"Escribo para que mis amigos me quieran más", dijo
Gabriel García Márquez. Y cómo no quererlo, aún sin conocerlo en persona, a
quien nos regaló a entrañables personajes como el melancólico coronel Aureliano
Buendía, a la lenguaraz y provocativa Pilar Ternera y a Rebeca, cuyos huesos,
manos, ojos y pies suelo recordar cuando me topo con baúles antiguos.
Y es que a uno también, magia de la literatura, le nacen
amores y odios por personajes que ni siquiera existen. Pero más allá del rencor
que se le guarde a figuras como, pongamos, Miguel Cara de Ángel, el siniestro
asesor de El Señor Presidente o del alborotado sentimiento que despierta la
sensual protagonista de Gabriela Clavo y Canela, uno termina creando un vínculo
afectivo con los autores Miguel Ángel Asturias y Jorge Amado en este caso.
Quienes han tenido la experiencia de leer Crimen y Castigo de
Dostoievski, saben de la angustia que se vive y los sudores fríos que se
experimentan ante la creciente posibilidad de que Raskolnicof sea, por fin,
atrapado por la policía. Uno puede realmente sentir el olor a lodo podrido y a
naturaleza salvaje en el momento de estar leyendo ciertas páginas de Absalón de
William Faulkner.
Los narradores de ficción construyen sus personajes y las
circunstancias que los rodean, con pedacitos de sus propias vidas. Gustave
Flaubert dijo: "Madame Bovary soy yo", pero no se refería, creo,
específicamente a la mujer que protagoniza la novela, sino a la obra en su
totalidad. Es decir que ese ambiente de pesadumbre en el que se desarrolla la
trama y esos complejos personajes reflejan las percepciones, pensamientos y
sentimientos del autor.
Las ficciones, decía Vargas Llosa en su ensayo "La Verdad
de las Mentiras", se escriben para ofrecer a los lectores historias a las
que no tienen acceso en la vida real. El lector sabe que lo que va a leer es un
invento imaginado por el escritor. Y sin embargo, se establece una especie de
pacto secreto entre ambos, que se respeta a lo largo de la lectura y en la que
se cree a pie juntillas que lo escrito es totalmente cierto. Por eso es que uno
ríe o llora, se alegra o se entristece cuando lee ficciones. Uno se la cree.
Los escritores son queridos, la mayoría, porque regalan
historias y personajes con los que los lectores nos identificamos. Por eso,
otra cosa es cuando un escritor se mete a escribir de política. Es entonces
cuando se le tuerce la cola al cerdito. El mismísimo García Márquez, tan amado
por haber creado a la estirpe de los Buendía, recibe, las más ácidas críticas e
incluso el desprecio cuando se ha puesto a cantarle loas a Fidel Castro.
O Mario Vargas Llosa, el admirado creador del sargento Lituma,
Pichulita Cuéllar y de la Niña Mala, es uno de los seres más insultados por las
huestes izquierdistas, quienes no paran de decirle vendido, traidor, agente de
la CIA, por decir lo menos. Y a él no sólo se le ocurrió opinar sobre política,
sino que fue candidato a la presidencia de la República, donde vivió no la
turbulencias de sus ficciones sino las crudas realidades de la lucha política.
Esa realidad regida a través de los siglos por los preceptos
de El Príncipe, que decía entre otras cosas que en política es mejor ser temido
que querido. De ese mundo de espejismos en donde nada ni nadie es lo que
parece, salió huyendo Vargas Llosa para escribir " El Pez en El
Agua", en donde relata de manera magistral su vida como escritor y su
desafortunado paso por la política.
A mí me pasa que cuando escribo mis crónicas de guerra y de
amores, recibo mensajes de gente que sin conocerme me dice palabras como de
viejos amigos. Y cuando escribo sobre temas políticas ocurre lo contrario.
Lógico por lo altamente tóxico que es la política, por estos lados. Casi es
inevitable para un escritor opinar sobre política, sólo que hay que tener
cuidado de no confundir las realidades con las ficciones, como parece
ocurrirles a algunos.
Elsalvador.com| marvingaleasp@hotmail.com
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