Presentamos al escritor norteamericano Paul Auster en
nuestra serie "Ese loco juego de escribir", que trata de explicar las
primeras razones por las que algunos escritores decidieron dedicarse a la
literatura.
Quería ser beisbolista. Sentir en la piel y dentro de
un campo el suspenso-miedo-angustia-esperanza de lanzar un strike en el último
inning del último juego de una Serie Mundial. Quería oír su nombre coreado por
50 mil o más fanáticos en el Yankee Stadium mientras él los saludaba con una
gorra en la mano y una sonrisa de ¿vieron que podía?, después de haber
humillado a Joe Dimaggio y Mickey Mantle, por ejemplo. O batear un home run con
las bases llenas.
Sin embargo, se quedó en el asfalto, y desde allí
inventó personajes desolados que querían acabar con el mundo, detectives por
azar, asesinos por convicción, magos por necesidad, tramas que lo envolvían
desde su humor, álter egos y niños fantásticos que aprendieron a volar. Desde
allí y con un lápiz, siempre con un lápiz, creó un juego de mesa de béisbol
para sobrevivir, una novela policíaca estructurada por innings, outs, bolas y
strikes a la que tituló Squeeze Play, y un pitcher de los St. Louis Cardinals a
quien intentó suicidar.
Pero él quería ser beisbolista. Amaba a los jugadores.
Podía morir por ellos.
Una tarde de 1955 se encontró de frente con Willie
Mays en el estadio de los Gigantes, que por aquellos tiempos eran de Nueva
York. Paul Auster era apenas un niño de ocho años. Vio a Mays recostado contra
una barda. Lo vio inmenso, negro, sobrepoderoso, un hombre que era mucho más
que un hombre. Le pidió un autógrafo. Mays le preguntó si tenía un lápiz para
firmarle.
Él buscó, pero no encontró entre sus ropas nada.
Indagó con su padre, con los adultos que estaban por ahí. Nada. Nadie tenía ni
lápiz ni pluma. Mays aguardó 20, 30 segundos. Un minuto. Miró a lo lejos.
Observó al niño. Se encogió de hombros. Por fin, le dijo “Lo siento, niño”. “Si
no tienes lápiz, no puedo darte un autógrafo”. Y entonces —escribiría con los
años Auster— se fue caminando, fuera del campo, hacia la noche.
"No quería llorar, pero las lágrimas empezaron a
caerme por las mejillas, y no pude hacer nada para impedirlo. Y lo peor fue que
seguí llorando en el coche hasta que llegamos a casa. Sí, estaba abatido,
decepcionado, pero también irritado conmigo mismo por no ser capaz de controlar
las lágrimas. No era ningún crío. Tenía ocho años, y se suponía que un muchacho
de esa edad no debía llorar por algo así. No sólo no tenía el autógrafo de
Willie Mays, sino que tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba,
y yo no había sabido dar la talla. Después de esa noche, comencé a cargar un
lápiz conmigo a cualquier sitio que iba. Se convirtió en mi hábito nunca dejar
la casa sin estar seguro de llevar mi lápiz en mi bolsillo (…). Si algo me han
enseñado los años ha sido esto: si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena
posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Como me gusta decirle
a mis niños, así fue como me convertí en un escritor”.
Y fue escritor antes de haber escrito siquiera un par
de cuentos. Fue escritor porque una tarde, tendría 14 años, en un campo de
verano cerca de Nueva York, una tormenta lo agarró en pleno bosque con algunos
de sus compañeros. La única salida era pasar por debajo de una cerca de
alambre. Todos se turnaron. Auster iba detrás de un niño silencioso y retraído
llamado Ralph, pero Ralph jamás atravesó porque un rayo le cayó encima. “Sólo
tenía 14 años, después de todo, ¿qué podía saber? Nunca había visto un cadáver
(…) No pensé en que había estado justo al lado de él cuando ocurrió. No pensé
“uno o dos segundos y hubiera sido yo” (…) 34 años después todavía lo recuerdo.
Y sus ojos mitad abiertos, mitad cerrados. También recuerdo eso”.
Fue escritor cuando se negó a asistir a su propia
ceremonia de graduación en 1964 porque se fue a viajar por Europa, y se pasmó
en y con Dublín. Allí estaban las calles y plazas y casas que James Joyce había
caminado y descrito. Lloró. Devolvió el tiempo muy a su manera. Fue Joyce, y
como Joyce (Retrato de un artista adolescente), sintió que el primer instante
de la eternidad en el infierno duraba lo que un pájaro tardaría en trasladar la
arena de la mitad del mundo hacia la otra mitad, grano tras grano. Entonces
comenzó a escribir. Frenético, desaforado, febril. Y fue a mil editoriales y
mil veces lo rechazaron. No tenía ni para su propio entierro pero igual,
escribía y retornaba al béisbol, pues sólo entre letras y bates podía evadir
aquella realidad, que a los 30 años, lo masacraba.
Quiso salir de su cuasi indigencia con un juego de
béisbol que surgía de unos naipes. Pitchers, catchers, shortstops, fielders,
umpires, managers y público y estadio y campo, todo en unas cartas. Nadie se lo
compró. De todas formas, él seguía yendo y volviendo, y jugaba y escribía. Una
mañana de esas de domingo, muy temprano, sonó el teléfono. Auster se había
acostado tarde. Había escrito cosas como “Algo sucede y, desde el momento en
que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”. Le informaron que su
padre había muerto. Nada podía volver a ser igual. Pese al dolor, a Paul Auster
le cambió la vida la muerte de su padre porque le llegó una herencia que fue un
milagro y con ese dinero se compró dos años para escribir.
Y escribió de mil cosas y de béisbol, y se inventó sus
inverosímiles personajes. Y un día tecleó lo que siempre había querido teclear:
“Mientras los Cardinals ganaran, algo iba bien en el mundo y no era posible
caer en la desesperación total”. La frase la puso en boca de Walt Rawley, Mr.
Vértigo, un desbordado fanático del béisbol, el niño que quiso y pudo volar y a
los 13 años, cuando comenzó a ser adolescente, pesó más y más que la gravedad
que había vencido y no pudo ser quien fue nunca más. Como Auster con la muerte
de su compañero.
El niño, ya adulto, conoció una tarde a su ídolo,
Dizzi Dean, y en vista de que percibía su declive desde el gran pitcher que
había sido, quiso convencerlo de que se metiera un tiro. Dean lo creyó demente,
claro. “Cuando un hombre llega al final del camino, lo único que realmente
desea es la muerte”, le dijo, y después lo remató con un “deja que te mate y
los últimos cuatro años quedarán olvidados. Volverás a ser grande. Serás grande
para siempre”. El tipo se salvó porque su mujer lo encontró. Rawley le apuntaba
con un revólver. Fue a prisión unas semanas por intento de asesinato. Paul
Auster lo salvó en su máquina de escribir, con el último out del último inning.
Fernando Araújo Vélez | El espectador
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