La única pasión de mi vida ha sido el miedo
HOBBES
El placer del texto: tal es el "simulador" (1) de
Bacon, quien puede decir: nunca excusarse, nunca explicarse. Nunca niega nada:
"Desviaré mi mirada, ésta será en adelante mi única negación".
***
Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría
en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino
por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que
mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que
soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que
permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al
supremo oprobio: contradecirse) y el terror legal ( ¡cuántas pruebas penales
fundadas sobre una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de
nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación,
harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin
vergüenza? Sin embargo este contra–héroe existe: es el lector de texto en el
momento en que toma su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de
sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al
goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajan conjuntamente el texto
de placer en una Babel feliz.
(Placer/goce: en realidad, tropiezo, me confundo;
terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un
margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras
clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario,
revocable, reversible, el discurso será incompleto.)
***
Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es
porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con
las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me
asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna
manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo "rastree") sin
saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la
"persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de
una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén
echadas sino que haya juego todavía.
Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que
murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se
forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en
la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un
lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima
confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita van
Ginneken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una
succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que
produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí
para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma
apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna
figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un
objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que
reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión.
Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce
y en conclusión ese texto–murmullo es un texto frígido como lo es toda demanda
antes que se forme en ella el deseo, la neurosis.
La neurosis es un mal menor: no en relación a la
"salud" sino en relación a ese "imposible" del que hablaba
Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo
imposible", etc.); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y
leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille
–o de otros–que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la
locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario
para seducir a sus lectores: estos textos terribles son después de todo textos
coquetos.
Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría,
sólo soy siendo neurótico.
El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa
prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces
del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la
escritura misma)
***
Sade: el placer de la lectura proviene indirectamente de
ciertas rupturas (o de ciertos choques): códigos antipáticos (lo noble y lo
trivial, por ejemplo) entran en contacto; se crean neologismos pomposos e
irrisorios; mensajes pornográficos se moldean en frases tan puras que se las
tomaría por ejemplos gramaticales. Como dice la teoría del texto: la lengua es
redistribuida. Pero esta redistribución se hace siempre por ruptura. Se trazan
dos límites: un límite prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la
lengua en su estado canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el buen
uso, la literatura, la cultura), y otro limite, móvil, vacío (apto para tomar
no importa qué contornos) que no es más que el lugar de su efecto: allí donde
se entrevé la muerte del lenguaje. Esos dos límites –el compromiso que ponen en
escena– son necesarios. Ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la
fisura entre una y otra la que se vuelve erótica. El placer del texto es
similar a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco que el
libertino gusta al término de una ardua maquinación haciendo cortar la cuerda
que lo tiene suspendido en el momento mismo del goce.
Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la
modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que
estas obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer
privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que
impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar
de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading (2) que se
apodera del sujeto en el centro del goce. La cultura vuelve entonces bajo cualquier
forma, pero como límite.
Evidentemente sobre todo (es allí donde el límite será más
nítido) bajo la forma de una materialidad pura: la lengua, su léxico, su
métrica, su prosodia. En Leyes, de Philippe Sollers, todo está atacado,
desconstruido : los edificios ideológicos, las solidaridades intelectuales, la
separación de los idiomas e incluso la sagrada armazón de la sintaxis
(sujeto/predicado): el texto ya no toma por modelo a la frase, a menudo es un
poderoso chorro de palabras, una cinta de infralenguaje. Sin embargo todo esto
viene a chocar con otro límite: el del metro (decasilábico), de la asonancia,
de los neologismos verosímiles, de los ritmos prosódicos, de los trivialismos
(por citas). La desconstrucción de la lengua está cortada por el decir
político, limitada por la antigua cultura del significante.
En Cobra, de Severo Sarduy (traducida por Sollers y por el
autor), (3) la alternancia es la de dos placeres en estado de competencia; el
otro límite es la otra felicidad: ¡más y más todavía!, otra palabra más, otra
fiesta más. La lengua se reconstruye en otra parte por el flujo apresurado de
todos los placeres del lenguaje. ¿En qué otra parte? En el paraíso de las
palabras. Es verdaderamente un texto paradisíaco, utópico (sin lugar), una
heterología por plenitud: todos los significantes están allí pero ninguno
alcanza su finalidad; el autor (el lector) parece decirles: os amo a todos
(palabras, giros, frases, adjetivos, rupturas, todos mezclados: los signos y
los espejismos de los objetos que ellos representan); una especie de
franciscanismo convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y
volver a irse inmediatamente: texto jaspeado, coloreado; estamos colmados por
el lenguaje como niños a quienes nada sería negado, reprochado, o peor todavía,
"permitido". Es la apuesta de un júbilo continuo, el momento en que
por su exceso el placer verbal sofoca y balancea en el goce.
Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin
volverlo insensato.
Es verdad que la retórica conoce las rupturas de construcción
(anacoluto) y las rupturas de subordinación (asíndeton), pero por primera vez
con Flaubert la ruptura deja de ser excepcional, esporádica, brillante,
engastada en la vil materia de un enunciado corriente: no hay lengua más acá de
esas figuras (lo que quiere decir, en otro sentido: no existe sino la lengua) ;
un asíndeton generalizado se apodera de toda la enunciación de manera que ese
discurso tan legible es, clandestinamente, uno de los más enloquecidos que se pueda
imaginar: la pequeña moneda lógica está en los intersticios.
He aquí un estado muy sutil, casi insostenible del discurso:
la narratividad está descontruida y sin embargo la historia sigue siendo
legible: nunca los dos bordes de la fisura han sido sostenidos más netamente,
nunca el placer ha sido mejor ofrecido al lector –en tanto existe el gusto de
las rupturas vigiladas, de los conformismos enmascarados y de las destrucciones
indirectas. y aunque aquí el logro pueda ser remitido a un autor, se añade un
placer de performance: la proeza es mantener la mimesis del lenguaje (el
lenguaje imitándose a sí mismo), fuente de grandes placeres, de una manera tan
radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la
buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo
"cómico que hace reír").
¿El lugar más erótico de un cuerpo no es acaso allí donde la
vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no
hay "zonas erógenas" (expresión por otra parte bastante inoportuna);
es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica:
la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre
dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga) ; es ese centelleo el
que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición–desaparición.
No se trata aquí del placer del strip–tease corporal o del
suspenso narrativo. En uno y otro caso no hay desgarradura, no hay bordes sino
un develamiento progresivo: toda la excitación se refugia en la esperanza de
ver el sexo (sueño del colegial) o de conocer el fin de la.... historia
(satisfacción novelesca). Paradójicamente (en tanto es de consumo masivo), es
un placer mucho más intelectual que el otro: placer edípico (desnudar, saber,
conocer el origen y el fin) si es verdad que todo relato (todo develamiento de
la verdad) es una puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado ),
lo que explicaría la solidaridad de las formas narrativas, las estructuras
familiares y de las interdicciones de desnudez –reunidas todas entre
nosotros–en el mito de Noé cubierto por sus hijos.
Sin embargo el relato más clásico (una novela de Zola, de
Balzac, de Dickens, de Tolstoy) lleva en sí una especie de tmesis debilitada:
no lo leemos enteramente con la misma intensidad de lectura, se establece un
ritmo audaz poco respetuoso de la integridad del texto; la avidez misma del
conocimiento nos arrastra a sobrevolar o a encabalgar ciertos pasajes
(presentados como "aburridos") para reencontrar lo más rápido posible
los lugares quemantes de la anécdota (que son siempre sus articulaciones: lo
que hace avanzar el develamiento del enigma o del destino): saltamos
impunemente (nadie nos ve) las descripciones, las explicaciones, las
consideraciones, las conversaciones; nos parecemos a un espectador de cabaret
que subiendo al escenario apresurara el strip–tease de la bailarina quitándole
rápidamente sus vestidos pero siguiendo el orden establecido, es decir:
respetando por un lado y precipitando por el otro los episodios del rito (como
un sacerdote que tragase su misa). La tmesis, fuente o figura del placer,
enfrenta aquí dos límites prosaicos: opone aquello que es útil para el
conocimiento del secreto y aquello que no lo es; es una fisura producida por un
simple principio de funcionalidad, no se produce en la estructura misma del
lenguaje sino solamente en el momento de su consumo; el autor no puede
preverla: no puede querer escribir lo que no se leerá. Y sin embargo es el
ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de
los grandes relatos: ¿se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la
paz palabra por palabra? (El encanto de Proust: de una lectura a otra no se
saltan los mismos pasajes.)
Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido
ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella
envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme. Nada que ver
con el profundo desgarramiento que el texto de goce imprime al lenguaje mismo y
no a la simple temporalidad de su lectura.
Por lo tanto hay dos regímenes de lectura: una va directamente
a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora
los juegos del lenguaje (si leo a Julio Verne voy rápido: pierdo el discurso, y
sin embargo mi lectura no está fascinada por ninguna pérdida verbal, en el
sentido que esta palabra puede tener en espeleología); la otra lectura no deja
nada: pesa el texto y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación v
ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los
lenguajes, y no la anécdota: no es la extensión (lógica) que la cautiva, el
deshojamiento de las verdades sino la superposición de los niveles de la
significancia; como en el juego de la mano caliente la excitación no proviene
de un apuro por pleitear sino de una especie de estrépito vertical (la
verticalidad del lenguaje y de su destrucción); es en el momento en que cada
mano (diferente) salta sobre la otra (y no una después de la otra) cuando se
produce el agujero y arrastra al sujeto del juego –el sujeto del texto. Pero
paradójicamente (en tanto la opinión cree que es suficiente con ir rápido para
no aburrirse) esta segunda lectura aplicada (en sentido propio), es la que
conviene al texto moderno, al texto–límite.' Leed lentamente, leed todo de una
novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas,
un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, forcluido 5 a vuestro placer:
usted quiere que ocurra algo pero no ocurre nada pues lo que le sucede al
lenguaje no le sucede al discurso: lo que "ocurre", aquello que
"se va", la fisura de los dos bordes, el intersticio del goce, se
produce en el volumen de los lenguajes, en la enunciación y no en la
continuación de los enunciados: no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar
minuciosamente; para leer a ·los5 autores de hoyes necesario reencontrar el
ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos.
***
Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme
decir: este es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios,
la crítica, pues ésta implica siempre un punto de vista táctico, un uso social
y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto
sea perfectible, dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es
demasiado esto, no es suficientemente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con
la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y
todavía más: ¡es esto para mi! Este para mi no es subjetivo ni existencial sino
nietszcheano ("... en el fondo es siempre la misma cuestión: ¿ Que
significa esto para mí…?)
El brio del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su
voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y
trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos –que son las
puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en
grandes oleadas.
***
Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene
de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la
lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez
incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos
históricos, culturales, psicológicos del lector, la consistencia de sus gustos,
de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.
Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las
riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico pues participa al mismo
tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que
penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman
parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza
simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de
su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.
***
Sociedad de Amigos del Texto: sus miembros no tendrían en
común (pues no hay forzosamente acuerdo sobre los textos de placer), más que
sus enemigos: inoportunos de toda especie que decretan la forclusión del texto
y de su placer, sea por conformismo cultural, por racionalismo intransigente
(sospechando una "mística" de la literatura), sea por moralismo
político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea
por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo
verbal. Tal sociedad no tendría ubicación, no podría moverse más que en plena
atopía; sin embargo sería una especie de falansterio pues en él serían
reconocidas las contradicciones (y por lo tanto se restringirían los riesgos de
impostura ideológica), la diferencia observada y el conflicto quedaría marcado
de insignificancia (siendo improductor de placer).
"Que la diferencia se deslice subrepticiamente hacia el
lugar del conflicto." La diferencia no es lo que oculta o edulcora el
conflicto: se conquista sobre el conflicto, está más allá y a su lado. El
conflicto no sería otra cosa que el estado moral de la diferencia; cada vez (y
esto se vuelve frecuente) que no es táctico (encarando transformar una
situación real) se puede señalar en él la frustración del goce, el fracaso de
una perversión que se aplasta bajo su propio código y no sabe ya inventarse: el
conflicto siempre está codificado, la agresión es el más gastado de los
lenguajes. Cuando rechazo la violencia rechazo el código que la impone (en el
texto de Sade, fuera de todo código puesto que inventa continuamente el suyo
propio y único, no hay conflictos: sólo triunfos). Gusto el texto porque es
para mí ese espacio raro del lenguaje en el que toda "escena" (en el
sentido doméstico, conyugal del término) toda logomaquia está ausente. El texto
no es nunca un "diálogo": ningún riesgo de simulación, de agresión,
de chantaje, ninguna rivalidad de idiolectos; el texto instituye en el seno de
la relación humana –corriente–una especie de islote, manifiesta la naturaleza
asocial del placer (sólo el ocio es social), hace entrever la verdad
escandalosa del goce: que aboliendo todo imaginario verbal pueda ser neutro.
***
Sobre la escena del texto no hay rampa: no hay detrás del
texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector); no
hay un sujeto y un objeto. El texto perime las actitudes gramaticales: es el
ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelus Silesius): "El
ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve."
Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta
expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo? puesto que tenemos varios:
el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la
ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores,
de los filólogos (es el feno–texto). Pero también tenemos un cuerpo de goce
hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero: es
otra división, otra denominación.
Con el texto ocurre lo mismo: no es más que la lista abierta
de los fuegos del lenguaje (fuegos vivientes, luces intermitentes, rasgos
ubicuos dispuestos en el texto como semillas y que para nosotros reemplazan
ventajosamente los "semina aeternitatis", los "zopyra", las
nociones comunes, las asunciones fundamentales de la antigua filosofía). El
texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero
de nuestro cuerpo erótico. El placer del texto sería irreductible a su
funcionamiento gramatical (feno–textual) como el placer del cuerpo es
irreductible a la necesidad fisiológica.
El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a
seguir sus propias ideas –pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.
***
¿Cómo obtener placer en un placer relatado (aburrimiento de
los relatos de sueños, de los relatos parcelados)? ¿Cómo leer la crítica? Una
sola posibilidad: puesto que en este caso soy un lector en segundo grado es
necesario desplazar mi posición: en lugar de aceptar ser el confidente de ese
placer crítico –medio seguro para no lograrlo– puedo, por el contrario,
volverme su "voyeur”: (6) observo clandestinamente el placer del otro, entro
en la perversión; ante mis ojos el comentario se vuelve entonces un texto , una
ficción , una envoltura fisurada. Perversidad del escritor (su placer de
escribir no tiene función); doble y triple perversidad del crítico y de su
lector; y así al infinito.
Un texto sobre el placer sólo puede ser corto (así como se
dice: ¿eso es todo? es un poco corto) porque el placer únicamente se deja decir
en forma indirecta a través de una reivindicación (yo tengo derecho al placer),
y por lo tanto no se puede salir de una dialéctica breve, en dos tiempos: el
tiempo de la doxa, de la opinión, y el de la paradoxa, de la contestación.
Falta un tercer término distinto del placer y de su censura: ese término está
postergado para más tarde, y en tanto se sujete al nombre mismo del
"placer", todo texto sobre el placer será siempre dilatorio: será
siempre una introducción a aquello que no se escribirá jamás. En forma similar
a esas producciones del arte contemporáneo que agotan su necesidad
inmediatamente después de ser vistas (puesto que verlas es comprender
inmediatamente la finalidad destructiva con la que están expuestas: no hay en
ellas ninguna duración contemplativa o deleitable), esta introducción sólo
podría repetirse sin introducir nunca a nada.
***
El placer del texto no es forzosamente un placer de tipo
triunfante, heroico, musculoso. Ninguna necesidad de cimbrearse. Mi placer
puede tornar muy bien la forma de una deriva. (7) La deriva adviene cada vez
que no respeto el todo, y que a fuerza de parecer arrastrado aquí y allá al
capricho de las ilusiones, seducciones e intimidaciones de lenguaje corno un
corcho sobre una ola, permanezco inmóvil haciendo eje sobre el goce intratable
que me liga al texto (al mundo). Hay deriva cada vez que el lenguaje social, el
sociolecto, me abandona (como se dice: me abandonan las fuerzas). Por eso otro
nombre de la deriva sería lo Intratable –o incluso la Necedad.
Sin embargo, si se la alcanzara, decir la deriva sería hoy un
discurso suicida.
***
Placer del texto, texto de placer: estas expresiones son
ambiguas porque no hay una palabra francesa para cubrir simultáneamente el
placer (la satisfacción) y el goce (la desaparición). El "placer" es
aquí (y sin poder prevenir) extensivo al goce tanto como le es opuesto. Por lo
tanto debo acomodarme a esta ambigüedad, pues, por una parte, tengo necesidad
de un "placer" general cada vez que es necesario referirme a un
exceso del texto, a lo que en él excede toda función (social) y todo
funcionamiento (estructural); y por otra, tengo necesidad de un
"placer" particular, simple parte del Todo–placer, cada vez que
necesito distinguir la euforia, el colmo, el confort (sentimiento de completud
donde penetra libremente la cultura), del sacudimiento, del temblor, de la
pérdida propios del goce. Estoy obligado a esta ambigüedad porque no puedo
depurar a la palabra "placer" de los sentidos que ocasionalmente no
necesito: no puedo impedir que en francés "placer" reenvíe
simultáneamente a una generalidad ("principios de placer") ya una
miniaturización ("Los tontos están en la tierra para nuestros pequeños
placeres"). Por lo tanto estoy obligado a dejar que el enunciado de mi
texto se deslice en la contradicción.
¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer
intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a
través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal,
inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que
narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer
y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia
ha sido pacificada: el texto de goce no sería más que el desarrollo lógico
orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva,
emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe–Grillet está ya
en Flaubert, Sollers, en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros
cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son
fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que
un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia,
nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente y que el
texto de goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta
de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de
un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre
otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras
antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de
síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que
goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su
caída.
Por otra parte, proveniente del psicoanálisis, tenemos un
medio indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de goce:
el placer es decible, el goce no lo es.
El goce es in–decible, inter–dicto. Remito a Lacan ("Lo
que hay que reconocer es que el goce corno tal está inter–dicto a quien habla,
o más aún que no puede ser dicho sino entre líneas") y a Leclaire
("... el que dice, por lo que dice se prohíbe el goce, o correlativamente,
el que goza desvanece toda letra –y todo dicho posible–en lo absoluto de la
anulación que celebra").
El escritor de placer (y su lector) acepta la letra,
renunciando al goce tiene el derecho y el poder de decirlo: la letra es su
placer, está obsesionado por ella, como lo están todos los que aman el lenguaje
(no la palabra): los logófilos, escritores, corresponsales, lingüistas; es por
lo tanto posible hablar de los textos de placer (aquellos que no ofrecen ningún
debate con la anulación del goce): la critica se ejerce siempre sobre textos de
placer, nunca sobre textos de goce: Flaubert, Proust, Stendhal son comentados
inagotablemente; la crítica dice entonces el goce vano de] texto tutor, el goce
pasado o futuro: tienen que leer, yo he leído: la crítica es siempre histórica
o prospectiva: el presente constativo, la presentación del goce le está
prohibida, su materia predilecta es la cultura que es todo en nosotros salvo
nuestro presente.
Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto
insostenible, el texto imposible. Ese texto está fuera del placer, fuera de la
crítica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar
"del" texto, sólo se puede hablar "en" él a su manera,
entrar en un plagio desenfrenado, afirmar histéricamente el vacío del goce (y
no repetir obsesivamente la letra del placer).
***
Toda una mitología menor tiende a hacernos creer que el placer
(y específicamente el placer del texto) es una idea de derecha. La derecha, con
un mismo movimiento expide hacia la izquierda todo lo que es abstracto,
incómodo, político, y se guarda el placer para sí: ¡sed bienvenidos, vosotros
que venís al placer. de la literatura! y en la izquierda, por
moralidad(olvidando los cigarros de Marx y de Brecht), todo "residuo de
hedonismo" aparece como sospechoso y desdeñable. En la derecha, el placer
es reivindicado contra el intelectualismo, la "intelligentzia": es el
viejo mito reaccionario del corazón contra la cabeza, de la sensación contra el
raciocinio de la "vida" (cálida) contra la "abstracción"
(fría): ¿debe entonces el artista seguir el siniestro precepto de Debussy
"tratar humildemete. de dar placer"? En la izquierda, el
conocimiento, el método, el compromiso, el combate, se opone al "simple
deleite" (y sin embargo ¿si el conocimiento mismo fuese delicioso?). En
ambos lados encontramos la extravagante idea que el placer es una cosa simple,
por lo que se lo reivindica o se lo desprecia. No obstante, el placer no es un
elemento del texto, no es un residuo inocente no depende de una lógica del
entendimiento y de la sensación, es una deriva, algo que es a la vez
revolucionario y asocial y no puede ser asumido por ninguna colectividad,
ninguna mentalidad, ningún idiolecto. ¿Algo neutro? Es evidente que el placer
del texto es escandaloso no por inmoral sino porque es atópico,
***
¿Por qué todo ese fasto verbal en un texto? El lujo del
lenguaje, ¿forma parte de las riquezas excedentarias, del gasto inútil, de la
pérdida incondicional? ¿Una gran obra de placer (la de Proust, por ejemplo)
participa de la misma economía que las pirámides de Egipto? ¿El escritor es hoy
día el sustituto residual del Mendigo, del Monje, del Bonzo: improductivo y sin
embargo alimentado? ¿La comunidad literaria, análoga a la Sangha búdica
–cualquiera sea la justificación que se da a sí misma–es sostenida por la sociedad
mercantil no por lo que el escritor produce (no produce nada) sino por lo que
quema? ¿Excedentario, pero no inútil?
La modernidad realiza un esfuerzo incesante por sobrepasar el
intercambio: pretende resistir al mercado de las obras (excluyéndose de la
comunicación masiva), al signo (por la exclusión del sentido, por la locura), a
la sexualidad normal (por la perversión, que sustrae el goce a la finalidad de
la reproducción). Y sin embargo no hay nada que hacer: el intercambio recupera
todo aclimatando aquello que parece negarlo: toma el texto y lo pone en el
circuito de los gastos inútiles pero legales, reubicándolo en una economía
colectiva (aunque fuese solamente psicológica): a título de potlatch la
inutilidad misma del texto se convierte en útil. Dicho de otra manera, la
sociedad vive sobre el modo de la división: aquí un texto sublime,
desinteresado, allá un objeto mercantil cuyo valor es ... la gratuidad de ese
mismo objeto. Pero la sociedad no tiene ninguna idea de esa división: ignora su
propia perversión: "Las dos mitades en litigio tienen su parte: la pulsión
tiene derecho a su propia satisfacción, la realidad recibe el' respeto que le
es debido. Pero –agrega Freud–lo Único gratuito es la muerte, como cada uno
sabe". Para el texto, la única gratuidad sería su propia destrucción: no
escribir, no escribir más, salvo si se es siempre recuperado.
***
Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta
manera que tengo los mejores pensamientos, que invento lo mejor y más adecuado
para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si
llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a
levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente
cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido,
casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye
nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos.
***
¿Por qué la emoción sería antipática al goce (la he visto
injusta y enteramente ubicada del lado de la sentimentalidad, de la ilusión
moral)? Es una disensión, una frontera de desaparición: alguna cosa perversa
debajo de las apariencias bien pensantes; tal vez sea al mismo tiempo la más
sinuosa de las pérdidas pues contradice la regla general que quiere dar al goce
una figura fija: fuerte, violenta, cruda, algo necesariamente musculoso, tenso,
fálico. Contra la regla general: jamás dejarse embaucar por la imagen del goce,
aceptar reconocerla cuando sobreviene una perturbación de la regulación amorosa
(goce precoz, retrasado, exaltado, etc.): ¿el amor–pasión como goce? ¿El goce
como sabiduría (cuando llega a comprenderse a sí mismo fuera de sus propios
prejuicios)?
***
Nada que hacer: el aburrimiento no es simple. No se sale del
aburrimiento (delante de una obra, o de un texto) con un gesto de fastidio o de
prescindencia. De la misma manera que el placer del texto supone toda una
producción indirecta, el aburrimiento no puede otorgarse la prerrogativa de
ninguna espontaneidad: no hay aburrimiento sincero: si personalmente el
texto–murmullo me aburre es porque en realidad no amo la demanda. ¿Pero si yo
la amase (si tuviese algún apetito maternal)? El aburrimiento no está lejos del
goce: es el goce visto desde las costas del placer.
***
Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa,
sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertida,
ennegrecerla, leerla invertida (Mde de Ségur leída por Sade) . Esta reversión,
siendo pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto.
***
Leo en Bouvard y Pécuchet esta frase que me da placer:
"Manteles, sábanas, servilletas colgaban verticalmente, agarradas por
palillos de madera a las cuerdas tendidas." Gusto en ella un exceso de
precisión, una especie de exactitud maníaca del lenguaje, una extravagancia de
descripción (que es posible reencontrar en los textos de Robbe–Grillet). Se
asiste a esta paradoja: la lengua literaria es trastornada, sobrepasada,
ignorada, en la medida en que se ajusta a la lengua "pura", a la
lengua esencial, a la lengua gramatical (se sobrentiende que esta lengua no es
más que una idea). La exactitud en cuestión no resulta de un aumento de los
cuidados, no es una plusvalía retórica, como si las cosas fuesen
progresivamente mejor descriptas sino de un cambio de código: el modelo
(lejano) de la descripción no es más el discurso oratorio (no se
"pinta" más), sino una especie de artefacto lexicográfico.
***
El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto
me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de
seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.;
y perdido en medio del texto (no por detrás como un deus exmachina) está
siempre el otro, el autor.
Como institución el autor está muerto: su persona civil,
pasional, biográfica ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la
formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto
la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una
cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su
representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía
(salvo si sólo murmura).
***
Los sistemas ideológicos son ficciones (espectros de teatro,
hubiese dicho Bacon), novelas –pero novelas clásicas provistas de intrigas, de
crisis, de personajes buenos y malos (lo novelesco es otra cosa: un simple
corte no estructurado, una diseminación de formas: el maya). Cada ficción está
sostenida por un habla social, un sociolecto con el que se identifica: la
ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se
ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes,
intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo.
"... Cada pueblo posee un universo de conceptos
matemáticamente repartidos, y bajo la exigencia de la verdad, comprende que
desde allí en adelante todo dios conceptual debe sólo ser buscado en su
esfera" (Nietzsche): estamos todos capturados en la verdad de los
lenguajes, es decir, en su regionalidad, arrastrados en la formidable rivalidad
que reglamenta su vecindad. Pues cada habla (cada ficción) combate por su
hegemonía y cuando obtiene el poder se extiende en lo corriente y lo cotidiano
volviéndose doxa, naturaleza: es el habla pretendidamente apolítica de los
hombres políticos, de los agentes del Estado, de la prensa, de la radio, de la
televisión, incluso el de la conversación; pero fuera del poder, contra él, la
rivalidad renace, las hablas se fraccionan, luchan entre ellas. Una despiadada
tópica regula la vida del lenguaje; el lenguaje proviene siempre desde algún
lugar: es un topos guerrero.
El mundo del lenguaje (la logosfera) era representado como un
inmenso y perpetuo conflicto de paranoias. Sólo sobreviven los sistemas (las
ficciones, las hablas) suficientemente creadoras para producir una última
figura, aquella que marca al adversario bajo un vocablo a medias científico, a
medias ético, especie de torniquete que permite simultáneamente constatar,
explicar, condenar, vomitar, recuperar al enemigo, en una palabra: hacerle
pagar. Entre otras, puede decirse de ciertas vulgatas: del habla marxista, para
quien toda oposición es de clase; del habla psicoanalítica, para quien toda
denegación es una confesión; del habla cristiana, para quien todo rechazo es
demanda, etc. Fue sorprendente que el lenguaje del poder capitalista no
comprendiese a primera vista tal figura de sistema (de la más baja especie en
tanto los oponentes no eran dichos más que "intoxicados",
"teleguiados", etc.); es comprensible entonces que la presión del
lenguaje capitalista (proporcionalmente más fuerte) no sea del orden paranoico,
sistemático, argumentativo, articulado: es un envenenamiento implacable, una
doxa, una forma de inconsciente: en resumen, la ideología en su esencia.
No hay otro medio para que estos sistemas hablados dejen de
perturbar o incomodar más que habitar alguno de ellos. Si no: ¿y yo, y yo, qué
es lo que hago en todo esto?
El texto por el contrario es atópico si no en su consumo por
lo menos en su producción. No es un habla, una ficción, en él el sistema está
desbordado, abandonado (ese desbordamiento, esa defección es la significancia).
De esta atopía el texto toma y comunica a su lector un estado extraño:
simultáneamente incompatible y calmo. En la guerra de los lenguajes pueden
existir momentos tranquilos yesos momentos son los textos ("La guerra,
dice un personaje de Brecht, no excluye la paz . .. La guerra tiene sus
momentos de paz ... Entre dos escaramuzas se vacía tranquilamente un vaso de
cerveza ..."). Entre dos asaltos de palabras, entre dos presencias de
sistemas, el placer del texto es siempre posible no como una cesión sino como
el pasaje incongruente –disociado– de otro lenguaje, como el ejercicio de una
fisiología diferente.
Todavía existe demasiado heroísmo en nuestros lenguajes; en
los mejores –pienso en el de Bataille–, exaltación de ciertas expresiones y
finalmente una especie de heroísmo insidioso. Por el contrario, el placer del
texto (el goce del texto) es corno una eliminación brusca del valor guerrero,
una escamación . pasajera de los arrestos del escritor, una detención del
"corazón" (del coraje).
¿Cómo un texto que es del orden del lenguaje puede ser fuera
de los lenguajes? ¿Cómo exteriorizar (sacar al exterior) las hablas del mundo
sin refugiarse en una última habla a partir de la cual las otras serían
simplemente comunicadas, recitadas? En el momento en que nombro soy nombrado:
capturado en la rivalidad de los nombres. ¿Cómo el texto puede
"salir" de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? Por un
trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto liquida todo
meta–lenguaje y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia, Causa,
Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye
hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su
referencia socio–lingüística (su "género"): es "lo cómico que no
hace reír", la ironía que no sujeta, el júbilo sin alma, sin mística
(Sarduy), la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar
las estructuras canónicas de la lengua misma (Sollers): el léxico (exuberantes
neologismos, palabras–multiplicadoras, transliteraciones), la sintaxis (no más
célula lógica ni frase). Se trata, por trasmutación (y no solamente por
transformación), de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del
lenguaje; este estado insólito, este metal incandescente fuera del origen y de
la comunicación es entonces parte del lenguaje y no un lenguaje, aunque fuese
excéntrico, doblado, ironizado.
El placer del texto no tiene acepción ideológica. Sin embargo:
esta impertinencia no aparece por liberalismo sino por perversión: el texto. su
lectura, están escindidos. Lo que está desbordado, quebrado, es la unidad moral
que la sociedad exige de todo producto humano. Leemos un texto (de placer) como
una mosca vuela en el volumen de una pieza, por vueltas bruscas, falsamente de
finitivas, apresuradas e inútiles: la ideología pasa sobre el texto y su
lectura como el enrojecimiento sobre un rostro (en el amor algunos gustan
eróticamente este rubor); todo escritor de placer tiene esos rubores imbéciles
(Balzac, Zola, Flaubert, Proust: salvo tal vez Mallarmé, dueño de sí mismo) :
en el texto de placer las fuerzas contrarias no están en estado de represión
sino en devenir: nada es verdaderamente antagonista, todo es plural. Atravieso
sutilmente la noche reaccionaria. Por ejemplo, en Fecundidad de Zola la
ideología es flagrante, particularmente pegajosa: naturalismo, familiarismo,
colonialismo; eso no impide que continúe leyendo el libro. ¿Esta distorsión es
banal? Es posible encontrar asombrosa la habilidad económica con la que el
sujeto se escinde, dividiendo la lectura, resistiendo al contagio del juicio, a
la metonimia de la satisfacción: ¿será que el placer vuelve objetivo?
Algunos quieren un texto (un arte, una pintura) sin sombra,
separado de la "ideología dominante", pero es querer un texto sin
fecundidad, sin productividad, un texto estéril (ved el mito de la Mujer sin
Sombra). El texto tiene necesidad de su sombra: esta sombra es un poco de
ideología, un poco de representación, un poco de sujeto: espectros, trazos,
rastros, nubes necesarias: la subversión debe producir su propio claroscuro.
(Se dice corrientemente: "ideología dominante". Esta
expresión es incongruente ¿pues, qué es la ideología? Es precisamente la idea
cuando domina: la ideología no puede ser sino dominante. Mientras que es justo
hablar de "ideología de la clase dominante" puesto que existe una
clase dominada, es inconsecuente hablar de "ideología dominante" pues
no hay ideología dominada: del lado de los "dominados" no hay nada,
ninguna ideología, sino precisamente –y es el último grado de la alienación– la
ideología que están obligados (para simbolizar, para vivir) a tomar de la clase
que los domina. La lucha social no puede reducirse a la lucha de dos ideologías
rivales: lo que está en cuestión es la subversión de toda ideología).
****
Es necesario marcar bien los imaginarios del lenguaje, a
saber: la palabra como unidad singular, mónada mágica; el lenguaje como
instrumento o expresión del pensamiento; la escritura como transliteración de
la palabra; la carencia misma o la negación del lenguaje como fuerza primaria,
espontánea, pragmática. Todos esos artefactos son asumidos por el imaginario de
la ciencia (la ciencia como imaginario); la lingüística enuncia muy bien la
verdad sobre el lenguaje pero solamente en esto: que ninguna ilusión consciente
es realizada; es la definición misma de lo imaginario: la inconsciencia del
inconsciente.
Ya es un primer trabajo restablecer en la ciencia del lenguaje
aquello que le es atribuido fortuitamente, desdeñosamente y a veces
directamente negado: la semiología (la estilística, la retórica, decía
Nietzsche), la práctica, la acción ética, el "entusiasmo" (Nietzsche,
otra vez). Un segundo trabajo es volver a colocar en la ciencia lo que. va
contra ella: en este caso el texto. El texto es el lenguaje sin su imaginario,
es lo que falta a la ciencia del lenguaje para que sea revelada su importancia general
(y no su particularidad tecnocrática). Todo lo que es apenas tolerado o
rotundamente rechazado por la lingüística (como ciencia canónica, positiva) –la
significancia, el goce–es lo que precisamente retira el texto de los
imaginarios del lenguaje.
Sobre el placer del texto no es posible ninguna
"tesis"; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure
si gaude! y sin embargo y a despecho de todo gozo del texto.
¿Podemos al menos dar algunos ejemplos? Se podría pensar en
una inmensa cosecha colectiva: se recogerían todos los textos que hubiesen dado
placer a alguien (no importa el lugar de donde viniesen) y se revelaría ese
cuerpo textual (corpus: está bien dicho) un poco como el psicoanálisis ha
expuesto el cuerpo erótico del hombre. Sin embargo sería de temer que tal
trabajo no alcanzaría más que a explicar los textos recogidos, habría una
bifurcación inevitable del proyecto: no pudiendo decirse, el placer entraría en
la vía general de las motivaciones, ninguna de las cuales podría ser definitiva
(si alego aquí algunos placeres de texto es siempre de paso, de una manera
precaria, sin regularidad). En una palabra, tal trabajo no podría escribirse.
No puedo más que girar alrededor del tema –y por lo tanto vale más hacerlo
breve y solitariamente antes que colectiva e interminablemente; es mejor
renunciar a efectuar el pasaje del valor –fundamento de la afirmación–a los
valores, que son efectos de cultura.
Como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado
en la guerra de las ficciones (de las hablas) en la que solamente es un juguete
puesto que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de
lugar (es atópico). Por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario
de la escritura) el compromiso combativo de una palabra literaria es, desde su
origen, dudoso. El escritor está siempre sobre el trabajo ciego de los
sistemas, a la deriva; es un comodín, un maná, un grado cero, el muerto del
bridge: necesario para el sentido (para el combate) pero en sí mismo privado de
sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la
historia, de los golpes tácticos de la lucha: se le exige todo y/o nada. Está
fuera del intercambio, sumergido en el no beneficio, el mushotoku zen, sin
deseo de tomar nada si no el goce perverso de las palabras (pero el goce no es
nunca un tomar: nada lo separa del satori, de la pérdida). Paradoja: esta
gratuidad de la escritura (que se vincula por el goce con la gratuidad de la
muerte) es silenciada por el escritor: se contracta, se musculiza, niega la
deriva, reprime el goce: hay muy pocos que combaten a la vez la represión
ideológica y la represión libidinal (aquella que el intelectual hace pesar
sobre sí mismo: sobre su propio lenguaje).
***
Leyendo un texto mencionado por Stendhal (pero que no es suyo)
(8) reencuentro a Proust en un detalle minúsculo. El obispo de Lescars designa
a la nieta de su gran vicario con una serie de apóstrofes preciosos (mi
nietecita, mi amiguita, mi linda morocha, ¡ah golosita!) que resucitan en mí
los cumplidos de las dos mensajeras del Gran Hotel de Balbec, Marie Geneste y
Céleste Albaret, al narrador (¡Oh! diablito de cabellos de pájaro, ¡oh profunda
malicia! ¡Ah juventud! ¡Ah hermosa piel!).
De la misma manera, en Flaubert, son los durazneros normandos
en flor que leo a partir de Proust. Saboreo el reino de las fórmulas, el
trastrueque de los orígenes, la desenvoltura que hace prevenir el texto
anterior del texto ulterior. Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra
de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria,
como lo eran las Cartas de Mme. de Sevigné para la abuela del narrador, las
novelas de caballerías para Don Quijote, etc.; esto no quiere decir que sea un
"especialista" en Proust: Proust es lo que me llega, no lo que yo
llamo; no es una "autoridad", simplemente un recuerdo circular. Esto
es precisamente el intertexto: la imposibilidad de vivir fuera del texto
infinito –no importa que ese texto sea Proust, o el diario, o la pantalla
televisiva: el libro hace el sentido, el sentido hace la vida.
***
Si usted clava un clavo en la madera, la madera resiste
diferentemente según el lugar donde se lo clava: se dice que la madera no es
isotrópica. El texto tampoco es isotrópico: los bordes, la fisura son
imprevisibles. Así como la física (actual) debe ajustarse al carácter
no–isotrópico de ciertos ambientes, de ciertos universos, de la misma manera
será necesario que el análisis estructural (la semiología) reconozca las
menores resistencias, el dibujo irregular de sus venas.
** *
Ningún objeto está en relación constante con el placer (Lacan
a propósito de Sade). Sin embargo para el escritor ese objeto existe: no es el
lenguaje, es la lengua, la lengua materna. El escritor es aquel que juega con
el cuerpo de su madre (reenvío a Pleynet sobre Lautréamont y sobre Matisse):
para glorificarlo, embellecerlo, o para despedazarlo, llevarlo al límite de
sólo aquello que del cuerpo puede ser reconocido: iría hasta el goce de una
desfiguración de la lengua, y la opinión lanzará grandes gritos pues no quiere
que se "desfigure la naturaleza".
***
Se diría que para Bachelard los escritores no han escrito
nunca: por una extraña ablación son solamente leídos. Por eso ha podido fundar
una pura crítica de lectura y la ha fundado en el placer: estamos comprometidos
en una práctica homogénea (deslizante, eufórica, voluptuosa, unitaria,
celebratoria) y esta práctica nos colma: leer–soñar. Con Bachelard es toda la
poesía (como simple derecho de realizar el discontinuo en la literatura, el
combate) que pasa al crédito del Placer. Pero desde el momento en que la obra
es percibida bajo las especies de una escritura, el placer rechina, el goce
asoma y Bache1ard se aleja.
***
Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce. ¿Hay
en ello una erótica de clase? ¿Pero de qué clase? ¿La burguesa? La clase
burguesa no posee ningún gusto por el lenguaje que a sus ojos no es siquiera
lujo ni elemento de un arte de vivir (muerte de la "gran" literatura)
sino solamente instrumento o decoración (fraseología). ¿La clase popular? En
ella encontramos la desaparición de toda actividad mágica o poética: no hay más
carnaval, no hay ya juego con las palabras: es el fin de las metáforas y el
reino de los estereotipos impuestos por la cultura pequeño–burguesa. (La clase
productora no tiene necesariamente el lenguaje de su papel, de su fuerza, de su
virtud. Por lo tanto: disociación de las solidaridades, de las empatías –muy
fuertes aquí como nulas allá. Crítica de la ilusión totalizante: no importa qué
aparato unifica ante todo el lenguaje; pero no es necesario respetar el todo.)
Queda un islote: el texto. ¿Delicias de casta, mandarinato? El
placer tal vez, el goce, no.
Estoy persuadido que ninguna significancia (ningún goce) puede
producirse en una cultura de masa (totalmente distinguible, como el agua del
fuego, de la cultura de las masas) pues el modelo de esta cultura es
pequeñoburgués. Lo propio de nuestra contradicción (histórica) es que la
significancia (el goce) está enteramente refugiada en una alternativa excesiva:
o bien en una práctica del mandarinato (alternativa de una extenuación de la
cultura burguesa), o bien en una idea utópica (la de una cultura del porvenir,
surgida de una revolución radical, inaudita, imprevisible, de la cual el que
hoy escribe sólo sabe una cosa: que tal como Moisés no entrará en ella).
Carácter asocial del goce. Es la pérdida abrupta ele la
socialidad, y sin embargo no se produce subsecuentemente ninguna recaída sobre
el sujeto (la subjetividad), la persona, la soledad: todo se pierde
integralmente. Fondo extremo de la clandestinidad, negro cinematográfico.
Todos los análisis socio–ideológicos concluyen en el carácter
deceptivo de la literatura (lo que les quita un poco de su pertenencia): en
todo caso la obra sería finalmente escrita por un grupo socialmente
decepcionado o impotente, fuera de combate por situacion histórica económica
política; la literatura seria la expresión de esta decepción. Estos análisis
olvidan (y es normal puesto que son hermenéuticas fundadas sobre la
investigación exclusiva del significado) el formidable reverso de la escritura:
el goce, goce que puede explotar a través de los siglos fuera de ciertos
textos, escritos sin embargo bajo el amparo de la más oscura y siniestra
filosofía.
***
El lenguaje que hablo en mi mismo no es de mi tiempo; por
naturaleza está fijado en la sospecha ideológica; es preciso entonces que luche
con él. Escribo porque no quiero las palabras que encuentro: por sustracción. Y
al mismo tiempo, este penúltimo lenguaje es el de mi placer: leo a lo largo de
las noches a Zola, a Proust, a Verne, Montecristo, las Memorias de un turista,
e incluso a veces a Julien Green. Este es mi placer pero no mi goce. Mi goce
sólo puede llegar con lo nuevo absoluto pues sólo lo nuevo trastorna (enferma)
la conciencia (¿ocurre esto fácilmente? no lo creo; nueve veces sobre diez lo
nuevo no es más que el estereotipo de la novedad).
Lo Nuevo no es una moda, es un valor fundamento de toda
crítica: nuestra evaluación del mundo no depende ya, como en Nietzsche, al
menos directamente, de la oposición entre lo noble y lo vil, sino de la
oposición entre lo Antiguo y lo Nuevo (la erótica de lo Nuevo comenzó en el
siglo XVIII: larga transformación en marcha). Para escapar a la alienación de
la sociedad presente no existe más que este medio: la fuga hacia adelante: todo
lenguaje antiguo está inmediatamente comprometido, y todo lenguaje deviene
antiguo desde el momento en que es repetido. El lenguaje encrático (el que se
produce y se extiende bajo la protección del poder) es estatutariamente un
lenguaje de repetición; todas las instituciones oficiales de lenguaje son
máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad, la obra masiva,
la canción, la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo
sentido, a menudo las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la
figura mayor de la ideología. Por el contrario, lo Nuevo es el goce (Freud:
"En el adulto, la novedad constituye siempre la condición del goce").
De esto proviene la configuración actual de las fuerzas: por un lado una chatura
masiva (ligada a la repetición del lenguaje) –chatura fuera del goce pero no
forzosamente fuera del placer–y por el otro un arrebato desesperado que puede
ir hasta la destrucción del discurso: una tentativa por hacer resurgir
históricamente el goce reprimido bajo el estereotipo.
La oposición (el cuchillo del valor) no se da necesariamente
entre los contrarios consagrados, nombrados (el materialismo y el idealismo, el
reformismo y la revolución, etcétera) sino que se da siempre y en todos lados
entre la excepción y la regla. La regla es el abuso, la excepción es el goce.
Por ejemplo, en ciertos momentos es posible sostener la excepción de los
Místicos. Todo, pero no la regla (la generalidad, el estereotipo, el idiolecto:
el lenguaje consistente).
Sin embargo se puede pretender lo contrario (de todas maneras
no sería yo quien lo pretendiese): la repetición engendraría por sí misma el
goce. Los ejemplos etnográficos abundan: ritmos obsesivos, músicas
fascinadoras, letanías, ritos, nembutsu búdico, etcétera; repetir hasta el
exceso es entrar en la pérdida, en el cero del significado. Pero para que la
repetición sea erótica es preciso que sea formal, literal, y en nuestra cultura
esta rígida repetición (excesiva) deviene excéntrica, desplazada hacia ciertas
regiones marginales de la música. La forma bastarda de la cultura de masa es la
repetición vergonzosa: se repiten los contenidos, los esquemas ideológicos, el
pegoteo de las contradicciones, pero se varían las formas superficiales: nuevos
libros, nuevas emisiones, nuevos films, hechos diversos pero siempre el mismo
sentido.
En resumen, la palabra puede ser erótica bajo dos condiciones
opuestas, ambas excesivas: si es repetida hasta el cansancio o, por el
contrario, sí es inesperada, suculenta por su novedad (en ciertos textos, las
palabras brillan, son como apariciones que distraen, incongruentes –importa
poco que puedan parecer pedantes; personalmente me gusta esta frase de Leibniz:
"... como si los relojes de bolsillo marcasen las horas por obra de cierta
facultad horodeíctica, sin tener necesidad de engranajes, o como si los molinos
triturasen el grano por una cualidad fracturante sin necesidad de
muelas."). En ambos casos es la misma física del goce, el surco, la
inscripción, la síncopa: tanto lo que es ahuecado, revuelto, o lo que estalla,
desentona.
El estereotipo es la palabra repetida fuera de toda magia, de
todo entusiasmo, como si fuese natural, como si por milagro esa palabra que se
repite fuese adecuada en cada momento por razones diferentes, como si imitar
pudiese no ser sentido como una imitación: palabra sin vergüenza que pretende
la consistencia pero ignora su propia insistencia. Nietzsche ha hecho notar que
la "verdad" no era más que la solidificación de antiguas metáforas.
En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la "verdad", el
rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma
canónica, constrictiva, del significado. (Sería bueno imaginar una nueva
ciencia lingüística que no estudiase ya el origen de las palabras, la
etimología, ni su difusión, la lexicología, sino el progreso de su
solidificación, su espesamiento a lo largo del discurso histórico; sin duda
esta ciencia sería subversiva, manifestando más que el origen de la verdad, su
naturaleza retórica, lingüística.)
La desconfianza con respecto al estereotipo (ligado al goce de
la palabra nueva o del discurso insostenible) es un principio de inestabilidad
absoluta que no respeta nada (ningún contenido, ninguna elección). La náusea
llega en el momento en que el enlace de dos palabras importantes se
sobrentiende. y desde el momento en que una cosa está sobrentendida la
abandono: es el goce. ¿Provocación inútil? En la novela de Poe, Valdemar, el
moribundo magnetizado, sobrevive catalépticamente gracias a la repetición de
las preguntas que le son dirigidas ("¿Duerme Sr. Valdemar?"), pero
esta supervivencia es insostenible: la falsa muerte, la muerte atroz, es
aquella que no es un término, es lo interminable ("¡Por amor de Dios!
[Rápido, rápido, hacedme dormir o despertadme! Les digo que estoy
muerto.") El estereotipo es esta imposibilidad nauseabunda de morir.
En el campo intelectual, la elección política es una detención
del lenguaje, es por lo tanto un goce. Sin embargo el lenguaje retoma su poder bajo
su forma más consistente (el estereotipo político). Es necesario tragarse sin
náuseas este lenguaje.
Otro goce (otros bordes): consiste en despolitizar lo que es
aparentemente político y en politizar lo que aparentemente no lo es. Pero no,
se politiza lo que debe serlo y nada más.
****
Nihilismo: "los fines superiores se desvalorizan".
Es un momento inestable, amenazado, pues otros valores superiores tienden
inmediatamente antes que los primeros sean destruidos a tornar el primer
puesto; la dialéctica no hace más que ligar posibilidades sucesivas: de ahí
proviene la confusión en el seno mismo del anarquismo. ¿Cómo instalar la
carencia de todo valor superior? ¿La ironía? La ironía proviene siempre de un
lugar seguro. ¿La violencia? Es un valor superior y de los mejor codificados.
¿El goce? Sí, en tanto no sea dicho, convertido en doctrina. El nihilismo más
consecuente es tal vez aquel que se enmascara: de una manera interior a las instituciones,
a los discursos conformistas, a las finalidades aparentes.
***
A. me confía que no soportaría el desenfreno de su madre pero
que sí lo aceptaría en su padre, y agrega: ¿es extraño, no? Bastaría un solo
nombre para acabar con su sorpresa: ¡el Edipoi En mi opinión A. está muy cerca
del texto pues corno el texto tampoco da los nombres o borra los que existen;
el texto no dice (¿con qué dudosa intención?): el marxismo, el brechtismo, el
capitalismo, el idealismo, el Zen, etc.; el Nombre no viene a los labios, está
fragmentado en prácticas, en palabras que no son Nombres. Impulsándose hacia
los límites del decir, en una mathesis del lenguaje que no quiere ser
confundida con la ciencia, el texto deshace la nominación, y esta defección lo
acerca al goce.
En un texto antiguo que acabo de leer (un episodio de la vida
eclesiástica relatada por Stendhal) se suceden los alimentos nombrados: leche,
tartas, queso a la crema de Chantilly, confituras de Bar, naranjas de Malta,
fresas con almíbar. ¿Es un placer de pura representación (sólo experimentado
por el lector goloso)? Pero a mí no me gusta la leche ni los alimentos
azucarados y me proyecto muy poco en el detalle de estas comidas infantiles.
Aquí ocurre otra cosa relacionada sin duda a otro sentido de la palabra
"representación". Cuando en un debate alguien representa algo a su
interlocutor no hace más que alegar el Último estado de la realidad, lo
inmanejable que hay en ella. De la misma manera tal vez el novelista citando,
nombrando, notificando la comida (tratándola como notable) impone al lector el
Último estado de la materia, lo que en ella no puede ser sobrepasado, dejado de
lado (aunque no es el mismo caso ele los nombres citados anteriormente:
marxismo, idealismo, etc.). ¡Es eso! Este grito no debe ser entendido como una
iluminación de la inteligencia sino como el límite mismo de la nominación, de
la imaginación. En resumen habría dos realismos: el primero descifra lo
"real" (lo que se demuestra pero no se ve); el segundo dice la
"realidad" (lo que se ve pero que no se demuestra) ; la novela, que
puede mezclar los dos realismos, agrega a lo inteligible de lo "real"
la cola fantasmática de la "realidad": sorpresa porque se comiese en
1791 una "ensalada de naranjas al ron" como en nuestros actuales
restoranes: esbozo de inteligible histórico y empecinamiento de la cosa (la naranja,
el ron) por estar allí.
***
Según parece un francés de cada dos no lee, la mitad de
Francia está privada –se priva del placer del texto. Generalmente se deplora
esta desgracia nacional desde un punto de vista humanista como si despreciando
el libro los franceses renunciasen solamente a un bien moral, a un valor noble.
Sería mejor hacer la sombría, la estúpida y trágica historia de todos los
placeres objetados y reprimidos en las sociedades: hay un oscurantismo del
placer.
Aun si reubicamos el placer del texto en el campo de su teoría
y no en el de su sociología (lo que lleva aquí a un discurso particular
aparentemente privado de todo alcance nacional o social) sigue siendo una
alienación política la que está en cuestión: la forclusión del placer (y mucho
más del goce) en una sociedad trabajada por dos morales: una moral mayoritaria,
de la mediocridad; la otra, grupuscular, del rigor (político y/o científico).
Se diría que la idea de placer ya no halaga a nadie. Nuestra sociedad parece a
la vez tranquila y violenta, pero sin lugar a dudas es frígida.
***
La muerte del Padre suprimió muchos de los placeres de la
literatura. ¿Si ya no hay Padre para qué seguir contando historias? ¿Todo
relato no se vincula con el Edipo? ¿Contar no es siempre buscar el origen,
decir sus querellas con la Ley, entrar en la dialéctica del enternecimiento y
del odio? Hoy día se equivale de una misma manera el Edipo y el relato: no se
ama, no se teme, no se cuenta más. Como ficción, el Edipo servía para algo,
para hacer buenas novelas, para narrar bien (esto fue escrito después de ver
City Girl, de Murnau).
Muchas lecturas son perversas, lo que implica una escisión. De
la misma manera que el niño sabe que la madre no tiene pene y sin embargo cree
que ella posee uno (Freud ha mostrado la rentabilidad de esta economía), el
lector puede decir en todo momento: sé muy bien que no son más que palabras,
pero de todas maneras… me conmuevo como si estas palabras enunciaran una
realidad). De todas las lecturas, la lectura trágica es la más perversa:
obtengo placer escuchándome contar una historia cuyo final conozco: sé y no sé,
hago frente a mí mismo como si no supiese: sé muy bien que Edipo será
descubierto, que Danton será guillotinado, pero de todas maneras ... En
relación a la historia dramática –aquella en la que se ignora el final– hay
desaparición del placer y progresión del goce (en la cultura de masa actual
donde se efectúa un gran consumo de "dramáticas" hay por lo tanto
poco goce).
***
Proximidad (¿identidad?) del goce y del miedo. Lo que repugna
en esta vinculación no es tanto la idea que el miedo es un sentimiento
desagradable –idea banal– sino que es un sentimiento mediocremente indigno; es
el sentimiento descartado en todas las filosofías (salvo, creo, Hobbes:
"la única pasión de mi vida ha sido el miedo") ; la locura no lo
tiene nunca en cuenta (salvo tal vez la locura pasada de moda: el Horla), y
esto le impide ser moderno: es una negación de la transgresión, una locura que
deja en plena conciencia. Por una última fatalidad, el sujeto que tiene miedo
permanece siendo siempre un sujeto; tal vez pueda ser reemplazado por la
neurosis (se habla entonces de angustia, palabra noble, científica: pero el
miedo no es la angustia) .
Estas mismas razones acercan el miedo al goce: el miedo es la
clandestinidad absoluta no porque sea "inconfesable" (todavía hoy día
es difícilmente confesable) sino porque escindiendo al sujeto pero dejándolo
intacto, no tiene a su disposición más que significantes similares: el lenguaje
delirante no es posible para quien lo escucha nacer en él. "Escribo para
no volverme loco", decía Bataille –queriendo decir que escribía la locura;
pero ¿quién podría decir: "Escribo para no tener miedo"? ¿Quién
podría escribir el miedo (10 que no quiere decir narrarlo)? El miedo no expulsa
ni reprime ni realiza la escritura: gracias a la más inmóvil de las
contradicciones, la escritura y el miedo coexisten separados.
(Sin hablar del caso cuando escribir da miedo.)
***
Un día, a medias dormido sobre el asiento de un bar intentaba
por juego enumerar todos los lenguajes que entraban en mi audición: músicas,
conversaciones, ruidos de sillas, de vasos, toda una estereofonía cuyo lugar
ejemplar es una plaza de Tánger (descripta por Severo Sarduy). Todo esto
hablaba en mí (es bien conocido) y esta palabra llamada "interior"
era muy semejante al ruido de la plaza, a esa gradación de voces que me venían
del exterior: yo mismo era un lugar público, un souk (9) ; pasaban en mí las
palabras, los trozos de sintagmas, los finales de fórmulas, y ninguna frase se
formaba, como si ésa hubiese sido la ley de ese lenguaje. Esta palabra, muy
cultural y muy salvaje a la vez, era sobre todo lexical, esporádica, constituía
en mí, a través de su flujo aparente, un discontinuo definitiva: esta no–frase
no era algo informe que no poseyese el poder de acceder a la frase, que fuese
algo antes de la frase, era mas bien algo que eterna, soberbiamente, está fuera
de la frase. En ese momento, virtualmente, se desplomaba toda esa lingüística
que sólo cree en la frase y que siempre ha atribuido una exorbitante dignidad a
la sintaxis predicativa (como forma de una lógica, de una racionalidad) ;
recordé este escándalo científico: no existe ninguna gramática locutiva
(gramática de lo que se habla y no de lo que se escribe, y para comenzar:
gramática del francés hablado). Estamos entregados a la frase (y de allí a la
fraseología) .
La Frase es jerárquica: implica sujeciones, subordinaciones,
reacciones internas. De ahí proviene su forma acabada, pues ¿cómo una jerarquía
podría permanecer abierta? La frase está acabada, es precisamente ese lenguaje
que está acabado. En esto la práctica difiere de la teoría. La teoría (Chomsky)
dice que la frase es en derecho infinita (infinitamente catalizable) pero la
práctica obliga siempre a terminar la frase. "Toda actividad ideológica se
presenta bajo la forma de enunciados composicionalmente acabados". También
podemos tomar esta proposición de Julia Kristeva en su reverso: todo enunciado
acabado corre el riesgo de ser ideológico. En efecto, es el poder de
acabamiento el que define la maestría frástica y marca con una destreza suprema
costosamente adquirida, conquistada, a los agentes de la Frase. El profesor es
alguien que termina sus frases. El político entrevistado se preocupa
visiblemente por imaginar un final a su frase: ¿y si olvidara lo que tiene que
decir? ¡Toda su política se vería perjudicada! ¿Y el escritor? Valéry decía:
"No se piensan palabras, solamente se piensan frases". Lo decía
porque era escritor. Y precisamente se llama escritor no a quien expresa su
pensamiento, su pasión o su imaginación mediante frases sino a quien piensa
frases: un Piensa–Frases (es decir: ni totalmente un pensador ni totalmente un
fraseador).
El placer de la frase es muy cultural. El artefacto creado por
los retóricos, los gramáticos, los lingüistas, los maestros, los escritores,
los padres, este artefacto es imitado de manera más o menos lúdica; se juega
con un objeto excepcional del que la lingüística ha señalado su carácter
paradójico: inmutablemente estructurado y sin embargo infinitamente renovable:
algo así como el juego de ajedrez.
¿A menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo?
***
Placer del texto. Clásicos. Cultura (cuanto más cultura, más
grande y diverso será el placer). Inteligencia. Ironía. Delicadeza. Euforia.
Maestría. Seguridad: arte de vivir. El placer del texto puede definirse por una
práctica (sin ningún riesgo de represión): lugar y tiempo de lectura: casa,
provincia, comida cercana, lámpara, familia –allí donde es necesaria–, es
decir, a lo lejos o no (Proust en el escritorio perfumado por las flores de
iris), etc. Extraordinario refuerzo del yo (por el fantasma); inconsciente
acolchado. Este placer puede ser dicho: de aquí proviene la crítica.
Textos de goce. El placer en pedazos; la lengua en pedazos; la
cultura en pedazos. Los textos de goce son perversos en tanto están fuera de
toda finalidad imaginable, incluso la finalidad del placer (el goce no obliga
necesariamente al placer, incluso puede aparentemente aburrir) . Ninguna
justificación es posible, nada se reconstituye ni se recupera. El texto de goce
es absolutamente intransitivo. Sin embargo la perversión no es suficiente para
definir al goce, es su extremo quien puede hacerlo: extremo siempre desplazado,
vacío, móvil, imprevisible. Este extremo garantiza el goce: una perversión a
medias se embrolla rápidamente en un juego de finalidades subalternas:
prestigio, ostentación, rivalidad, discurso, necesidad de mostrarse, etcétera.
Todo el mundo puede testimoniar que el placer del texto no es
seguro: nada nos dice que el mismo texto nos gustará por segunda vez; es un
placer que fácilmente se disuelve, se disgrega por el humor, el hábito, la
circunstancia, es un placer precario (obtenido gracias a una plegaria
silenciosa dirigida a las Ganas de sentirse bien y que estas Ganas pueden
revocar); de ahí proviene la imposibilidad de hablar de ese texto desde el
punto de vista de la ciencia positiva (su jurisdicción es la de la ciencia
crítica: el placer como principio crítico) .
El goce del texto no es precario, es peor, es precoz; no se
produce en el tiempo justo, no depende de ninguna maduración. Todo se realiza
de una vez y este arrebato es evidente en la pintura actual: desde el momento
en que es comprendida el principio de la pérdida se vuelve ineficaz, es
necesario pasar a otra cosa. Todo se juega, se goza, en la primera mirada. (10)
***
El texto es (debería ser) esa persona audaz que muestra su
trasero al Padre Político.
***
¿Por qué en tantas obras históricas, novelescas, biográficas,
hay un placer en ver representada la "vida cotidiana" de una época,
de un personaje? ¿Por qué esta curiosidad por los detalles: horarios, hábitos,
comidas, casas, vestidos, etc.? ¿Es por el gusto fantasmático de la "realidad"
(la materialidad misma del "eso ha sido")? ¿Y no es el fantasma mismo
el que convoca el "detalle", la escena minúscula, privada, en la que
puedo fácilmente tomar mi lugar? En resumen, habría "pequeños
histéricos" (esos lectores) que obtendrían goce de un singular teatro: no
el de la grandeza sino el de la mediocridad (¿si es que hay sueños, fantasmas
de mediocridad?)
De esta manera es imposible imaginar notación más tenue, más
insignificante que la del "tiempo que hace" (que hacía), y sin
embargo ... el otro día intentando leer a Amiel, irritación por lo que el
virtuoso editor (todavía hay quien forcluye el placer) creyendo hacer un bien
suprime del Diario los detalles cotidianos, el tiempo que hacía al borde del
lago de Ginebra, y conserva las insípidas consideraciones morales: sin embargo
sería ese tiempo el que no habría envejecido y no la filosofía de Amiel,
***
El arte parece comprometido históricamente, socialmente. Por
eso el artista se esfuerza por destruirlo.
Veo tres formas en este esfuerzo. El artista puede pasar a
otro significante: si es escritor hacerse cineasta, pintor, o, por el
contrario, si es pintor, cineasta, o desarrollar interminables discursos
críticos sobre el cine, la pintura, reducir voluntariamente el arte a su
crítica. El artista puede también dejar la escritura y someterse a la
significancia de la misma, hacerse sabio, teórico intelectual, hablar para
siempre desde una zona moral limpia de toda sensualidad de lenguaje; puede
también anularse, dejar de escribir, cambiar de oficio, de deseo.
La desgracia es que esta destrucción es siempre inadecuada; o
bien se hace desde el exterior del arte y por lo tanto se vuelve no pertinente,
o bien la destrucción consiente en permanecer en la práctica del arte y en
consecuencia se ofrece rápidamente a la recuperación (la vanguardia, ese
lenguaje rebelde que va a ser recuperado). La incomodidad de esta alternativa
proviene del hecho que la destrucción del discurso no es un término dialéctico
sino un término semántico: la destrucción se ubica dócilmente bajo el gran mito
semiológica del "versus" (blanco versus negro) ; de esta manera la
destrucción del arte está condenada sólo a las formas paradojales (aquellas que
van literalmente contra la doxa): los dos ejes del paradigma están pegados uno
al otro de una manera finalmente cómplice: hay un acuerdo estructural entre las
formas contestatarias y las formas cuestionadas.
(Inversamente, entiendo por subversión sutil aquella que no se
interesa directamente en la destrucción, esquiva el paradigma y busca otro término:
un tercer término que sin embargo no sea un término de síntesis sino un término
excéntrico, inaudito. ¿Un ejemplo? Tal vez Bataille que frustra el término
idealista por un materialismo inesperado donde ocupan su lugar el vicio, la
devoción, el juego, el erotismo imposible, etc.; de esta manera Bataille no
opone la libertad sexual al pudor sino ... la risa).
***
El texto de placer no es forzosamente aquel que relata
placeres; el texto de goce no es nunca aquel que cuenta un goce. El placer de
la representación no está ligado a su objeto: la pornografía no es segura. En
términos zoológicos se dirá que el lugar del placer textual no es la relación
de la copia y del modelo (relación de imitación), sino solamente la del engaño
y la copia (relación de deseo, de producción).
Por otra parte sería necesario distinguir entre la figuración
y la representación.
La figuración sería el modo de aparición del cuerpo erótico
(no importa el modo o grado) en el perfil del texto. Por ejemplo: el autor
puede aparecer en su texto (Genet, Proust) pero no bajo las especies de la
biografía directa (lo que excedería al cuerpo, daría un sentido a la vida,
forjaría un destino). O también: se puede concebir deseo por un personaje de
novela (por pulsiones fugitivas.) O incluso: el texto mismo, estructura
diagramática y no imitativa, puede desplegarse bajo forma de cuerpo, disociado
en objetos fetiches, en lugares eróticos. Todos estos movimientos dan
testimonio de una figura del texto necesaria para el goce de la lectura. Por
este mismo hecho y mucho más que el texto, el film será siempre con toda
seguridad figurativo aunque no represente nada (por lo que de todas maneras
vale la pena realizarlo).
La representación sería una figuración inflada, cargada de
múltiples sentidos pero donde está ausente el sentido del deseo: un espacio de
justificaciones (realidad, moral, verosimilitud, legibilidad, verdad, etc.).
Veamos un texto de pura representación: Barbey d'Aurevilly escribe de la virgen
de Memling: "Está erguida, perpendicularmente presentada. Los seres puros
son erguidos. Las mujeres castas se reconocen en el talle y el movimiento, las
voluptuosas se deslizan lánguidamente y se inclinan casi a punto de caer".
Adviertan al pasar que el procedimiento representativo pudo engendrar tanto un
arte (la novela clásica) como una "ciencia" (la grafología que, por
ejemplo, de la voluptuosidad de una carta concluye la sensualidad del redactor)
y que sin sofisticación alguna es justo clasificar como inmediatamente
ideológica (por la proyección histórica de su significación). Es cierto que a
menudo la representación toma como objeto de imitación al deseo mismo, pero
entonces ese deseo no sale del marco, del cuadro, circula entre los personajes
y si hay un receptor ese receptor permanece interior a la ficción (se podrá
decir en consecuencia que toda semiótica que retiene al deseo encerrado en la
configuración de los actuantes por nueva que sea es una semiótica de la
representación. La representación es precisamente eso: cuando nada sale, cuando
nada salta fuera del marco, del cuadro, del libro, de la pantalla).
***
Apenas se ha dicho algo sobre el placer del texto en cualquier
parte aparecen dos gendarmes preparados para caernos encima: el gendarme
político y el gendarme psicoanalítico: futilidad y/o culpabilidad, el placer es
ocioso o vano, es una idea de clase o una ilusión.
Vieja, muy vieja tradición: el hedonismo ha sido reprimido por
casi todas las filosofías, sólo entre los marginados se encuentra la
reivindicación hedonista: Sade, Fourier, para Nietzsche mismo el hedonismo es
un pesimismo. El placer es siempre decepcionado, reducido, desinflado en
provecho de los valores fuertes, nobles: la Verdad, la Muerte, el Progreso, la
Lucha, la Alegría, etc. Su rival victorioso es el Deseo: se nos habla
continuamente del Deseo pero nunca del Placer, el Deseo tendría una dignidad epistémica
pero el Placer no. Se diría que la Sociedad (la nuestra) rechaza (y acaba por
ignorar) de tal manera el goce que no puede sino producir epistemologías de la
Ley (y de su contestación) nunca de su ausencia, o mejor: de su nulidad. Es
curiosa esta permanencia filosófica del Deseo (en tanto nunca es satisfecho):
¿Esta palabra no denotaría una "idea de clase"? (Presunción de una
prueba bastante grosera pero sin embargo bastante notoria: lo
"popular" no conoce el Deseo, sólo placeres.)
Los libros llamados "eróticos" (es necesario
agregar: los comunes, para exceptuar a Sade y algún otro) representan no tanto
la escena erótica sino su expectación, su preparación, su progresión: es en
esto que resultan "excitantes", y por supuesto cuando la escena llega
hay decepción, deflación. Dicho de otra manera, son libros del Deseo, no del
Placer. O dicho con malicia, ponen en escena el Placer tal como lo ve el
psicoanálisis. Un mismo sentido dice tanto aquí como allá que todo esto es bien
decepcionante.
(El monumento psicoanalítico debe ser atravesado, no rodeado,
como las calles admirables de una gran ciudad, calles a través de las cuales se
puede jugar, soñar, etc.: es una ficción.)
Parece que existiría una mística del Texto. Por el contrario,
todo el esfuerzo consiste en materializar el placer del texto, en hacer del
texto un objeto de placer como cualquier otro. Es decir: ya sea vinculando el
texto de los "placeres" de la vida (una comida, un jardín, un
encuentro, una voz, un momento, etc.) al catálogo personal de nuestras
sensualidades, o ya sea abriendo mediante el texto la brecha del goce, de la
gran pérdida subjetiva, identificando ese texto a los momentos más puros de la
perversión, a sus lugares clandestinos. Lo importante es igualar el campo del placer,
abolir la falsa oposición entre vida práctica y vida contemplativa. El placer
del texto es una reivindicación dirigida justamente contra la separación del
texto, pues lo que el texto dice a través de la particularidad de su nombre es
la ubicuidad del placer, la atopía del goce.
Idea de un libro (de un texto) donde sería trazada, tejida, de
la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la
"vida" y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura
y la aventura.
Imaginar una estética (si la palabra no está demasiado
devaluada) fundada hasta el final (completamente, radicalmente, en todos los
sentidos) sobre el placer del consumidor fuese quien fuese, pertenezca a la
clase o al grupo que sea, sin consideración de culturas y de lenguajes: las
consecuencias serían enormes, tal vez incluso desgarradoras (Brecht ha
comenzado a elaborar tal estética del placer, de todas sus propuestas es la que
se olvida más a menudo).
***
El sueño permite, sostiene, retiene y saca a luz una extrema
fineza de sentimientos morales, a veces incluso metafísicos, el sentido más
sutil de las relaciones humanas, de las diferencias refinadas, un sabor de alta
civilización, en resumen, una lógica consciente, articulada con una delicadeza
inaudita que sólo un vigilante trabajo podría conseguir. Brevemente, el sueño
hace hablar todo lo que en mí no es extraño, extranjero: es una anécdota
incivil hecha con sentimientos muy civilizados (el sueño sería civilizador).
A menudo el goce pone en escena este diferencial (Poe) (11),
pero también puede dar la figura contraria (aunque también escindida) : una
anécdota muy legible con sentimientos imposibles (Mme. Edwarda, de Bataille)
***
¿Puede haber alguna relación entre el placer del texto y las
instituciones del texto? Muy poca. La teoría del texto postula el goce pero
tiene poco porvenir institucional en tanto funda en su cumplimiento exacto, su
asunción, una práctica (la del escritor) y no una ciencia, un método, una
investigación, una pedagogía. Por sus mismos principios esta teoría sólo puede
producir teóricos o prácticos escribientes y no especialistas (críticos,
investigadores, profesores, estudiantes). No es solamente el carácter
fatalmente metalingüístico de toda investigación institucional lo que traba la
escritura del placer textual, ocurre también que actualmente sornas incapaces
de concebir una verdadera ciencia del devenir (la única que podría reunir
nuestro placer sin disfrazarlo de una tutela moral): "... no somos lo
bastante sutiles para percibir el flujo probablemente absoluto del devenir; lo
permanente no existe más que gracias a nuestros groseros órganos que resumen y
reúnen las cosas en planos comunes, mientras que nada existe bajo esta forma.
El árbol es a cada instante una cosa nueva; afirmarnos la forma porque no
aprehendemos la sutileza de un movimiento absoluto" (Nietzsche).
El Texto sería también ese árbol cuya nominación (provisoria)
debemos a la grosería de nuestros órganos. Seríamos científicos por falta de
sutileza.
***
¿Qué es la significancia? Es el sentido en cuanto es producido
sensualmente.
***
Lo que se trata de establecer desde diversas perspectivas es
una teoría materialista del sujeto. Esta investigación puede pasar por tres
estados: primero, retomando una antigua vía psicológica, puede criticar
cruelmente las ilusiones con las que se rodea el sujeto imaginario (los
moralistas clásicos han sobresalido en este tipo de crítica); enseguida –o al
mismo tiempo– puede ir más lejos y admitir la escisión vertiginosa del sujeto
descripto como pura alternancia, la del cero y de su desaparición (esto interesa
puesto que no pudiendo decirse en el texto, el goce hace pasar en él el
estremecimiento de su anulación); por fin, puede generalizar el sujeto
("alma múltiple", "alma mortal")–lo que no quiere decir
masificarlo, colectivizarlo; y aquí reencontramos siempre el texto, el placer,
el goce: "¿No se tiene derecho a preguntar quién es el que interpreta? Es
la interpretación misma, forma de la voluntad de poder, la que existe (no como
un "ser" sino como un proceso, un devenir) como pasión"
(Nietzsche).
Entonces tal vez el sujeto reaparece pero no ya como ilusión
sino como ficción. Es posible obtener un cierto placer de una manera de
imaginarse como individuo, de inventar una de las más raras y últimas
ficciones: lo ficticio de la identidad. Esta ficción no es ya la ilusión de una
unidad, es por el contrario el teatro de sociedad donde hacemos comparecer a
nuestro plural: nuestro placer es individual, pero no personal.
Cada vez que intento "analizar" un texto que me ha
dado placer no es mi "subjetividad" la que reencuentro, es mi
"individuo", el dato básico que separa mi cuerpo de los otros cuerpos
y hace suyo su propio sufrimiento, su propio placer: es mi cuerpo de goce el
que reencuentro. Y ese cuerpo de goce es también mi sujeto histórico, pues es
al término de una combinatoria muy fina de elementos biográficos, históricos,
sociológicos, neuróticos (educación, clase social, configuración infantil,
etc.) que regulo el juego contradictorio del placer (cultural) y del goce
(no–cultural) y que me escribo como un sujeto actualmente mal ubicado, llegado
demasiado tarde o demasiado temprano (este demasiado no designa una pena, ni
una falta ni una desgracia sino solamente convoca un lugar nulo): sujeto
anacrónico, a la deriva.
Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura –o
de los lectores de placer; esta tipología no podría ser sociológica pues el
placer no es un atributo del producto ni de la producción, sólo podría ser
psicoanalítica comprometiendo la relación de la neurosis lectora con la forma
alucinada del texto. El fetichista acordaría con el texto cortado, con la
parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con el placer
de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los
lenguajes segundos, excéntricos, de los meta–lenguajes (esta clase reuniría
todos los logófilos, lingüistas, semióticos, filólogos, todos aquellos para
quienes el lenguaje vuelve) . El paranoico consumiría o produciría textos
sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos, construcciones
propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuanto al histérico (tan
contrario al obsesivo) sería aquel que toma al texto por moneda contante y
sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje, aquel que
no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a través del texto (que
es una cosa totalmente distinta a proyectarse en él).
***
Texto quiere decir Tejido, pero si hasta aquí se ha tomado
este tejido como un producto, un velo detrás del cual se encuentra más o menos
oculto el sentido (la verdad), nosotros acentuamos ahora la idea generativa de
que el texto se hace, se trabaja a través de un entrelazado perpetuo; perdido
en ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se
disuelve en las segregaciones constructivas de su tela. Si amásemos los
neologismos podríamos definir la teoría del texto como una hifologia (hifos: es
el tejido y la tela de la araña).
Aunque la teoría del texto haya específicamente designado la
significancia (en el sentido que Julia Kristeva ha dado a esta palabra) como
lugar del goce, aunque haya afirmado el valor erótico y crítico de la práctica
textual, estas propuestas son a menudo olvidadas, reprimidas, ahogadas. y sin
embargo: ¿el materialismo radical hacia el cual tiende la teoría es concebible
sin el pensamiento del placer, del goce? ¿Los raras materialistas del pasado
–cada uno a su manera–, Epicuro, Diderot, Sade, Fourier, no han sido todos
eudemonistas declarados?
Sin embargo el lugar del placer en una teoría del texto no es
seguro. Simplemente llega un día en que se siente la urgencia de descentrar un
poco la teoría, de desplazar el discurso en tanto el idiolecto que se repite
toma consistencia y es conveniente someterlo al sacudón de un cuestionamiento.
Como nombre trivial, indigno (¿quién, sin reír, se llamaría hoy hedonista?)
puede perturbar el retorno del texto a la moral, a la verdad: a la moral de la
verdad: es un indirecto, un "descentrador" si se puede decir, sin el
cual la teoría del texto volvería a convertirse en un sistema centrado, una
filosofía del sentido.
***
No se puede decir nunca de manera suficiente la fuerza de
suspensión del placer: es una verdadera epojé, una detención que fija desde
lejos todos los valores admitidos (admitidos por sí mismos). El placer es un
neutro (la forma más perversa de lo demoníaco).
O al menos lo que el placer suspende es el valor significado:
la (buena) Causa. "Darmes, un limpiapisos que juzgan en este momento por
haber intentado asesinar al rey, está redactando sus ideas políticas ...; lo
que vuelve una y otra vez bajo la pluma de Darmes es la aristocracia que escribe
haristokrasia. La palabra escrita de esta manera es bastante terrible ..."
Víctor Rugo (Piedras) aprecia vivamente la extravagancia del significante; sabe
también que este pequeño orgasmo ortográfico proviene de las "ideas"
de Darmes: sus ideas, es decir, sus valores, su fe política, la evaluación que
hace de un mismo movimiento: escribir, nombrar, desortografiar y vomitar. Sin
embargo, j qué aburrido debía ser el panfleto político de Darmes!
El placer del texto es eso: el valor llevado al rango suntuoso
de significante.
***
Si fuese posible imaginar una estética del placer textual
sería necesario incluir en ella la escritura en alta voz. Esta escritura vocal
(que no es la palabra) no es practicada pero es sin duda la que recomendaba
Artaud y la que solicita Sollers. Hablemos de ella como si existiese.
En la antigüedad la retórica comprendía una parte que ha sido
olvidada, censurada por los comentaristas clásicos: la actio, conjunto de
recetas específicas para permitir la exteriorización corporal del discurso: se
trataba de un "teatro de la expresión", el orador–comediante
"expresando" su indignación, su compasión, etc. La escritura en alta
voz no es expresiva, deja la expresión al feno–texto, al código regular de la
comunicación. La escritura en alta voz pertenece al geno–texto, a la
significancia, es sostenida no por las inflexiones dramáticas, las entonaciones
malignas, los acentos complacientes, sino por el granulado de la voz, que es un
mixto erótico de timbre y de lenguaje y que como la dicción puede también ser
la materia de un arte: el arte de conducir el cuerpo (de allí proviene su
importancia en los teatros de Extremo Oriente). Considerando los sonidos de la
lengua la escritura en alta voz no es fonológica sino fonética, su objetivo no
es la claridad de los mensajes, el teatro de las emociones, lo que busca (en
una perspectiva de goce) son los incidentes pulsionales, el lenguaje tapizado
de piel, un texto donde se pudiese escuchar el granulado de la garganta, la
oxidación de las consonantes, la voluptuosidad de las vocales, toda una
estereofonía de la carne profunda: la articulación del cuerpo, de la lengua, no
la del sentido, la del lenguaje. Un cierto arte de la melodía puede dar idea de
esta escritura vocal, pero como la melodía está muerta es tal vez en el cine
donde pueda encontrársela con mayor facilidad. En efecto, es suficiente que el
cine tome de muy cerca el sonido de la palabra (en suma es la definición
generalizada del "granulado" de la escritura) y haga escuchar en su
materialidad, en su sensualidad, la respiración, la aspereza, la pulpa de los
labios, toda una presencia del rostro humano (que la voz, que la escritura sean
frescas, livianas, lubrificadas, finamente granuladas y vibrantes como el
hocico de un animal) para que logre desplazar el significado muy lejos y meter,
por decirlo así, el cuerpo anónimo del actor en mi oreja: allí rechina,
chirria, acaricia, raspa, corta: goza.
Notas
(1) Reproducción facsímil de un aparato o máquina para
estudiar y/o controlar su funcionamiento. (N. del T.)
(2) En inglés en el texto, significa literalmente: decadencia,
flojedad. Forma parte de la nomenclatura específica del psicoanálisis
–reactualizada por Jacques Lacan –y designa la disolución o evanescencia del
sujeto. (N. del T.)
(3) Al francés. (N. del T.)
(4) Para la diferencia entre obra y texto véase Roland
Barthes, SI Z, París, Ed. du Seuil, 1970. (N. del T.)
(5) El término es de Jacques Lacan. No pudiendo ser traducido
por represión ni por repudio decidimos mantener el original que es ya corriente
en la jerga psicoanalítica argentina. (N. del T.)
(6) Preferimos mantener el original francés que conserva la
connotación erótica perversa que se pierde en el equivalente español. (N. del
T.)
(7) Para una mejor comprensión de esta propuesta de Barthes,
d. su ensayo "Pierre Loti: Aziyadé", en El grado cero de la escritura
I Nuevos ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. (N. del T.)
(8) Episodes de la vie d'Athanase Auger, publiés par sa
niece", en las Mémoires d'un touriste, I, pp. 238–245. (Stendhal, Oeuvres
completes, París, Calmann–Lévy, 1891.)
(9) Mercado en los países árabes. (N. del E.)
(10) Es imposible traducir al español la alternancia fonética
que se da en el francés y con la que juega Barthes: joue/ jouit. (N. del T.)
(11) El término técnico proviene de las matemáticas y designa
la operación que procede por diferencias infinitamente pequeñas. (N. del T.)
Traducción de Nicolás Rosa. Siglo Veintiuno Editores, S.A.
Título original: Le plaisir du texte. Éditions du Seuil, París, 1973. Primera
edición en español, junio de 1974.
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