lunes, 1 de julio de 2019

Borges y la filosofía


¿Se puede afirmar que la obra de Borges pertenece –al menos en parte- al terreno de la filosofía? La filosofía es una disciplina escurridiza, que se resiste a una definición objetiva y universal. No es una ciencia social, natural o exacta. No es una técnica y, menos aún, una religión.
En las primeras décadas del siglo XXI, se podría decir que –en su sentido más amplio- es la pregunta por el ser y -en un sentido más específico- la pregunta por los fundamentos del conocimiento, la moral, la política y la belleza. Kant condensó el propósito de la filosofía en tres célebres preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? Todos estos interrogantes pueden reunirse en una sola pregunta: ¿qué es el hombre? Kant no menciona la belleza, pero en 1790 publica la Crítica del Juicio, donde establece una feliz distinción entre lo bello –que cautiva con su armonía y equilibrio- y lo sublime –que conmueve y sacude, provocando terror y fascinación. ¿Cuál es la posición de Borges en relación a estas cuestiones? ¿Cómo responde a estas preguntas? ¿Se las plantea seriamente? Borges citaba a menudo la maliciosa frase de la Escuela de Viena, según la cual “la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. Aficionado a las provocaciones, simulaba un falso entendimiento con el positivismo lógico, pero era demasiado incrédulo para suscribir que un enunciado lógicamente perfecto constituye una verdad objetiva. Borges ensayó una definición de la filosofía que encajaba con su actitud descreída: “Si soy rico en algo, lo soy más en perplejidad que en certidumbre. Un colega declara desde su sillón que la filosofía es entendimiento claro y preciso; yo la definiría como la organización de las perplejidades esenciales del hombre”.

Borges era un lector apasionado de Heráclito, Berkeley, Hume y Schopenhauer, pero nunca perdió mucho tiempo con los sistemas, especialmente cuando su arquitectura y lenguaje se basaban en complejos tecnicismos. No leyó las tres Críticas de Kant ni la Ciencia de la lógica de Hegel. Tampoco se internó en la inextricable selva de Heidegger, tan oscura  como los misterios de Eleusis. No se debatió con la pregunta por el ser. No le interesó el “giro lingüístico” del primer Wittgenstein ni el misticismo del segundo. ¿Por qué callar ante lo inefable, si la palabra –con sus imperfecciones y limitaciones- es lo más preciado de la especie humana? En “Las ruinas circulares” (Ficciones, 1944), juega con la idea calderoniana de que la realidad es sueño, pero sin el énfasis trágico del Barroco. Somos el sueño de otro al que llamamos Dios. Es una hipótesis de indudable belleza, pero tan incierta como la paradoja de Aquiles y la tortuga o la flecha de Zenón de Elea. El espacio es infinitamente divisible en la “llanura supraceleste” de Platón, donde existe la esfera perfecta soñada por Pascal, pero en el mundo empírico el espacio es un tramo que Aquiles recorre con atléticos pasos de hoplita y la flecha del arquero vuela implacablemente hasta hundir su punta en el blanco.

En “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), Borges esboza una ingeniosa impugnación del tránsito temporal, explotando los argumentos de Berkeley, pero finaliza el texto admitiendo que sólo se trata de una ilusión: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Escéptico en materia religiosa, declaró con humor: “Todo es posible, hasta Dios”. En Los teólogos (El Aleph, 1949), Aureliano acusa a Juan de Panonia de herejía, enviándolo a la hoguera. Cuando Aureliano perece por causas naturales, descubre que Dios le confunde con Juan de Panonia. En la eternidad, “el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima” se confunden en la misma identidad difusa, pues Dios apenas presta atención a las sutilezas teológicas. Kant presuponía la inmortalidad como un interminable proceso de perfeccionamiento, sin el cual no sería posible lograr la excelencia moral como especie. La inmortalidad es un postulado de la razón práctica, no una evidencia empírica. El filósofo de Königsberg, con una biografía tan insípida como la de Borges, considera que no debemos codiciar la inmortalidad, sino hacernos merecedores de ella.

El escritor argentino no aprecia nada deseable en existir indefinidamente. Nunca ocultó el fastidio que le producía ser Borges, confesando que el anhelo de inmortalidad de Unamuno le parecía literalmente incomprensible. En “El inmortal” (El Aleph), quizás uno de sus cuentos más perfectos, escribe: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”. En una hipotética eternidad, semejante a la que viven los trogloditas de la Ciudad de los Inmortales, “no hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. El tribuno romano que protagoniza el relato advierte el horripilante significado de la inmortalidad: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. Borges concluye que la muerte es necesaria para mantener el sentido de la vida: “La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y azaroso”.

En el terreno de la moral, Borges descarta formular cualquier clase de imperativo. No es un relativista, pero se muestra escéptico sobre la posibilidad de deslindar nítidamente el terreno del bien y el mal. No cree en la literatura comprometida. La buena literatura no nace de una idea, sino de la fatalidad. Ese fenómeno explica la autonomía del arte, con una existencia independiente de su autor. ¿Es el Martín Fierro una apología de la violencia y de la camaradería masculina, con su inevitable tufo de misoginia? No es un secreto que Borges sentía fascinación por los gauchos y soñaba con una muerte viril, semejante al de Juan Dahlmann, el protagonista de “El Sur” (Ficciones, 1944), que se deja matar por “compadrito de cara achinada” en una disputa trivial. Dahlmann acepta el cuchillo de un gaucho y sale a la llanura. No sabe manejar el arma, pero no está asustado. Le espera la muerte que “hubiera elegido o soñado” meses atrás, cuando se recuperaba de un grave accidente en un hospital. Se ha acusado a Borges de conservador, pero en realidad era un individualista feroz, que detestaba cualquier forma de autoritarismo: “Estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los estados”. Se definía como “anarquista”, pero su anarquismo no guardaba ninguna relación con la tradición libertaria, sino con la filosofía de Spencer, según el cual lo óptimo en política es un “severo mínimo de gobierno”. Los valores morales de Borges eran la amistad, el coraje y la tolerancia. Se declaraba enemigo del fascismo y el comunismo, dos ideologías totalitarias, colectivistas, que postulan la aniquilación del individuo. Desde su punto de vista, la realidad es “un sueño compartido”, el yo “una alucinación colectiva” y la belleza “la inminencia de una revelación que no se produce”. Borges no es un filósofo –al menos, en el sentido académico-, sino un clásico literario, quizás el mayor de la segunda mitad del siglo XX en lengua castellana. En septiembre de 1972, le entrevistó la Revista Gente: “Es usted un genio”, afirmó el periodista. “No crea, son calumnias”, contestó el escritor. Ser un genio tiene sus inconvenientes. Borges repudió sus primeros libros, pero la posteridad fue inmisericorde, rescatando hasta la más pequeña de sus notas, algo que le habría hecho sufrir mucho más que no recibir el Nobel. “No otorgarme el Premio Nobel se ha convertido en una tradición escandinava”, comentó burlón un gran amante de las sagas escandinavas. Afirmaba que entendía a la Academia Sueca: “Todo lo que he escrito, todo, no pasa de ser borradores… ¡borradores!… papeles sueltos”. Esos presuntos borradores son una vasta, profunda y ubicua literatura, casi tan perfecta como la flor de Coleridge, que viajó desde el Paraíso hasta la Historia para escarnecer nuestra pobre racionalidad.

RAFAEL NARBONA | El cultural 

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