Entrevista
de Jorge Semprún con Jean-Paul Sartre publicada por la revista Cuadernos de
Ruedo ibérico en París, octubre-noviembre 1965. Páginas 78-86.
Cuestionario
y transcripción de Jorge Semprún
Una
entrevista con Sartre, a pesar de la fría presencia del micrófono sobre la
mesa, a pesar del suave rumor de la cinta magnetofónica que gira
inexorablemente, se desenvuelve siempre en un ambiente caluroso, de rigor
intelectual y de entusiasmo lúcido, que él provoca e impone. Como impone, desde
hace más de veinte años, en el mundo del pensamiento y de la acción, una
presencia original, realmente insustituible.
Desde
el primer minuto, entramos de lleno en los temas fundamentales de su
preocupación intelectual, en que se funden las tres vertientes de su
personalidad: la literatura, la filosofía y la política.
La
primera pregunta que le hemos hecho se refiere a su concepción de la
literatura, y a la posible evolución de dicha concepción, desde que publicara
su famoso ensayo, ¿Qué es la literatura?
J.-P.S.
–Siempre he pensado que si la literatura no lo era todo, no era nada. Y cuando
digo todo, entiendo que la literatura debía darnos no sólo una representación
total del mundo –como pienso que Kafka la ha dado de su mundo– sino también que
debía de ser un estímulo de la acción, al menos por sus aspectos críticos. Por
tanto, el compromiso, del que tanto se ha hablado, no constituye de ninguna
manera, para mí, una especie de rechazo, o de disminución, de los poderes
propios de la literatura. Al contrario, los aumenta al máximo. Es decir, pienso
que la literatura debería serlo todo. Eso es lo que pensaba en la época de ¿Qué
es la literatura? Y sigo pensando lo mismo, es decir, que me parece imposible
escribir si el que lo hace no rinde cuentas de su mundo interior y de la manera
en que el mundo objetivo se le aparece. Digo: mundo –es una expresión de
Heidegger– porque, para mí, estamos en el mundo, o sea: todo lo que hacemos
tiene por horizonte el mundo en su totalidad. Por consiguiente, la literatura
puede tener, totalmente, constantemente, por horizonte el mundo en su
totalidad, y al mismo tiempo, [79] nuestra situación particular dentro del
mundo. Pero hoy, ello es evidente, he cambiado un poco en cuanto a los poderes
de la literatura. Es decir, pienso que debernos contentarnos con dar esa imagen
del mundo a las gentes de esta época, para que puedan reconocerse en ella y
que, luego, hagan con ella lo que puedan. Tienen que reconocerse en esa imagen,
comprender que están en el mundo, hay que desvelarles su horizonte. Pero, a
partir de ahí, si hemos conseguido eso, no podemos hacer más. Pienso, por
ejemplo, en un libro como Los hijos de Sánchez, un libro del cual se ha dicho
que podría sustituir a la literatura. Su autor es un sociólogo, que ha vivido
con una familia muy pobre de México, y que ha interrogado a todo el mundo, en
esa familia, durante años, con un magnetófono, naturalmente, y que luego se ha
limitado a hacer una selección, sin añadir nada. Y los diferentes relatos, los
diferentes discursos de esas gentes interfieren unos en otros, se completan.
Allí puede encontrarse todo: datos sociológicos, el problema de las clases
sociales, el problema de la miseria, y también la psicología, el tema de la
técnica. En fin, es un libro riguroso, sociológico. El autor no ha intervenido,
salvo para hacer la selección, para evitar las repeticiones. Pues bien ¿qué le
falta a ese libro, para que sea literatura? Le falta horizonte. Esas gentes no
son capaces, porque hablan como nosotros cuando no somos escritores, de
desarrollar todos los horizontes que les rodean. Por eso pienso, a pesar del
enorme interés intrínseco de Los hijos de Sánchez, que libros semejantes nunca
podrán sustituir a la literatura. En esa encuesta, esas gentes son como son,
pero la literatura es algo más...
J.S.
–O sea, en cierto modo, la literatura no puede limitarse a reflejar la
realidad, tiene que interpretarla, en el sentido de una amplificación de la
visión del mundo. Pues bien, a este respecto, ¿cómo se plantean las cosas con
la nueva escuela novelesca francesa, la escuela del «nouveau roman»?
J.-P.S.
- La «nueva novela», que es muy variada, por otra parte, me parece, a título de
experiencia, algo interesante. Pero, precisamente, creo que cae fuera de la
literatura. De la misma manera que las últimas manifestaciones del grupo de la
revista Tel quel y de todo positivismo del lenguaje. Se trata de hacer, con la
literatura, experiencias de lenguaje, se trata de estudiar los poderes del
lenguaje y de escribir por escribir. O sea, lo contrario de lo que hay que
hacer, en mi opinión. Todo ello se basa en algunas teorías lingüísticas no bien
interpretadas; todo eso me parece una manera de remover la literatura, y
finalmente, de renegar de ella. En cierto modo, es evidente que Robbe-Grillet
ha tenido razón al rechazar la concepción del paisaje como estado anímico, y de
darnos paisajes rigurosamente estudiados en el plano de la objetividad física.
Ha tenido razón, porque así nos quita de encima una [80] serie de datos que nos
parecían establecidos: que un cielo sea triste, por ejemplo. Bien, eso podría
haber sido una depuración. Una vez eso conseguido, hubiera debido pasar a la
verdadera forma de comprender y describir al hombre en el mundo. Si no lo hace,
no queda nada. Pero yo pienso que lo que hay que hacer, es mostrar al hombre en
la infinita red de sus relaciones con un horizonte, y tomarlo como tema. Para
mí, en suma, la literatura tiene una función de realismo, de amplificación, en
efecto. Y, además, una función crítica. Función, por otra parte, que asume por
sí misma: el hombre no necesita saberse crítico para serlo. Bien, de todas
maneras, cualquiera que sea la forma literaria empleada, la literatura tiene
que ser crítica. Estos tres elementos me parecen indispensables: tomar al
hombre, mostrar que está vinculado al mundo en su totalidad, hacerle sentir su propia
situación, para que se encuentre en ella, y se encuentre a disgusto, y, al
mismo tiempo, darle los elementos de una crítica que pueda facilitarle una toma
de conciencia. Eso es, más o menos, lo que puede la literatura, a mí parecer, y
eso es lo que no quiere la «nueva novela».
J.S.
–En cierto modo, pues, la literatura debe ser complementaria de la filosofía y
de la política, en cuanto responde a algunas de las cuestiones capitales de
nuestra existencia.
J.-P.S.
–En efecto, pienso que, hoy, la gran transformación de la filosofía –no es de
hoy, por otra parte, es de hace cien años, desde Marx– consiste en que la
filosofía no es simplemente la comprehensión del hombre, sino que debe también
ser práctica; es decir, debe colaborar a la acción práctica que se propone
cambiar sus condiciones. Y, en este sentido, la filosofía, al dejar de ser
contemplativa, al dejar de ser el mero estudio de los métodos, de las lógicas,
necesita transformarse, en determinadas ocasiones, en literatura. No quiero
decir con esto –a veces se me lo ha echado en cara, no sé si con razón o sin
ella, pero nunca he concebido así las cosas– que mi obra literaria sea la
demostración de una tesis filosófica. No lo entiendo así. Al contrario, quiero
decir que, en un determinado momento, la filosofía cede el paso, porque hay que
mostrar lo individual con otras palabras y otras perspectivas que las de la
filosofía, y, llegado ese momento, me pongo a hacer literatura. En verdad, como
el hombre es uno, lo que escribo se parecerá más o menos a lo que hago como
filósofo. Pero, para mí, la verdadera literatura comienza ahí dónde la
filosofía se detiene. Como la literatura, la política y la filosofía son tres
maneras de actuar sobre el hombre, existe entre ellas cierta relación. Yo
diría, incluso, que un filósofo tiene que ser un escritor, porque hoy lo uno no
va sin lo otro, porque los grandes escritores de hoy, como Kafka, son
igualmente filósofos. Esos escritores-fílósofos que, al mismo tiempo, quieren
integrarse en una acción, yo los llamaría intelectuales; quiero decir que no
son políticos, pero que son compañeros de viaje de los políticos. [81]
A
menudo se me dice: Hace usted mala política, como si yo fuera un hombre que
hace política. De lo que se trata, en nombre precisamente de una visión de conjunto,
es de situarse al lado del político para recordarle, incluso torpemente, los
principios que orientan una acción y los fines que se propone. Sabemos
perfectamente que los medios elegidos influyen en la acción misma. Comprendo
que, en multitud de casos, los medios para una revolución, para una acción,
pueden ser duros, apretados, pero los medios no pueden deformar el fin
propuesto. A partir del momento en que el fin se ve deformado por los medios,
hay que decirlo. El papel del intelectual, que es, por cierto, un papel ingrato
y contradictorio, consiste a la vez en integrarse completamente en la acción,
si la juzga justa y verdadera, y en recordar siempre el verdadero fin de la
acción, poniendo siempre de manifiesto, por la reflexión crítica, si los medios
elegidos se orientan hacia el fin propuesto o si tienden a desviar la acción
hacia otra cosa.
J.S.
–¿Cómo se plantean, en este contexto, las relaciones de la libertad individual
y de la libertad colectiva?
J.-P.S.
–A mi modo de ver, hoy por hoy, no es posible conciliar la una con la otra,
pero no es posible tampoco concebir el fin de una acción histórica que no se
proponga la realización de estos dos términos contradictorios. Para mí, se
trata de una conciliación dialéctica, no de una conciliación analítica. Es
decir, se trata de algo vivo, con sus constantes puestas en entredicho de lo
adquirido. Lo que ocurre, hoy, es que, en un primer periodo, puede considerarse
que sólo la libertad individual sea un fin. Así lo proclaman los
norteamericanos, cuando dicen que en su país existe la libertad, y luego se da
uno cuenta de que esa libertad individual está completamente alienada, porque
no existe la libertad colectiva. En un segundo tiempo, si se quiere ensayar la
libertad colectiva, se encuentra uno frente a sistemas sociales en los cuales
los hombres asumen, en una fase que todavía no es el socialismo, pero que es
una transición hacia el socialismo, todas sus responsabilidades. Es decir, los
hombres asumen la responsabilidad del mal tiempo, de las inundaciones, de las
malas cosechas, de todo lo que se quiera, los hombres cargan con todo eso y el
resultado es, y no puede ser otra cosa, una cuasi-supresión de la libertad
individual. Lo cual no impide que el fin –y sólo puede conseguirse a partir del
momento en que la abundancia, cierta abundancia, permita una limitación menos
severa de la libertad–, el fin sigue siendo que el hombre tome, individual y
colectivamente, la dirección del mundo natural en que vive, e incluso del mundo
humano. A mí parecer, esa es la dirección en la que hay que ir, y en la que se
va, por cierto. O sea, hay momentos que, dialécticamente, se oponen a la
libertad individual. No cabe duda de que el problema del socialismo está ligado
al de la abundancia, pero también es cierto que los hombres tienen que tomar su
destino en sus propias manos, incluso en el momento en que no existe la
abundancia, contra todo lo que se nos quiera [82] decir, porque jamás suprimirá
la abundancia, por sí misma, por sí sola, las desigualdades, ni las alienaciones.
En realidad, hace falta que un nuevo descubrimiento científico e industrial
encuentre sociedades estructuradas, para poder ser acogido. De manera que yo
diría que es absolutamente necesario pasar por una fase autoritaria en el
reparto, pero que prepare el momento en que las nuevas fuerzas industriales,
tal vez la energía atómica, permitan una verdadera distribución. En ese momento
se tendrá, en realidad, la fase caracterizada por el lema: a cada uno según sus
necesidades. Pero hay que pasar por la fase actual, que es la fase de la
pobreza autoritaria, que se rige según el principio: a cada uno según su
trabajo.
J.S.
–Puesto que hemos ido abandonando los problemas específicamente literarios,
¿qué lugar le parece que ocupa la filosofía en el mundo de hoy?
J.-P.S.
–También a este respecto pienso que la filosofía tiene que serlo todo, o no ser
nada. Es decir, que la filosofía es el hombre. Es el hombre planteándose
cuestiones acerca de sí mismo. Porque, es algo que hay que comprender, el
hombre no llegará nunca a tener un conocimiento científico total de sí mismo,
por la sencilla razón de que siempre será interior al conocimiento que tiene de
sí mismo. El racionalismo científico está muy bien, nos dará una sociología
mucho más avanzada, nos dará un psicoanálisis mucho más avanzado, pero el
problema del hombre se mantendrá idéntico. Lo que la esfinge preguntaba a Edipo
seguirá siendo una pregunta, siempre, y la única forma de proceder para
conseguir una especie de intuición comunicable de lo que es el hombre común,
aunque no totalmente científica y objetiva, es la filosofía. O sea: la perpetua
lucha del hombre con la presuposición que posee del hecho de ser hombre. Si
diéramos por supuesto un mundo al fin liberado de las clases sociales, o en el
cual, al menos, las clases hubieran plenamente tomado conciencia de sí mismas,
siempre quedaría el problema del hombre. O sea, ese problema que hace que un
hombre sea a la vez juez y parte de su propia realidad, que se ignore en la
medida misma en que se conoce, y esto supone un tipo de verdad aproximativa, y
es la verdad propiamente filosófica. Es decir, el esfuerzo del hombre por
seguir su propia pista, por borrar todo lo demasiado humano en los conceptos
que tiene de sí mismo. Creo que esto siempre será así, es decir, a mi parecer,
la filosofía nunca acabará haciéndose mundo, «mundanizándose», a pesar de lo
que creyera Marx, nunca será algo totalmente realizado por las masas en la
realidad, siempre habrá que seguir planteándose problemas. Se conservará
siempre como el asombro del hombre ante sí mismo, y como la crítica de ese
hombre en relación consigo mismo. Y, desde este punto de vista, la filosofía es
necesariamente práctica, siempre. Porque el nivel al cual se plantean esos
problemas implica que si el hombre comienza a conocerse, va a rebasar esa
autoconsciencia y a plantearse [83] una empresa. Yo considero que una filosofía
marca su impronta sobre un hombre. Un hombre tiene una filosofía que lo
caracteriza como perteneciente a una clase, a una época, &c., pero, al mismo
tiempo que lo condiciona, siempre lo rebasa, porque siempre se da ese esfuerzo
por ir más allá de la clase, más allá de este mundo, para plantear el verdadero
problema.
J.S.
–O sea, en fin de cuentas, no puede decirse que exista separación entre el pensamiento
y la acción...
J.-P.S.
–No pienso que haya una diferencia que no sea histórica en la coyuntura entre
pensamiento y acción. Para mí, la acción pone el pensamiento al descubierto. En
un comienzo, la acción revela el mundo, al mismo tiempo que lo cambia. Dicho de
otro modo: para mí no existe el pensamiento contemplativo. Existen simplemente
acciones, que pueden ser de lo más elementales, y, en el interior de esas
acciones que van a cambiar el mundo, una especie de descubrimiento del mundo,
en tanto que se está transformándolo.
J.S.
–Ahora, con su permiso, quisiéramos volver a una cuestión personal. Hace un
año, y se trata de un caso único, con el de Bernard Shaw, en la historia de la
literatura, usted rechazó el premio Nobel que le había sido atribuido. ¿Cuáles
fueron sus razones?
J.-P.S.
–Son razones de dos tipos. Unas, de tipo subjetivo, y otras de tipo objetivo.
La razón subjetiva se desprende de mi concepción del intelectual, del escritor,
que tiene que ser un realista crítico, y rechazar toda institucionalización de
su función. Un intelectual ministro, por ejemplo, me parece algo cómico. Un
ministro de la cultura sólo puede ser un funcionario. Pienso que no hacen falta
ministros de la cultura, pero si hicieran falta, que sean funcionarios con una
sólida cultura, y no novelistas, por ejemplo. Considero que el premio Nobel es
una especie de ministerio, de ministerio espiritual, si se quiere. Si a uno le
dan el premio Nobel, firma uno los manifiestos como premio Nobel, las gentes
dicen: nos hace falta la firma de fulano, porque es premio Nobel. Todo eso,
para mí, es lo contrario de la literatura. Diría incluso que si la literatura
se institucionaliza, pues bien, forzosamente muere. Esa es la razón que yo
llamaría subjetiva. La razón objetiva es otra. Consiste en que tal vez pueda aceptarse
un premio internacional, pero sólo si lo es realmente. Es decir, si en una
situación de tensión Este-Oeste, se atribuye tanto al Este como al Oeste, en
función únicamente del valor de los escritores. [84] Así ocurre con los premios
Nobel científicos. Los premios Nobel científicos se atribuyen a rusos, a
americanos, a checos, a hombres de cualquier país. Es un premio que sólo tiene
en cuenta el aporte científico de tal o cual individuo. Pero, en literatura, no
ocurre así. Sólo ha habido un premio soviético. Se trata de un gran escritor,
Pasternak, que merecía ese premio desde hace veinte años. Pero, ¿cuándo se le
da? En el preciso momento en que se quería crear dificultades al gobierno de su
país. Se trata aquí, y así lo ha entendido todo el mundo, de una maniobra. No
acuso a ningún miembro de la Academia Sueca de haber hecho una maniobra: son
cosas que se producen casi objetivamente, ¿no es cierto? Pero considero que no
es posible aceptar un premio que no es verdaderamente internacional, que es un
premio del Oeste. Como para mí, precisamente, el verdadero problema reside en
el enfrentamiento cultural del Este y del Oeste, la unidad en cierta medida
contradictoria de ambas ideologías, su conflicto, su libre discusión, pienso
que ese premio se dio de una manera que no me permitía aceptarlo,
objetivamente.
J.S.
–¿Porqué piensa usted que le fue atribuido ese premio Nobel?
J.-P.S.
–Me fue atribuido porque soy de izquierda, pero soy al mismo tiempo un pequeño
burgués del Oeste. Por consiguiente, se creaba la impresión de que el premio se
daba a un hombre de izquierda, pero se daba al mismo tiempo a un pequeño
burgués. ¿Por qué no se me dio ese premio durante la guerra de Argelia? Ya
tenía bastante edad para recibirlo, mientras luchaba, junto a mis compañeros intelectuales,
por la independencia de Argelia, contra el colonialismo. Pienso que, a pesar de
mis principios, si se me hubiera dado en aquel momento, lo habría aceptado. Si
se hubiera dado a alguno de los intelectuales que luchábamos por la
independencia de Argelia, habría considerado oportuno aceptarlo, porque ello
hubiera manifestado el apoyo de la opinión pública a la lucha por la
independencia argelina.
J.S.
¿No cree Vd. que pueda existir una organización cultural verdaderamente libre?
J.-P.S.
–Creo que puede existir una organización cultural que, en todo caso, ponga al
Este y al Oeste, a los intelectuales del Este y del Oeste en mutuo contacto, y
cuyos dirigentes sólo se propongan una cosa: permitir una libre discusión. Esa
organización existe, por cierto, y es la COMES, cuyo centro está en Italia.
[85]
J.S.
–Ya que hablamos de organización cultural, surge un tema relacionado con esta
problemática. ¿Qué influencia puede tener el libro de bolsillo en la difusión
de la cultura?
J.-P.S.
–En lo que concierne al libro de bolsillo, me parece que estamos haciendo una
experiencia bastante interesante en Francia. Las tiradas de este tipo de libros
son enormes. De eso no cabe duda. Pero pienso que no deben exagerarse los
resultados. Por una parte, se trata de una empresa de producción masiva, o sea,
capitalista. El libro de bolsillo no llega realmente a las masas. Lo que
ocurre, y ya es bastante interesante de por sí, es que desarrolla virtualidades
de lectura en la pequeña burguesía. En resumen podría decirse que representa
una ampliación de la lectura de las clases medias. Pero no creo que con ese
sistema se llegue a la clase obrera. Creo, por consiguiente, que es una
experiencia bastante interesante para obtener el pleno rendimiento de un
público virtual. Pero no es eso lo que deseo a los escritores, lo que deseo es
la difusión de sus libros en todas las clases sociales, mientras haya clases
sociales.
J.S.
–Mientras haya clases... Esta expresión nos remite al problema fundamental de
nuestro tiempo, el problema de la supresión de la sociedad de clases. Nos
remite, por tanto, a la pregunta con la cual quisiéramos terminar esta
entrevista: ¿Qué es el socialismo, para usted?
J.-P.S.
–Para mí, el socialismo es, ante todo, el movimiento de los hombres hacia su
liberación. Esos hombres que, precisamente porque son metafísicamente libres
–permítaseme que lo diga así– se encuentran en un mundo de explotación y de
alienación que les enmascara y les roba esa libertad. La afirmación de esa
libertad contra esa situación, la necesidad para los hombres de tomar en sus
manos su destino, de tomarlo colectivamente, pero también individualmente, el
hecho, precisamente, de que todas las condiciones de explotación pueden
vincularse con esa situación de clase, eso es lo que denomino movimiento hacia
el socialismo. No creo que el socialismo exista hoy en parte alguna. Creo que
hay países más adelantados que otros, porque han socializado sus medios de
producción. El socialismo, ya lo dije antes, sólo puede ir acompañado por la
abundancia. Pero supongo que, a partir del momento en que la abundancia esté
ligada a la supresión de las clases, es decir, a la supresión de las
inversiones individuales, de la propiedad privada de los medios de producción,
a partir del momento en que la explotación ya no tenga sentido, en ese momento
podrán plantearse los hombres sus [86] verdaderos problemas, en la igualdad. Es
decir, igualdad y libertad son una sola y misma cosa. No pienso que el
socialismo sea el fin de la historia de la humanidad, ni el surgimiento de la
felicidad para el hombre. Pienso que es el momento en que los verdaderos
problemas se plantearán, sin ser enmascarados por otros problemas, como son los
problemas de clase, los problemas económicos y de explotación. Un ruso me dijo
un día, y me parece profundamente cierto, que a partir del momento en que el
socialismo se halle verdaderamente instaurado, a partir del momento en que el
hombre sea libre, dueño de sí mismo, a partir del momento en que actúe en la
colectividad y ésta actúe sobre él, a partir de ese momento se plantearán los
verdaderos problemas filosóficos y metafísicos. A partir de ese momento, el
hombre llegará a conocerse a sí mismo. No considero el socialismo como un Edén,
sino más bien como algo en desarrollo indefinido, que debe poner al hombre en
posesión, cada vez mayor, de sus problemas, de su tragedia y de sus poderes de
acción.
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