegados. En 1966, su hermana Ursula, abatida por un cáncer, ingirió una dosis
letal de estupefacientes. En 1982, su hermano Leicester, ante la amenaza de
perder las piernas debido a su avanzada diabetes, pidió prestada una pistola y
se pegó un balazo. La fatalidad también alcanzaría a Adriana Ivancich, una
joven veneciana que fuera el gran amor platónico de su madurez y el modelo de
la bella ‘contessina’ Renata de su novela “Al otro lado del río y entre los
árboles”. El romance solo se cristalizó en la ficción (el escritor estaba
casado y, además, era treinta años mayor que ella), pero incidió en los
derroteros vitales de ambos. Atenazada por la depresión, Adriana se suicidó
colgándose de un árbol en 1983.
La tercera esposa de Hemingway, la renombrada periodista Martha
Gellhorn, enferma de cáncer y casi ciega, tomó una píldora de cianuro en 1998.
Era una mujer de temple y muy independiente, que no había dudado en poner en su
sitio a Hemingway cuando estuvieron juntos. El matrimonio resultó tan
desastroso que, luego de obtener el divorcio en 1945, ella exigió a sus amigos
que no mencionaran a Hemingway en su presencia nunca más. En ese sentido,
podemos intuir su malestar ante la posibilidad de que su gesto final volviera a
relacionarla con el innombrable. Por cierto, la ojeriza era mutua.
El hado trágico también atrapó a Margaux Hemingway, nieta del
autor de "Las nieves del Kilimanjaro". La célebre modelo y actriz
murió a los 42 años, en 1996, después de tragar una cantidad indefinida de
barbitúricos. Era alcohólica, igual que su abuelo, su padre (Jack, el
primogénito del escritor, conocido como Mr. Bumby) y su tío Gregory (el tercer
y último hijo, apodado Gigi). Este último no se suicidó, pero llevó una vida en
extremo autodestructiva. Falleció en 2001, a los 69 años, por complicaciones
cardiacas, mientras se hallaba detenido en una cárcel para mujeres de Miami por
exposición indecente. Aunque todavía no había culminado el proceso de cambio de
sexo que había iniciado unos años antes, se hacía llamar Gloria.
Médico de profesión, se había casado cuatro veces y tenía
siete hijos. Gigi había sido el hijo preferido de Hemingway, quien apreciaba
sus notables dotes para la caza y la pesca, entre otros deportes. Sin embargo,
a la par que adoptaba roles varoniles, le gustaba vestirse con ropas de mujer.
Esta inclinación por el travestismo había surgido en su infancia y no había
pasado desapercibida para su progenitor, quien lo había descrito como “la parte
más oscura de mi familia, excepto yo mismo”. Con el tiempo, abrumado por su
crisis de identidad y un sentimiento de culpa, desarrolló una fuerte
dependencia del alcohol y otras drogas. Padecía una bipolaridad aguda y a
menudo descuidaba su medicación, lo que se reflejaba en su comportamiento
errático y delirante.
Gregory Hemingway escribió un conmovedor libro de memorias en
1976, en el que confesó: “Nunca superé un sentimiento de responsabilidad por la
muerte de mi padre”. Esta declaración confirma la idea de que un suicidio
trasciende el ámbito individual. “Ningún hombre es una isla; la muerte de
cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad”, nos
recordó Ernest Hemingway en sus días mejores, citando a John Donne, cuando aún
mantenía intacta su ejemplar “gracia bajo presión”.
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