“Su única excusa está en la terrible época. Hay algo en ellos
que aspira a la servidumbre. Han soñado transitar por algún noble camino lleno
de pensamientos. Pero no existe una senda real para la servidumbre. En cambio,
tenemos la trampa, el insulto, la denuncia al hermano. En todo esto se respira
el aire de los últimos treinta años.” En 1952 Albert Camus se desahogaba en sus
apuntes privados contra la polémica desatada en Les Temps Modernes tras la
publicación de su último libro, 'El hombre rebelde'. Cuenta la leyenda que
Jean-Paul Sartre llegó a la redacción de la revista y buscó un candidato para
escribir un pequeño ensayo sobre la última novedad literaria del futuro Nobel.
El encargo recayó en Francis Jeanson, elogioso para con el estilo del escritor
de origen argelino y demoledor en lo concerniente a su vacuidad filosófica.
Camus reaccionó con una réplica dirigida al director de la
publicación. Aún retumban, y marcaron su legado, sus disertaciones en torno a
la verdad, indiferente si es de derechas o izquierdas al ser un puntal básico
de la sociedad. Sus palabras fueron el desencadenante de un último vendaval
hacia la ruptura de la relación entre los dos símbolos de todo un decenio
europeo. En aquel momento Sartre vinculó durante casi un lustro su compromiso
ideológico con el Partido Comunista Francés, considerándolo la casa natural del
proletariado del Hexágono. Asimismo, y su respuesta al viejo amigo Jean-Paul
Sartre estaba cargada de agria bilis, arremetió con uñas y dientes contra la
crítica camusiana a los campos de concentración soviéticos porque desde sus
postulados centrar el debate en ellos obviaba la explotación que capitalistas y
burgueses hacían de los mismos.
La ruptura sacra de ambos estiletes los ha caracterizado desde
el recuerdo. En sus 'Carnets', algo bien digno al limitar su rabia a la esfera
íntima, Camus zanjó la cuestión definiendo a Sartre como un arribista del
espíritu revolucionario, un nuevo rico y fariseo de la justicia, desleal en
espíritu. En enero de 1960 el autor de 'El extranjero' falleció de modo absurdo
en un accidente automovilístico al topar el coche de su editor Michel Gallimard
contra un árbol cerca de la localidad de Villeblevin.
La lucha por el presente
Tanto Camus como Sartre corren el típico riesgo del siglo XXI
de convertirse en camisetas y frases hechas repletas de tópicos para un consumo
banal en bares o redes sociales para exaltar el ego de cuatro parroquianos. Eso
diluye la cultura al grado de anécdota. Lo cierto es que ambos, sobre todo tras
la caída del Muro de Berlín, continúan en el punto de mira. Antes de 1989 el
universo dual favorecía al creador de 'La nada' mediante la polarización de la
Guerra Fría, pero el presente parece sonreír el lirismo de los valores
camusianos en el intento de hallar una brújula para un mundo siempre más
caótico e incomprensible.
Esta victoria póstuma se reafirma en España a lo largo de 2019
por la publicación en varias lenguas de muchos volúmenes bien inéditos, bien
difíciles de encontrar en nuestras librerías.
En el asiento trasero del auto que le llevó al último suspiro
se encontró un maletín negro. En su interior estaba el manuscrito de 'El primer
hombre', novela autobiográfica en forma de testamento involuntario. Camus tenía
46 años y aún podía haber desarrollado mucho más su ideario. Ahora, veinticinco
años después de su puesta de largo, Tusquets lo recupera, y el hecho es harto
interesante al permitir comprender mejor su posición en torno al conflicto de
Argelia. A finales de los cincuenta su silencio fue vituperado por propios y extraños,
como si tras el enfrentamiento de 'Les Temps Modernes' su postura contra
cualquier tipo de fanatismo no encajara en el tablero de juego. Pidió una
tregua civil y pronunció su famosa frase “En estos momentos están poniendo
bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías.
Si la justicia es eso, elijo a mi madre”.
En 'El primer hombre', Camus traza una declaración de
principios a partir de su propia existencia. El título tiene un claro doble
sentido. Por una parte, alude a su padre, muerto en un campo de batalla francés
de la Primera Guerra Mundial cuando él apenas empezaba a caminar. Por otra, es
autorreferencial y un canto tanto a su propia familia como al sistema
republicano francés que permitió al niño de madre analfabeta estudiar el
bachillerato y progresar. Hay amor en esas páginas, y es un flechazo pedagógico
surcado por figuras desdeñadas, como el profesor empeñado en la concesión de oportunidades
a los más desfavorecidos.
El primer hombre
Jacques Cormery, alter ego del escritor, tiene una honda
conciencia sobre la situación de sus allegados, y en ciertos momentos remarca
la diferencia producida por la educación a partir de las palabras, piezas del
rompecabezas para aprehender a palpar la realidad sin cortapisas. El texto
llegó al postrer instante de su vida incompleto, y ahí es fundamental cotejar
los anexos del volumen para intuir otra conexión a través la cual Camus quería
usar su libro como vehículo para terminar con su falso silencio sobre Argelia.
Hay muchos párrafos sueltos con esbozos sobre el terrorismo, mal cotidiano,
como cotidiana era su preocupación, no tan enfocada sobre la barbarie colonial,
sino sobre cómo toda guerra civil es un drama perpetrado desde la calle para
romper la convivencia, alterar la normalidad y despedazar lazos quebrados por
la polaridad al tirar demasiado de un hilo y desplazarlo para finiquitar el
equilibrio. Su épica estaba en las pequeñas cosas, no en las grandes soflamas.
Esta última frase sintetiza una actitud y un proyecto, algo
visible en un librito anterior, 'Cartas a un amigo alemán', rescatado ahora por
la mallorquina Lleonard Muntaner. Su publicación en 1945 fue otra magnífica
excusa para aprovechar el tirón de Camus desde su fulgurante puesta en escena
con 'El extranjero' y 'El mito de Sísifo'. Leer ahora esas cuatro epístolas,
tres recopiladas de revistas y una inédita en la edición original, es abrazar
una genética del estilo y un credo asentado en la consecuencia.
Las cartas al imaginario camarada teutón engarzan con la
literatura del final de la Segunda Guerra y nos interpelan desde la renuncia a
la grandeza, la loa a la justicia y la imperiosa necesidad de cimentar un
camino europeo desde una unión sin dominios, sólo con un lenguaje común y el
diálogo como máxima bandera para la convivencia.
Además de estas, ha aparecido otra correspondencia, en este
caso entre dos amigos. No es normal que las editoriales españolas apuesten por
este tipo de contenidos, como si hubiéramos renunciado de antemano a
integrarnos en una tradición del Viejo Mundo donde misivas y biografías se
enmarcan en la totalidad de una obra para propiciar la completa comprensión del
escritor o el personaje.
La novel 'Alfabeto' ha traducido al castellano el intercambio
de letras entre Albert Camus y René Char. El poeta, cuyos versos esenciales
pueden leerse en una estupenda compilación a cargo de Jorge Reichmann para
Galaxia Gutenberg, y el Nobel mantuvieron una amistad a lo largo desde una
admiración mutua y un afecto profundo hasta el extremo de requerir proximidad
física, tanto en Paris, donde fueron vecinos de inmueble, como en vacaciones,
comprándose la familia de Albert una finca en el Vaucluse natal del bardo.
Sus correos, a saber cómo juntaremos estas relaciones con los
e-mails, rebosan la serenidad no de deber justificarse e ir de la mano entre
contiendas y la misma vida. Ambos detestan París y el mundillo, sin poder
escapar de sus garras al haber elegido una vocación determinada. Ambos se prodigan
en carantoñas para los miembros del clan mientras se consultan para dar con un
buen mediodía para comer juntos. Por eso mismo las cartas son una fuente de
elucubración en torno a su cotidianidad. No desvelan, pero la misma brevedad y
el tono revelan cualidades y mensajes de los dos interlocutores, juntos en la
misma barca incluso en lo relativo a la lucha antifranquista, con fuerza
suficiente como para empujarlos a firmar manifiestos y defender a ultranza al
republicanismo español.
Sartre en la recámara
¿Y el padre del existencialismo? ¿Ha quedado sepultado en la
maraña de la Historia? ¿Tiene sentido reivindicarlo una vez su aura se diluyó
con el adiós a los bloques? Anagrama nos refresca su memoria con Jean-Paul
Sartre, ensayo-guía de Annie Cohen-Solal, autora en 1988 de una monumental
biografía de más de novecientas páginas dedicadas al fundador de Libération. La
autora volvió a su fetiche en 2005, con motivo del centenario, y lo hizo con la
noble aspiración de condensar su singladura para hacerla más diáfana.
Un intelectual es alguien fiel a un conjunto político y
social, pero nunca deja de impugnarlo. Esta máxima tiene el don de abarcar toda
la experiencia sartriana y ubicarla en el contexto de su época. Se educó en la
École Normale Supérieure, escandalizó a sus compañeros por su talento, ingresó
en la mediocridad sistémica como docente en Le Havre, tuvo ciertos años oscuros
y a partir de los prodigiosos cuarenta estuvo en todas las salsas habidas y por
haber con pasmosa naturalidad, siempre situándose a la contra, siempre con el
revólver cargado para derribar el árbol. Este ir contracorriente desde la
filosofía es su más poderoso legado, del anticolonialismo a la defensa del 68,
de su antiacademicismo al rechazo de los honores. Todo tenía una razón de ser y
uno no sabe si el ego en su urgencia de estar siempre en el candelero marcó más
esa actitud que la pura coherencia de pensamiento. Aun así bastan monumentos
como 'El idiota de la familia' o el testimonio de sus alumnos para darse cuenta
de la enseñanza de esa energía. No acatar las premisas emanadas desde las
alturas y proponer alternativas fue el nexo común de Camus y Sartre. La
divergencia como regalo de enriquecimiento, la discusión como santo y seña para
no plegarse a la fácil solución del conformismo.
El Confidencial
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