Elena Poniatowska está
sentada en el estrado, soberbia. Sólo mira al auditorio que murmura. Lleva el
cabello cano, un collar de perlas y va vestida de negro. En sus manos sostiene el
discurso que, en unos momentos más, comenzará a leer. Rompe el silencio y dice:
—Gracias a todos por
estar aquí, esto es casi como el día de mi boda.
El público estalla en
carcajadas. Es la noche del 5 de abril de 2011, y Elena Poniatowska, la
princesa de las izquierdas mexicanas, presenta en el Palacio de Bellas Artes,
en el Centro Histórico de la ciudad de México, su más reciente novela, Leonora,
con la que ha ganado el Premio Biblioteca Breve que otorga la editorial
española Seix Barral. El sitio está repleto y la gente no para de entrar.
“Disculpe, perdón, disculpe”, dicen los que llegan tarde para abrirse paso
entre una multitud del todo inusual para la presentación de un libro. Ahí está
la mujer a la que todos reconocen en la calle y que genera larguísimas colas a
la hora de firmar libros, pero que no por eso es menos controvertida. La mujer
que apoyó hasta el final al candidato de la izquierda Andrés Manuel López
Obrador en las elecciones presidenciales de 2006, de los discursos a favor de
las mujeres, el aborto, las guerrillas y los indígenas chiapanecos. Es la
escritora que encandiló con su realismo popular y con sus entrevistas a los
personajes icónicos del siglo XX mexicano.
Elena, Elenita, la
Ponia, la Poni. La recién fallecida Leonora Carrington es la última en unirse a
la lista de mujeres que ha retratado en perfiles, crónicas y novelas, desde la
rusa Angelina Beloff hasta la italiana Tina Modotti: con todas ellas deberíamos
medir a Poniatowska “porque con ellas actúa sin condescendencia, con ternura y
admiración, pero a ratos con la ironía implacable de quien se sabe entre
iguales”, escribió el crítico literario Christopher Domínguez en Letras Libres.
Ahora, ante el
auditorio, Poniatowska cuenta que conoció a Leonora Carrington en la galería de
arte de su tía Inés Amor en los cincuenta. Y que durante años le hizo una serie
de entrevistas que guardó en carpetas, hasta que un día comenzó a escribir una
novela inspirada en ella que había llamado Fiona.
—Pero cuando tenía
doscientas páginas pensé: “¿Y por qué no hago una novela directamente sobre
ella?”, y me lancé. Leonora siempre tuvo una sonrisa para mí, lo recuerdo como
motivo de felicidad. Y guardo la última vez que me sonrió en la escalinata del
Palacio de Minería. ¿Será que me he vuelto sentimental? Leonora dice que el
sentimentalismo es una especie de cansancio.
Concluye su discurso y,
apenas termina, Poniatowska aleja el micrófono y muestra su legendaria sonrisa
de dientes y encías. El público se pone de pie y la ovaciona con aplausos que
multiplican su eco por todo el Palacio de Bellas Artes. Es una escena que me
recuerda, por oposición, una copla que me envió por mail Malú Huacuja del Toro,
novelista y dramaturga mexicana —y una de sus grandes detractoras—, por aquello
de los aduladores y admiradores, que, dice Huacuja, le han otorgado premios a
su contentillo. Después de recibir ese poema satírico, le pedí a Huacuja una
entrevista. Aún espero una respuesta.
Mientras tanto, los
flashes disparan sobre el estrado.
Son las seis de la
tarde y la parroquia de San Sebastián Mártir comienza a dar sus reglamentarias
campanadas. Elena Poniatowska ha aceptado una tanda de entrevistas en su casa,
a mediados de abril, después de que su última novela fuera recibida con bombo y
platillo en el mundo editorial. Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores
Poniatowska Amor —su verdadero nombre— vive frente a esta iglesia en la colonia
Chimalistac, al sur de la capital mexicana, un barrio empedrado que fue un
pueblo colonial y quedó atrapado en medio de la mancha urbana del Distrito
Federal. Su casa está pintada de amarillo y tiene una puerta blanca con grandes
buganvillias. Pertenecía a una nudista que gustaba de bañarse en las fuentes,
la dominatriz Eva Norvind, y Poniatowska la compró apenas después de haber
quedado viuda. Estuvo casada durante casi veinte años con el astrónomo Guillermo
Haro, el fundador de la astronomía moderna en México, a quien conoció al
hacerle una entrevista en el observatorio astronómico de Tonantzintla, Puebla,
en 1959. Es una casa con mucha luz y con amarillos salpicados por todos lados,
en cuadros, sillones, lámparas y manteles; una casa burguesa repleta de
libreros blancos y piezas de talavera y esferas de vidrio soplado por donde se
mire. Por los rincones y las mesitas hay retratos familiares. Ahí están su
padre, Jean Joseph Evremont Poniatowski Sperry, vestido de militar con todas
las condecoraciones que recibió en la Segunda Guerra Mundial; su madre, María
de los Dolores Paulette Amor Yturbe, mujer enigmática que siempre habló con un
fuerte acento francés y fue modelo de Schiaparelli, retratada por Edward Weston;
sus hijos Emmanuel, Felipe y Paula; ella rodeada por sus diez nietos.
—Ahora viene la señora
—dice Martina, con tono cantadito y mirada hostil.
Martina es la mucama
que se encarga de la casa, de hacer las compras y de contestar el teléfono.
Poniatowska nunca ha tenido secretaria. Todo lo resuelve con una agenda negra,
siempre y cuando esté a la mano. Si no, empezarán a correr por toda la casa,
Martina en un piso, Elena en el otro, hasta que suene el grito: ¡aquí está!
Poniatowska puede no
sólo extraviar su agenda, sino textos y libros, olvidar citas y entrevistas,
aceptar llamadas telefónicas de “ve tú a saber quién”, o recibir a estudiantes
que llegan a preguntarle boberías que tienen de tarea. Y nunca faltan sus
clásicas cuitas: que se le paró el coche, que está preocupada por sus hijos,
que se hace bolas, que no puede escribir, que no es escritora, que todo hace
mal, que todo el mundo la critica.
Al ver a su mucama es
imposible no pensar en la relación que ha fraguado Poniatowska con estas mujeres.
Fue con ellas con quienes aprendió a hablar español en la cocina, cuando llegó
de Francia en 1941, porque su madre no consideraba importante que lo hiciera en
la escuela. El francés y el inglés eran suficientes, decía Paulette, quien
tenía grandes prejuicios contra el país al que llegaba a vivir. El español lo
aprendió con las sirvientas —un español de sirvientas—, mientras ellas se
peinaban en el cuarto de la azotea. No sólo le enseñaron las palabras, sino
también la realidad de un país que la marcaría años después. ¿Qué hubiera sido
de Poniatowska sin las sirvientas? Tal vez nunca hubiera conocido a Josefina
Bojórquez, la verdadera mujer detrás del personaje de Jesusa Palancares, que
originó su primera y emblemática novela Hasta no verte, Jesús mío de 1969.
Jesusa está inspirada en la tehuana que conoció cuando caminaba rumbo al
Palacio Negro de Lecumberri en la ciudad de México. Josefina puso a Poniatowska
a lavar overoles con gasolina y asolear gallinas con la consigna de contarle
sus andares en la Revolución y sus trabajos como empleada doméstica.
Ahora su voz se escucha
a lo lejos. Aparece sonriente, indefensa, bajando las escaleras. Ahí está la
hija de la Malinche, como la llamó la escritora Margo Glantz. Viene con un
pantalón y una blusa azules que parecen pijama y unos zapatos bajos negros.
Pese al atuendo, no deja de lucir distinguida. Mira entonces con sorpresa, sin
poder disimularlo: había olvidado que tenía una entrevista. Pide disculpas por
la tardanza, dice que estaba con la computadora porque perdió veinte correos y
no sabe cómo recuperarlos. Ni siquiera los pudo leer, dice Poniatowska
consternada. Como tiene la promoción de Leonora, ella está hecha un lío. Se
cubre entonces un poco la boca. Acaba de comer pescado y no quiere oler a ajo.
Se sienta en un sofá amarillo y toma una caja morada de chocolates que acaba de
traer de un viaje por Francia.
—Montpellier me gustó
muchísimo, mi nieto Lucas me hizo caminar por todos lados —dice, mientras
ofrece un par de chocolates rellenos de licor—. En general siempre me ha
gustado viajar, Rosa Nissan dice que me voy a morir en un aeropuerto. La gente
además es muy linda conmigo en todos lados. Es la ventaja de ser chaparrita. La
gente me platica todo con gran facilidad, porque me sienten como acojinadita y
me cuentan todo.
Sus ojos lucen
diminutos, como si hubieran empequeñecido con el tiempo. Los años han pasado
por su rostro. Habla con una cadencia un poco marcial, marcada por grandes
pausas, como el vaivén de un columpio.
—¡Conrado! —grita al
chofer—. Ya no voy a utilizar el coche, mejor váyase. Estaré trabajando en
casa. Si necesito algo, camino, que falta me hace. Como en Francia, allá hacen
eso: toman, tragan y caminan.
—¿No te han ofrecido
nada? ¡Esa Martina! ¿Quieres té? —pregunta al reportero.
Martina llega con el té
en una bandeja de madera. El té es de fresas. Elena se cerciora de que sea
cierto: no quiere tomar té negro.
—Eres capaz de darme
gato por liebre —le dice la escritora.
—¡Ay, cómo cree!
—retoba la muchacha.
* * *
Elena Poniatowska nació
en París en 1932, hija de padres ausentes y viajeros imparables. Sus padres,
Paulette y Jean, se conocieron en un bal de la familia Rothschild, celebrado en
una casa de la Place de la Concord, según recuerda el biógrafo Michael K. Schuessler
en su libro Elenísima. Johnny, como le decían a Jean, había nacido en Francia,
pero provenía de una familia de príncipes polacos —los Poniatowski— exiliados
desde el siglo XIX. Paulette, nacida también en Francia, provenía de una
familia mexicana porfiriana que había abandonado el país en tiempos de la
Revolución, y tenía bastante dinero para vivir en Biarritz y en París.
—Viví mi infancia casi
con mis abuelos paternos entre París, Vouvray y Mougins —dice Poniatowska—,
porque mis padres estaban en la guerra, como pasaba con los ciudadanos
franceses que se alistaban. Recuerdo que vivía cerca del río Sena, en la Rue
Berton, pero me tenían prohibidísimo acercarme a la orilla. Mi papá saltó
muchas veces en paracaídas en campo enemigo y mi mamá manejó una ambulancia.
Era una de las diez mujeres que estaban dispuesta a salir a cualquier hora.
Manejaba muy bien, un poco aprisa. Recuerdo que sus ojos estaban un poco
tristes… En general son pocos los recuerdos que tengo de ella en Francia. El
resto es de México, porque llegué a enamorarme de ella, para estar juntas y no
separarnos jamás.
Llegó a México en 1941
en un barco de refugiados, el Marqués de Comillas, con su madre y su hermana
Kitzia, porque la guerra parecía no acabar en Europa. Su padre Jean se quedó
por un tiempo en el ejército y se les unió años después —en México fundó los
laboratorios farmacéuticos Linsa, pero no le fue bien, luego puso un
restaurante, con el que tampoco tuvo suerte; sin embargo, siempre se las
ingenió para vivir bien—. Su familia se instaló en el elegante Paseo de la
Reforma, en la calle Río Guadiana. A la pequeña Elena le sorprendía que hubiera
naranjas en forma de pirámides en las esquinas de las calles, y que la gente
anduviera descalza: era la pobreza, dice, pero no sabía lo que significaba
entonces.
“Elenita creció con una
educación muy rígida, en un entorno muy francés, muy europeo, siempre viendo
hacia Francia”, dice la cronista Guadalupe Loaeza.
“Tenía en México a su
familia materna, los Amor, y a su abuela Elena Yturbe, que vivía aquí entonces.
Los Amor eran una de las familias importantes mexicanas. Era una familia muy
tradicional, rodeada de muchas mujeres, muy prejuiciosa, esnob, de abolengo,
pero muy de artistas”. Ahí estaban las tías: Inés, que fumaba mucho y que puso
una de las primeras galerías de arte en la ciudad —la famosa Galería de Arte
Mexicano (GAM)—; Carito, que fundó una editorial médica, y Pita, la poeta
excéntrica, la de los escándalos, a quien Diego Rivera pintó desnuda.
“Las Amor se sentían
muy superiores al resto de las señoras en México —dice Bertha Fuentes, hermana
del escritor Carlos Fuentes—. Las hermanitas Amor eran muy alzadas, nunca iban
a las fiestas o a los eventos importantes. Ellas estaban siempre por encima de
los demás, por encima de cualquiera”.
Elena y su hermana
Kitzia asistieron a la Windsor School de México, una escuela inglesa que estaba
en la colonia Roma, y más tarde a un internado de monjas en Torresdale,
Pensilvania, en Estados Unidos, porque así se educaba entonces a las niñas
bien. Con su regreso llegaron los bailes del Jockey Club, las embajadas y el
Ministerio de Relaciones Exteriores. “Elena iba con su mirada de gatito y su
collar de perlas. Era muy tímida, siempre iba detrás de su hermana Kitzia, que
era como su madre, guapa y alta, como de Harper’s Bazaar“, dice Bertha Fuentes.
Fue en una de todas esas fiestas que conoció al novelista Carlos Fuentes, mucho
antes de que ambos fueran famosos. Aunque Fuentes no era muy buen bailador,
dice Poniatowska que fueron, durante un tiempo, un par de pillos parranderos.
—Carlos era un muchacho
más de las fiestas. Él iba y observaba a todos, estaba ya trabajando en La
región más transparente, que es una novela soberbia. Tenía el pelo largo y era
muy apasionado, como poseído por la escritura. No nos contaba nada de lo que
escribía, pero era entusiasta, se fijaba en todo, tomaba notas mentales y todos
fuimos a dar a sus libros. Decía Carlos que yo parecía un sueño bello de Jean
Cocteau.
Sonríe y mira al techo.
Comienza a tararear y a mover sus piernas.
—Bailábamos el
chachachá y la raspa, tata-tatá tata-tatá. Y la bamba y el mambo de Pérez
Prado. Nos sabíamos todas ésas. Ahora lo veo poco, Carlos vive en Inglaterra,
pero él sabe que lo quiero.
De pronto se queda
callada.
—Oye, ¿y cómo se te da
la computación?
Por aquello de los
mails perdidos.
Poniatowska: La
Princesa Roja
Que Elena Poniatowska
siga recibiendo premios y levantando polémica significa sólo una cosa: es una
de las figuras fundamentales del México contemporáneo.
Por Guillermo Sánchez
Cervantes Fotografía Phoebe Ling
Agosto 19, 2019
Elena Poniatowska está
sentada en el estrado, soberbia. Sólo mira al auditorio que murmura. Lleva el
cabello cano, un collar de perlas y va vestida de negro. En sus manos sostiene
el discurso que, en unos momentos más, comenzará a leer. Rompe el silencio y
dice:
—Gracias a todos por
estar aquí, esto es casi como el día de mi boda.
El público estalla en
carcajadas. Es la noche del 5 de abril de 2011, y Elena Poniatowska, la
princesa de las izquierdas mexicanas, presenta en el Palacio de Bellas Artes,
en el Centro Histórico de la ciudad de México, su más reciente novela, Leonora,
con la que ha ganado el Premio Biblioteca Breve que otorga la editorial
española Seix Barral. El sitio está repleto y la gente no para de entrar.
“Disculpe, perdón, disculpe”, dicen los que llegan tarde para abrirse paso
entre una multitud del todo inusual para la presentación de un libro. Ahí está
la mujer a la que todos reconocen en la calle y que genera larguísimas colas a
la hora de firmar libros, pero que no por eso es menos controvertida. La mujer
que apoyó hasta el final al candidato de la izquierda Andrés Manuel López
Obrador en las elecciones presidenciales de 2006, de los discursos a favor de
las mujeres, el aborto, las guerrillas y los indígenas chiapanecos. Es la
escritora que encandiló con su realismo popular y con sus entrevistas a los
personajes icónicos del siglo XX mexicano.
Elena, Elenita, la
Ponia, la Poni. La recién fallecida Leonora Carrington es la última en unirse a
la lista de mujeres que ha retratado en perfiles, crónicas y novelas, desde la
rusa Angelina Beloff hasta la italiana Tina Modotti: con todas ellas deberíamos
medir a Poniatowska “porque con ellas actúa sin condescendencia, con ternura y
admiración, pero a ratos con la ironía implacable de quien se sabe entre
iguales”, escribió el crítico literario Christopher Domínguez en Letras Libres.
Ahora, ante el
auditorio, Poniatowska cuenta que conoció a Leonora Carrington en la galería de
arte de su tía Inés Amor en los cincuenta. Y que durante años le hizo una serie
de entrevistas que guardó en carpetas, hasta que un día comenzó a escribir una
novela inspirada en ella que había llamado Fiona.
—Pero cuando tenía
doscientas páginas pensé: “¿Y por qué no hago una novela directamente sobre
ella?”, y me lancé. Leonora siempre tuvo una sonrisa para mí, lo recuerdo como
motivo de felicidad. Y guardo la última vez que me sonrió en la escalinata del
Palacio de Minería. ¿Será que me he vuelto sentimental? Leonora dice que el
sentimentalismo es una especie de cansancio.
Concluye su discurso y,
apenas termina, Poniatowska aleja el micrófono y muestra su legendaria sonrisa
de dientes y encías. El público se pone de pie y la ovaciona con aplausos que
multiplican su eco por todo el Palacio de Bellas Artes. Es una escena que me
recuerda, por oposición, una copla que me envió por mail Malú Huacuja del Toro,
novelista y dramaturga mexicana —y una de sus grandes detractoras—, por aquello
de los aduladores y admiradores, que, dice Huacuja, le han otorgado premios a
su contentillo. Después de recibir ese poema satírico, le pedí a Huacuja una
entrevista. Aún espero una respuesta.
Mientras tanto, los
flashes disparan sobre el estrado.
Elena Poniatowska
* * *
Son las seis de la
tarde y la parroquia de San Sebastián Mártir comienza a dar sus reglamentarias
campanadas. Elena Poniatowska ha aceptado una tanda de entrevistas en su casa,
a mediados de abril, después de que su última novela fuera recibida con bombo y
platillo en el mundo editorial. Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores
Poniatowska Amor —su verdadero nombre— vive frente a esta iglesia en la colonia
Chimalistac, al sur de la capital mexicana, un barrio empedrado que fue un
pueblo colonial y quedó atrapado en medio de la mancha urbana del Distrito
Federal. Su casa está pintada de amarillo y tiene una puerta blanca con grandes
buganvillias. Pertenecía a una nudista que gustaba de bañarse en las fuentes,
la dominatriz Eva Norvind, y Poniatowska la compró apenas después de haber
quedado viuda. Estuvo casada durante casi veinte años con el astrónomo
Guillermo Haro, el fundador de la astronomía moderna en México, a quien conoció
al hacerle una entrevista en el observatorio astronómico de Tonantzintla,
Puebla, en 1959. Es una casa con mucha luz y con amarillos salpicados por todos
lados, en cuadros, sillones, lámparas y manteles; una casa burguesa repleta de
libreros blancos y piezas de talavera y esferas de vidrio soplado por donde se
mire. Por los rincones y las mesitas hay retratos familiares. Ahí están su
padre, Jean Joseph Evremont Poniatowski Sperry, vestido de militar con todas
las condecoraciones que recibió en la Segunda Guerra Mundial; su madre, María
de los Dolores Paulette Amor Yturbe, mujer enigmática que siempre habló con un
fuerte acento francés y fue modelo de Schiaparelli, retratada por Edward
Weston; sus hijos Emmanuel, Felipe y Paula; ella rodeada por sus diez nietos.
—Ahora viene la señora
—dice Martina, con tono cantadito y mirada hostil.
Martina es la mucama
que se encarga de la casa, de hacer las compras y de contestar el teléfono.
Poniatowska nunca ha tenido secretaria. Todo lo resuelve con una agenda negra,
siempre y cuando esté a la mano. Si no, empezarán a correr por toda la casa, Martina
en un piso, Elena en el otro, hasta que suene el grito: ¡aquí está!
Poniatowska puede no
sólo extraviar su agenda, sino textos y libros, olvidar citas y entrevistas,
aceptar llamadas telefónicas de “ve tú a saber quién”, o recibir a estudiantes
que llegan a preguntarle boberías que tienen de tarea. Y nunca faltan sus
clásicas cuitas: que se le paró el coche, que está preocupada por sus hijos,
que se hace bolas, que no puede escribir, que no es escritora, que todo hace
mal, que todo el mundo la critica.
Al ver a su mucama es
imposible no pensar en la relación que ha fraguado Poniatowska con estas
mujeres. Fue con ellas con quienes aprendió a hablar español en la cocina,
cuando llegó de Francia en 1941, porque su madre no consideraba importante que
lo hiciera en la escuela. El francés y el inglés eran suficientes, decía
Paulette, quien tenía grandes prejuicios contra el país al que llegaba a vivir.
El español lo aprendió con las sirvientas —un español de sirvientas—, mientras
ellas se peinaban en el cuarto de la azotea. No sólo le enseñaron las palabras,
sino también la realidad de un país que la marcaría años después. ¿Qué hubiera
sido de Poniatowska sin las sirvientas? Tal vez nunca hubiera conocido a
Josefina Bojórquez, la verdadera mujer detrás del personaje de Jesusa
Palancares, que originó su primera y emblemática novela Hasta no verte, Jesús
mío de 1969. Jesusa está inspirada en la tehuana que conoció cuando caminaba
rumbo al Palacio Negro de Lecumberri en la ciudad de México. Josefina puso a
Poniatowska a lavar overoles con gasolina y asolear gallinas con la consigna de
contarle sus andares en la Revolución y sus trabajos como empleada doméstica.
Gato de Elena
Poniatowska
* * *
Ahora su voz se escucha
a lo lejos. Aparece sonriente, indefensa, bajando las escaleras. Ahí está la
hija de la Malinche, como la llamó la escritora Margo Glantz. Viene con un
pantalón y una blusa azules que parecen pijama y unos zapatos bajos negros.
Pese al atuendo, no deja de lucir distinguida. Mira entonces con sorpresa, sin
poder disimularlo: había olvidado que tenía una entrevista. Pide disculpas por
la tardanza, dice que estaba con la computadora porque perdió veinte correos y
no sabe cómo recuperarlos. Ni siquiera los pudo leer, dice Poniatowska
consternada. Como tiene la promoción de Leonora, ella está hecha un lío. Se
cubre entonces un poco la boca. Acaba de comer pescado y no quiere oler a ajo.
Se sienta en un sofá amarillo y toma una caja morada de chocolates que acaba de
traer de un viaje por Francia.
—Montpellier me gustó
muchísimo, mi nieto Lucas me hizo caminar por todos lados —dice, mientras
ofrece un par de chocolates rellenos de licor—. En general siempre me ha
gustado viajar, Rosa Nissan dice que me voy a morir en un aeropuerto. La gente
además es muy linda conmigo en todos lados. Es la ventaja de ser chaparrita. La
gente me platica todo con gran facilidad, porque me sienten como acojinadita y
me cuentan todo.
Sus ojos lucen
diminutos, como si hubieran empequeñecido con el tiempo. Los años han pasado
por su rostro. Habla con una cadencia un poco marcial, marcada por grandes
pausas, como el vaivén de un columpio.
—¡Conrado! —grita al
chofer—. Ya no voy a utilizar el coche, mejor váyase. Estaré trabajando en
casa. Si necesito algo, camino, que falta me hace. Como en Francia, allá hacen
eso: toman, tragan y caminan.
—¿No te han ofrecido
nada? ¡Esa Martina! ¿Quieres té? —pregunta al reportero.
Martina llega con el té
en una bandeja de madera. El té es de fresas. Elena se cerciora de que sea
cierto: no quiere tomar té negro.
—Eres capaz de darme
gato por liebre —le dice la escritora.
—¡Ay, cómo cree!
—retoba la muchacha.
* * *
Elena Poniatowska nació
en París en 1932, hija de padres ausentes y viajeros imparables. Sus padres,
Paulette y Jean, se conocieron en un bal de la familia Rothschild, celebrado en
una casa de la Place de la Concord, según recuerda el biógrafo Michael K.
Schuessler en su libro Elenísima. Johnny, como le decían a Jean, había nacido
en Francia, pero provenía de una familia de príncipes polacos —los Poniatowski—
exiliados desde el siglo XIX. Paulette, nacida también en Francia, provenía de
una familia mexicana porfiriana que había abandonado el país en tiempos de la
Revolución, y tenía bastante dinero para vivir en Biarritz y en París.
—Viví mi infancia casi
con mis abuelos paternos entre París, Vouvray y Mougins —dice Poniatowska—,
porque mis padres estaban en la guerra, como pasaba con los ciudadanos
franceses que se alistaban. Recuerdo que vivía cerca del río Sena, en la Rue
Berton, pero me tenían prohibidísimo acercarme a la orilla. Mi papá saltó
muchas veces en paracaídas en campo enemigo y mi mamá manejó una ambulancia.
Era una de las diez mujeres que estaban dispuesta a salir a cualquier hora.
Manejaba muy bien, un poco aprisa. Recuerdo que sus ojos estaban un poco
tristes… En general son pocos los recuerdos que tengo de ella en Francia. El
resto es de México, porque llegué a enamorarme de ella, para estar juntas y no
separarnos jamás.
Llegó a México en 1941
en un barco de refugiados, el Marqués de Comillas, con su madre y su hermana
Kitzia, porque la guerra parecía no acabar en Europa. Su padre Jean se quedó
por un tiempo en el ejército y se les unió años después —en México fundó los
laboratorios farmacéuticos Linsa, pero no le fue bien, luego puso un
restaurante, con el que tampoco tuvo suerte; sin embargo, siempre se las
ingenió para vivir bien—. Su familia se instaló en el elegante Paseo de la
Reforma, en la calle Río Guadiana. A la pequeña Elena le sorprendía que hubiera
naranjas en forma de pirámides en las esquinas de las calles, y que la gente
anduviera descalza: era la pobreza, dice, pero no sabía lo que significaba
entonces.
“Elenita creció con una
educación muy rígida, en un entorno muy francés, muy europeo, siempre viendo
hacia Francia”, dice la cronista Guadalupe Loaeza.
“Tenía en México a su
familia materna, los Amor, y a su abuela Elena Yturbe, que vivía aquí entonces.
Los Amor eran una de las familias importantes mexicanas. Era una familia muy
tradicional, rodeada de muchas mujeres, muy prejuiciosa, esnob, de abolengo,
pero muy de artistas”. Ahí estaban las tías: Inés, que fumaba mucho y que puso
una de las primeras galerías de arte en la ciudad —la famosa Galería de Arte
Mexicano (GAM)—; Carito, que fundó una editorial médica, y Pita, la poeta
excéntrica, la de los escándalos, a quien Diego Rivera pintó desnuda.
“Las Amor se sentían
muy superiores al resto de las señoras en México —dice Bertha Fuentes, hermana
del escritor Carlos Fuentes—. Las hermanitas Amor eran muy alzadas, nunca iban
a las fiestas o a los eventos importantes. Ellas estaban siempre por encima de
los demás, por encima de cualquiera”.
Elena y su hermana
Kitzia asistieron a la Windsor School de México, una escuela inglesa que estaba
en la colonia Roma, y más tarde a un internado de monjas en Torresdale,
Pensilvania, en Estados Unidos, porque así se educaba entonces a las niñas
bien. Con su regreso llegaron los bailes del Jockey Club, las embajadas y el
Ministerio de Relaciones Exteriores. “Elena iba con su mirada de gatito y su
collar de perlas. Era muy tímida, siempre iba detrás de su hermana Kitzia, que
era como su madre, guapa y alta, como de Harper’s Bazaar“, dice Bertha Fuentes.
Fue en una de todas esas fiestas que conoció al novelista Carlos Fuentes, mucho
antes de que ambos fueran famosos. Aunque Fuentes no era muy buen bailador,
dice Poniatowska que fueron, durante un tiempo, un par de pillos parranderos.
—Carlos era un muchacho
más de las fiestas. Él iba y observaba a todos, estaba ya trabajando en La
región más transparente, que es una novela soberbia. Tenía el pelo largo y era
muy apasionado, como poseído por la escritura. No nos contaba nada de lo que
escribía, pero era entusiasta, se fijaba en todo, tomaba notas mentales y todos
fuimos a dar a sus libros. Decía Carlos que yo parecía un sueño bello de Jean
Cocteau.
Sonríe y mira al techo.
Comienza a tararear y a mover sus piernas.
—Bailábamos el
chachachá y la raspa, tata-tatá tata-tatá. Y la bamba y el mambo de Pérez
Prado. Nos sabíamos todas ésas. Ahora lo veo poco, Carlos vive en Inglaterra,
pero él sabe que lo quiero.
De pronto se queda
callada.
—Oye, ¿y cómo se te da
la computación?
Por aquello de los
mails perdidos.
Elena Poniatowska
* * *
Debutó en el periodismo
en los años cincuenta, cuando era fácil encontrarse saliendo de un coche a
Salvador Novo o a Xavier Villaurrutia. Poniatowska era entonces becaria del
Centro Mexicano de Escritores e incursionaba como periodista: siempre con una
libretita Steno, una grabadora y una máquina de escribir portátil Olivetti, que
tenía una calcomanía de los Supermachos del caricaturista Rius. Su primera
aparición en las librerías fue en 1954 con su relato Lilus Kikus, publicado en
la colección Los Presentes, que editaba Juan José Arreola —el mismo año en que
Carlos Fuentes debutaba con Los días enmascarados—. Era la historia de una niña
inquieta y preguntona, de piernas largas y pies chuecos, que iba descubriendo
el mundo gracias a su curiosidad incontrolable. Un ejercicio sobre la inocencia
infantil que pasó más o menos inadvertido. Tardaría más de diez años en volver
a la narrativa.
En cambio, en el
periodismo causó sensación. Gracias a las amistades que cultivó su madre con la
alta sociedad mexicana, obtuvo su primer empleo en Excélsior y luego en
Novedades, en el suplemento de Fernando Benítez, México en la Cultura. Todos se
preguntaban quién era esa joven reportera, con nombre de bailarina rusa, que despepitaba
a diestra y siniestra. “Ahora qué va a decir esta bárbara”, decían. Sus
entrevistados eran José Clemente Orozco, Alfonso Reyes, Lola Álvarez Bravo,
María Félix y Juan Soriano, entre muchos otros. Fernando Benítez —el maestro de
toda una generación de cronistas mexicanos— fue quien la instruyó y formó como
periodista. Ella creó un personaje de entrevistadora que la consagraría: la
graciosita impertinente, metiche implacable, que llegaba a todas partes con
preguntas aparentemente tontas con las que terminaba acorralando a sus
entrevistados. Como a Diego Rivera, a quien le preguntó si sus dientes eran de
leche. “Sí, y con estos me como a las polaquitas preguntonas”, respondió él, o
a María Félix, a quien le preguntó si era cierto que tenía voz de sargento.
“Más vale tener voz de sargento que voz de pito”, respondió ella. “Espéreme,
Elena, que soy de chispa retardada y usted me pregunta así nomás a bocajarro”,
le decía desesperado Juan Rulfo.
—Había en el periodismo
pocos espacios para las mujeres —dice Poniatowska—. Las mujeres que trabajaban
seguían siendo vistas como que andaban buscando algo, y una qué iba a andar
buscando en la calle. Pero nomás así me volví autosuficiente. Y alguien que
trabajando se vuelve autosuficiente, decía Rosario Castellanos, se vuelve
respetable. No dependes de nadie. Tuve una capacidad que muchas mujeres de mi
época no tuvieron: si sus maridos las abandonaban, siempre se preguntaban.
“Bueno, ¿y ahora qué voy a hacer?”.
Más de un político
encumbrado se arrepintió de haberle dado una entrevista porque, debajo de esa
apariencia de chamaquita simpática y torpe, llevaba una bomba entre sus
preguntas. Por ejemplo: en una entrevista que le hizo al fundador del Instituto
Nacional de Nutrición de la ciudad de México, Poniatowska le preguntó al doctor
Salvador Zubirán Anchondo: Oiga doctor, ¿entonces aquí en México nuestro
problema es la desnutrición? “Sí, Elenita”. Oiga, ¿y en China? “En China pues
no hay desnutrición porque los niños crecen bien. Tienen erradicadas muchas
enfermedades alimenticias. Pero yo prefiero no hablar de China, porque no
compartimos su sistema de gobierno. Allá no hay libertad. Aquí sí tenemos”. Ay,
entonces muertos de hambre pero libres. “¡No, Elenita, no lo diga así!” Tal fue
el éxito de sus entrevistas que fueron antologadas en publicaciones que van
desde Palabras cruzadas de 1961 hasta los ocho volúmenes de Todo México de
1990.
—Eran las incoherencias
del país lo que me empezaba a interesar. El mundo de las clases altas ya lo
conocía, y no me sorprendía en lo absoluto. Eran los “otros”, a los que no tuve
acceso, los que me interesaban. Comencé a hacer artículos y entrevistas sobre
los desfavorecidos, a quienes les tocó nacer en “chilaquil”. Era algo que me
apasionaba, era como ir siempre hacia lo desconocido.
Escribió entonces una
serie de crónicas urbanas sobre lo que los pobres hacían domingo a domingo,
publicadas en Novedades, con ilustraciones de Alberto Beltrán —y luego
compiladas en Todo empezó el domingo de 1963—. Se subía a los microbuses usando
zapatos de “plan quinquenal”; era la vida “de a de veras”, el encanto de las
clases pobres y sus contradicciones, recorriendo barrios por donde su madre no
hubiera pasado ni muerta: Los Remedios, Tepito, La Villa, Xochimilco. Pero no
sólo recorría las calles por donde la ciudad de México se iba haciendo
chaparrita, sino que también pisaba los agitados movimientos sociales, y así
visitaba a los presos políticos de la penitenciaria del Palacio Negro de
Lecumberri, en la capital mexicana, y entrevistaba, bajo el sol y rodeada de
policías, a los presos del Movimiento Ferrocarrilero que armó huelgas laborales
y manifestaciones callejeras por el país, que exigió aumentos salariales y
mejores condiciones de trabajo entre los años 1958 y 1959. Poniatowska escribió
artículos a favor del líder Demetrio Vallejo, que estuvo preso once años allí.
Se dicen fáciles, pero no se viven así, dice Poniatowska.
—Vallejo era un hombre
fuera de serie. No era muy agraciado, pero era un líder nato. Y cuando los
ferrocarrileros hablaban, les salía un grito del alma. Yo viví un poco el
movimiento por medio de los presos políticos, hombres castigados que en el
encierro trataban de encontrarse a sí mismos. Y él fue uno de ellos, que anduvo
en “el apando” y mucho tiempo en huelga de hambre. Le hice varias entrevistas,
a él y a Valentín Campa, y las guardé por años hasta que hice la novela sobre
los ferrocarrileros (El tren pasa primero, 2005).
Poniatowska visitó
también la penitenciaria en compañía del cineasta español Luis Buñuel. Iban
juntos a ver a los homosexuales, que dormían en camas acomodadas como en un
internado, unas frente a otras. Lo mismo, al poeta colombiano Álvaro Mutis,
preso en Lecumberri por malversación, en una celda que más bien parecía el
camarote de un barco.
—Llevé a Buñuel a
Lecumberri por petición de Álvaro Mutis. Lo fui a ver a su casa. Le dije:
“Oiga, Mutis lo quiere ver, está preso”. Y se animó. A Buñuel le interesaba
conocer la penitenciaria, ver cómo vivían los presos, dónde jugaban futbol,
dónde comían y dormían. Nos llevaron a la crujía “J” de los homosexuales. Los
veíamos cómo andaban maquillados y vestidos. Recuerdo que en una ocasión les
ordenaron vestirse con la cuartelera, y uno de ellos de plano se negó a
desmaquillarse: los celadores le tallaron la cara con piedra pómez y lo dejaron
ensangrentado. Buñuel se preocupó mucho por él.
A finales de la década
de 1960, Poniatowska era una treintañera, nacionalizada mexicana, ya casada con
Guillermo Haro, un científico que le llevaba casi diecinueve años y que había contribuido
a las investigaciones astronómicas y al desarrollo científico del país. “Sin
duda eran una pareja singular —dice el escritor Pável Granados—. Él todo un
académico, miembro del Colegio Nacional, y Elenita, una reportera que no había
ido a la universidad, educada con monjas, pero que se había hecho de fama
dentro del periodismo. Todo el que visitaba su casa comentaba que había justo
en la entrada el título de astrónomo de Guillermo Haro, del Colegio Nacional, y
junto a éste, ¡el diploma de taquimecanógrafa de Elenita! Era como mostrar
quién era el académico y quién la famosa”. Poniatowska estaba ya escribiendo su
novela Hasta no verte, Jesús mío. Había conocido a Josefina Bohórquez en sus
ires y venires por Lecumberri, y las entrevistas eran cada miércoles en una
vecindad. “Ahora van a decir que eres la más pelada de América Latina”, le
decía a ratos Guillermo Haro. Pero la pobreza que descubría en este personaje
significó su despertar político. Era 1968, Poniatowska se sentía impotente
porque veía lo que estaba haciendo un gobierno autoritario con la oposición y
no estaba haciendo nada. El ferrocarrilero Demetrio Vallejo era su inspiración
para soñar con cambios. “Vivíamos años muy difíciles entonces —dice el
periodista Iván Restrepo—. Habíamos vivido los años de la represión de los
ferrocarrileros, la represión a los maestros, la de los médicos que pedían
mejores condiciones de vida y mejores hospitales, y finalmente el infame
desenlace del Movimiento Estudiantil del 68. Elena se formó dentro de esa realidad
—del autoritario Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, del México del
‘¿Qué horas son? Las que usted mande, Señor Presidente‘”.
Poniatowska no se
involucraba en el movimiento. Se quedaba en casa mientras amamantaba a su
segundo hijo, Felipe, que había nacido el 4 de junio, pero había ido al menos a
tres manifestaciones y dos asambleas en las que conoció a líderes como Luis
González de Alba y Marcelino Perelló. Seguía el movimiento a distancia.
Mientras que Guillermo Haro asistía a los mítines y a la marcha del rector de
la Universidad, ella se mantenía enterada por medio de amigos intelectuales y
periodistas, hasta que llegó el 2 de octubre, la fecha en que el Ejército, por
órdenes de Díaz Ordaz, aplastó el movimiento, masacró y arrestó a cientos de
estudiantes que se reunían en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en
el Distrito Federal, durante un mitin que congregaba a mujeres, niños,
universitarios y vecinos. Eran las nueve de la noche, recuerda Poniatowska en
el libro Elenísima, de Michael K. Schuessler, cuando llegaron a su casa dos
amigas desesperadas que le contaron que había sangre en las paredes de los
edificios de Tlatelolco, que estaban perforados los elevadores con balazos de
ametralladora, con vidrios por todos lados y tanques del Ejército. Al día
siguiente, Poniatowska fue muy temprano a Tlatelolco: no vio ningún cuerpo,
pero se encontró con zapatos tirados y arrumbados en montones. No había agua ni
luz. Comenzó entonces a recoger testimonios en la penitenciaría de Lecumberri
con los líderes del movimiento, ahora presos en la crujía “C”. Pero resultó más
complicado que con los ferrocarrileros: no la dejaban meter nada, ni grabadora.
Tenía que echar mano de su buena memoria y recopilar testimonios escritos que
los presos le pasaban. Así formó la crónica que publicaría poco después, La
noche de Tlatelolco.
A su madre, Paulette
Amor, le daba retortijones al ver a su hija involucrada en tal trabajo
periodístico. Salvador Novo, que era amigo de la familia, le dejó de hablar inmediatamente.
“Ya vimos que andas con esos revoltosos, qué ha de decir tu madre”, le decía
Rosario Sansores, poeta y cronista de sociales. Pero después del 2 de octubre
de ese año nació una efervescencia que se reflejaría en sus publicaciones
posteriores, porque había núcleos que seguían aún peleando con el apoyo de
intelectuales. Ahí estaban los inseparables Carlos Monsiváis y Elena
Poniatowska, que se daban una vuelta por los mítines. “Vivimos en Tlatelolco un
hecho de ignominia: Tlatelolco, y nos quedamos a un lado, parados en la tierra,
inútiles, junto a nuestros muertos”, dijo Poniatowska en una entrevista en 1969
para La Revista de la UNAM.
Hasta no verte, Jesús
mío se publicó en 1969 y resultó ganadora del Premio Mazatlán de Literatura.
Dos años después, en 1971, se publicó finalmente La noche de Tlatelolco: “Fue
una locura cuando lo publicamos”, dice Neus Espresate, editora de Ediciones
Era. “Siglo XXI no se lo había querido publicar. Nosotros nos sentíamos
amenazados de algún modo, pero nos arriesgamos. Se le hizo mala publicidad, se
decía que recogían los ejemplares de las librerías. Díaz Ordaz y Echeverría
mandaron a seguir a Elena, la espiaban afuera de su casa, la seguían en coches.
Pero fue todo un éxito”. Ese mismo año le otorgaron el Premio Xavier
Villaurrutia, el premio de escritores para escritores. Poniatowska lo rechazó
públicamente y le preguntó a Luis Echeverría Álvarez, entonces presidente de
México: “¿Quién va a premiar a los muertos?”. Entonces, la prensa le puso el
mote de Princesa Roja.
* * *
Es la primera semana de
mayo de 2011. Elena Poniatowska está de regreso en la ciudad de México después
de presentar Leonora en San Francisco. Son ya las cinco de la tarde y baja de
su coche, un Honda City plateado, en la puerta de su casa. Cuenta que viene de
casa de la feminista Marta Lamas: una comida entre amigas, pero como son “de
carrera larga”, no la dejaban partir a tiempo.
—Ya no manejo, ahora me
hace el favor Conrado. Manejar se me hace ya muy difícil. Fíjate que el primer
coche que tuve fue un Hillman que me compró mi papá. Pero pasó el tiempo y se
puso viejito. Tan derruido estaba que ya no frenaba bien. Un día lo llevé a la
agencia para ver si me lo compraban. Me dijeron: “Pues le damos mil pesos pero
con usted adentro”. Ya no recuerdo si lo vendí o qué le hice.
Se detiene en la
entrada, en la mesa para la correspondencia. Revisa varios sobres de reojo y un
sinfín de libros que envían amigos y editores para que los prologue o los
presente. Aparece enseguida una gata parda, que se detiene entre sus pies.
—Se llama Vais, es muy
amigable. También tengo otro pero es más tímido, Monsi, es negro con manchas
blancas, viste de esmoquin. ¡Haz de cuenta que digo “Monsiváis” como veinte
veces al día! Pero se esconden por cualquier cosa, ellos hacen todo distinto.
Mary, mary, quite contrary —tararea una rima inglesa.
Se sienta en el mismo
sofá de la vez anterior y su gata Vais se le sube encima y se acomoda sobre sus
piernas. Poniatowska usa un vestido café claro, zapatos color miel y un suéter
color hueso puesto sobre los hombros. Martina trae el té y ella, otra vez,
revisa que no vaya a ser té negro.
—Es que si no, no
duermo —dice.
Su biblioteca no parece
seguir otro orden que el del azar. Por ahí tiene algunos libros que le
dedicaron sus tres grandes compinches, los escritores José Emilio Pacheco,
Sergio Pitol y Carlos Monsiváis, a quien conoció cuando colaboraban para el
suplemento México en la Cultura.
—José Emilio era jefe
de Redacción y yo llegaba cada semana para entregar mi artículo o mi
entrevista. Todos ellos eran una maravilla, jóvenes, alegres, inteligentísimos.
Nos unía el amor por la escritura, el querer hacer algo. Hubo una época en la
que fuimos muy unidos. Te estoy hablando de antes de los sesenta. Después José
Emilio se cortó un poco. Pero era muy guapo, delgado y alto, siempre vestía de
negro y muchos lo creían seminarista. Cuando se subía a un taxi, no faltaba el que
le dijera: “No me pague, padrecito, mejor deme la bendición”. También por esos
años, conocí a la poeta Rosario Castellanos. Me sentía muy honrada de que ella
fuera cariñosa conmigo, me parecía una mujer llena de sentido del humor y muy
ingeniosa. Murió electrocutada, una gran pérdida para México.
Junto al retrato de su
hijo Emmanuel están las obras completas del colombiano Gabriel García Márquez,
al que entrevistó muchísimas veces. Cuando Vargas Llosa le dio aquel puñetazo
en la cara, Elena estaba allí. “Elenita cuenta que por él no fue buena
reportera”, dice el escritor Pável Granados. “Porque mientras Ana Cecilia
Treviño, la Bambi, editora de la Sección B de cultura y sociales del diario
Excélsior, salió corriendo a dar la nota, Elenita fue por un bistec crudo para
bajarle la hinchazón. Le ganaron la primicia”.
Tampoco faltan libros
de Octavio Paz. Cuenta Poniatowska que lo admiró cada día de su vida y se
escribieron con frecuencia. Lo conoció cuando había recién llegado de su
residencia en París, en 1954, con su entonces esposa Elena Garro, en una cena
que le preparó Carlos Fuentes en su casa de la calle Tíbet. El editor y
periodista Braulio Peralta rescata del tomo cuatro de sus Obras Completas lo
que escribió el poeta de vuelta en el país: “Terminé por regresar… Un México
distinto. Nuevos amigos: Carlos Fuentes, Jorge Portilla, Ramón y Ana Xirau,
Elena Poniatowska, Jaime García Terrés…”.
—Lo quise mucho. En
aquella cena yo iba de impertinente a preguntarle qué le parecía ser el becerro
de oro, porque todo mundo le rendía pleitesía. Y recuerdo que después en mi
casa de la Del Valle había un ahuehuete enorme y Paz le dedicó un poema. Sólo
que ya no me acuerdo cómo le puso… Al rato investigamos. Pero le hice muchas
entrevistas, hubo muchas conversaciones entre nosotros, eran como duelos de
espadas, decía Paz.
En una entrevista con
Braulio Peralta, Paz señala que desde un inicio Elena Poniatowska le pareció
una mujer encantadora, inteligente, que le sorprendió “primero por su vivacidad
y por su inmensa simpatía; inmediatamente después, porque empecé a leer sus
textos, que me encantaron: había introducido en el periodismo mexicano una
frescura, una gracia, una imaginación que la hacían algo muy distinto. Única”.
Pero lo cierto es que durante un tiempo, a finales de los años ochenta, hubo un
distanciamiento entre ambos: al poeta ya no le agradaba que Poniatowska todavía
tuviera inclinaciones políticas de izquierda tan arraigadas, cuando él, en
cambio, abanderaba una forma de pensamiento neoliberal y apoyaba a Carlos
Salinas de Gortari. Mucho menos le agradaba que Poniatowska escribiera sobre la
fotógrafa italiana y comunista Tina Modotti, protagonista de su novela Tinísima
(publicada en 1992), una mujer que, para Octavio Paz, cambiaba de ideas según
su amante en turno.
“El premio Nobel era
terriblemente anticomunista, estaba muy derechizado y acusó a Modotti de haber
sido pistolera de la KGB soviética —dice el periodista Humberto Musacchio—.
Tina Modotti nunca estuvo en eso, fue miembro del Socorro Rojo Internacional
que tenía otras funciones, era la agrupación de los sindicatos de izquierda que
apoyaba las causas obreras en todo el mundo. Se tiene que decir, además, que
Tinísima fue el primer intento de entrar a fondo en la obra de Tina Modotti.
Eso se dice muy poco, que fue la primera vez que se abordó la obra y la vida de
este personaje con esa amplitud y seriedad”. Muchos críticos aún afirman que
Tinísima sigue siendo su novela más ambiciosa. Poniatowska mezcló, en más de
seiscientas páginas, el arte, la militancia política de los años treinta en
México y la pasión de una mujer revolucionaria. Le dedicó casi diez años de
investigación. Le siguió la pista paso a paso y registró toda la vida de la
fotógrafa italiana, hasta su muerte, en circunstancias sospechosas, a bordo de
un taxi en la ciudad de México. Poniatowska viajó por Cuba e Italia, en busca
de información sobre los hombres que habían influido en la italiana, desde
Julio Antonio Mella, Edward Weston hasta el comunista italiano Vittorio Vidali.
Otra que no veía con
buenos ojos su trabajo periodístico era la tía Pita Amor: la poeta extravagante
que hablaba siempre en verso, enloquecida por la tragedia de perder ahogado a
su único hijo. Cuenta Poniatowska que, de joven, Pita posó desnuda. Ya anciana,
caminaba con un moño enorme en la cabeza, llena de extravagancia, y daba
bastonazos a quien se le pusiera enfrente. Sus vecinos de la Zona Rosa la
apodaban La Abuelita de Batman.
—Siempre me dijo que yo
era una “pinche” periodista.
“Pita no estaba bien de
la cabeza —dice Michael K. Schuessler, biógrafo de Poniatowska y Pita Amor—.
Fue una alucinación para toda la familia, les salía con cosas como hacerse pipí
en el comedor. Era impactante e impredecible. Y le tenía además prohibido a
Poniatowska firmar sus ‘articulitos’ con el apellido Amor, porque había una
gran diferencia entre ser una periodista y una poeta de tinta americana como
ella”.
La misma Elena cuenta
que en una fiesta, en casa de su tía en la calle de Duero, Pita Amor al verla
conversar con Octavio Paz, se encendió de furia y le gritó a voz en cuello:
“¡No te compares con tu tía de sangre! / ¡No te compares con tu tía de fuego! /
¡No te atrevas a aparecerte junto a mí, / junto a mis vientos huracanados, /
mis tempestades, mis ríos! /¡Soy el sol, muchachita, / apenas te aproximes te
quemarán mis rayos!”. Al día siguiente, a la una de la tarde, le llamó por
teléfono, fresca como la mañana: “¿Eres feliz?”, le preguntó.
* * *
Cuando nació el
movimiento feminista en México, en los años setenta, después de Tlatelolco,
muchas mujeres veían con admiración a Elena Poniatowska, como una intelectual
que desafiaba a los gobiernos autoritarios y demostraba que tenía pantalones
para dar voz a los que no la tenían. Por eso la invitaban a reuniones y
conferencias, dice la antropóloga Marta Lamas, aunque Elena dudaba en asistir:
decía que no era feminista, porque no había leído nada de feminismo. No se
ponía la etiqueta, pero ahí estaba su preocupación por la situación de las
mujeres en sus textos y artículos. Sobre todo en sus intensos cuentos como “De
noche vienes” (publicado en De noche vienes, 1979), donde desarrolló, por medio
de la ficción, la historia de una mujer que la policía arrestaba por estar
casada con cinco hombres.
“Elena hablaba de
política, le preocupaba mucho lo que estaba pasando en el país —dice Marta
Lamas—. Le interesaban las mujeres y el ‘nuevo feminismo’. Por eso la
invitábamos al movimiento. Asistíamos académicas, trotskistas, ex monjas,
artistas y hasta científicas. Y hablábamos de tabúes, de sexualidad. Llegaban
del extranjero muchas feministas famosas, como Gisélé Halimi, y algunas veces
nos reuníamos en casa de Elena”. Pero Guillermo Haro no veía con buenos ojos el
feminismo. Cuando algunas de estas reuniones tenían lugar en su casa, salía su
hija Paula, aleccionada por su padre, y les decía a todas las feministas
presentes: ¡Yo soy femenina, no feminista! Tenía cinco años. “Guillermo era muy
inteligente, pero muy crítico y muy latoso. Solía interrumpir, criticar, interrumpía
la reunión y le pedía cosas a Elena, la sacaba de la junta, como que saboteaba
un poco todo lo que tuviera que ver con feminismo. Fue un hombre duro”, dice
Lamas.
“Nos tocó vivir el
nacimiento del feminismo a todas nosotras —dice la editora y también feminista
Marta Acevedo—. La Jesusa Palancares coincidió con el movimiento, hasta la
hicimos radionovela y la gente llamaba a Radio Educación para decir: ‘Oiga, esa
señora sí que sabe lavar las sábanas’. Fue un gran revuelo. Eran los años en
que reconocíamos, por primera vez, nuestra situación como mujeres. Y cambiaba
nuestra forma de ver a nuestros padres, nuestros esposos y nuestros hijos”.
Hay un arquetipo que
Poniatowska ha explorado en sus retratos, cuentos y novelas de las últimas
décadas, en que ha buscado redescubrir a la narradora que lleva dentro, y su
reciente trabajo sobre Leonora Carrington lo confirma: su fascinación por
mujeres emblemáticas, producto de los años revolucionarios, y a la vez
vanguardistas, de las primeras décadas del siglo XX. Hay un interés por dar a
conocer su retrato, entre la soledad y la incomprensión, y hacer público que
ellas existieron. Aunque, cuando se trata de estas mujeres, opta por géneros
híbridos que rara vez convencen a críticos como Christopher Domínguez: “La
biografía novelada o la novela biografiada, que carece de la libertad de la
novela y el rigor de la biografía, esas decisiones, en mi opinión, las que ha
tomado Poniatowska infravalorando su capacidad de investigación y dando a sus
poderes novelescos un derrotero temerario”, escribió en Letras Libres, a
propósito de la publicación de Leonora. Es la pasión de la mujer artista,
obligada a ser dos veces artista en un mundo de hombres, lo que le fascina a
Elena Poniatowska y la ha impulsado a escribir: con ellas saca chispas, dice
Christopher Domínguez.
—Mira el ejemplo de las
mujeres que puse en Las siete cabritas (2000), como María Izquierdo —dice
Poniatowska—, que le dijeron que no estaba capacitada para hacer murales, por
ser mujer, y no la dejaron; Nellie Campobello, que firmó como hombre sus
primeros poemas; Nahui Ollin, que caminaba desnuda por la Alameda, o Pita Amor,
que de joven recitaba poemas de San Juan de la Cruz en la TV, con blusas
escotadas, y le decían que no podía andar enseñando los pechos. Luego, Tina
Modotti, acusada de asesinato, y Leonora Carrington, encerrada en un manicomio
en Santander, desquiciada. A todas ellas las tildaron de locas. Y podemos sumar
a Angelina Beloff, pintora liberal, que fue la primera esposa de Diego Rivera en
París y que sufrió, con tristeza y soledad, la ruptura de su relación. De
Angelina hice una novelita epistolar (Querido Diego, te abraza Quiela, 1978),
un libro de mucha soledad. Diego Rivera jamás volvió a verla.
“¿Por qué será que le
fascinan estas mujeres a Elena Poniatowska? —se pregunta la cronista Guadalupe
Loaeza—. Siempre he creído que tiene un sentimiento de culpa, por haber nacido
princesa, y por haber nacido en París, y por haber llegado en un momento dado a
México, maravilloso y paradisiaco, pero con mucha pobreza. Elenita siempre ha
sido muy sensible a la pobreza y a la desigualdad. Por eso se ha manejado toda
la vida con un sentimiento perenne de culpa. Se exige demasiado y tiene muchos
miedos. Y tal vez en el espejo ve a todas estas mujeres. Porque a ella la han
criticado muy fuerte desde que salió, críticas muy duras”. Decían que no era
una Rosario Castellanos, que no era una Elena Garro.
—Yo no creo ser como
todas ellas. Es más bien que escribo como para salir de mí misma, porque en el
fondo fui una gente muy dócil, educada en un internado de monjas. No podía
decir quiero esto, soy aquello. Tenía que hacer lo que decían los demás. El catolicismo
me cortó un poco las alas, en cierta forma, porque te hace sentirte culpable
por obra, palabra y omisión. Ellas sí que se atrevieron a mucho más, hasta la
misma Josefina Bojórquez, que anduvo por la Revolución de soldadera.
—Mencionaba hace un
momento a la pintora surrealista Leonora Carrington, ¿cómo fue entrevistarla
tantas veces?, ¿qué necesitó para que accediera a hablarle de su vida?
—Bueno, Leonora nunca
permitió una grabadora, no le gustaban. Mucho menos las reporteras
impertinentes. Pero resultó que habíamos tenido una infancia parecida, entonces
yo le contaba que había aprendido a montar a caballo cuando era niña, y ella me
decía: “Yo también”. Todo lo apunté en una libretita, palabras sueltas con
caligrafía apretada. Luego regresaba a casa y me ponía a transcribir todo lo
que me había dicho. Desde luego, hubo cosas de las que no quiso hablar y yo no
insistí: nunca me quiso contar sobre Max Ernst, por ejemplo. Pero sí me habló
con mucha facilidad de su episodio en el manicomio, del Cardiazol que le
inyectaban, una medicina que hoy está prohibidísima, que le provocaba espasmos.
Creo que lo hizo para que me solidarizara con ella. Y por fortuna, hubo cierta
complicidad entre nosotras. Imagínate, más de cincuenta años de conocernos.
Ilustró la segunda edición de mi Lilus Kikus y luego un poemario que saqué
(Rondas de la niña mala, 2008). La quise mucho.
—¿Cuál cree que haya
sido el mayor reto al escribir Leonora?
—Bueno, el reto es
desde el momento en que escribes cualquier cosa. Desde una novela hasta un
artículo de periódico. Fíjate que cada vez que tengo que hacer una entrevista
tengo miedo de que no me vaya a salir bien, que no estén suficientemente
preparadas mis preguntas, que no conozca suficiente mi tema. Soy en el fondo
una gente que tiene poca fe en sí misma. Porque si no fuera así, nunca me
hubiera dedicado el periodismo. Haberme dedicado al periodismo fue como
necesitar muletas para salir adelante, porque reflejas las palabras de los
demás, las ideas de los demás, los pensamientos de los demás. En vez de
lanzarte a pensar sólo por ti, ya fuera bien o fuera mal.
Mira el reloj,
agobiada.
—Ya se nos pasó el
tiempo. ¿Cuándo nos vemos para la siguiente entrevista? ¡No tardan en pasar por
mí para ir al teatro!
Baja de sus piernas a
su gata Vais, que ronroneaba. Se levanta del sofá y da tan sólo dos pasos,
cojea. Se le durmió una pierna.
* * *
A pesar de pertenecer a
ella, pocas veces se incluye a Poniatowska como parte de su generación, que
comparte con Carlos Fuentes, Juan García Ponce y Héctor Azar, con quienes
coincidió en el Centro Mexicano de Escritores, bajo la batuta de Juan Rulfo. En
la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la casa máxima de estudios
en México, pocos son los académicos que han trabajado su obra —o que aceptan al
menos una entrevista sobre ella—. “No sabemos dónde ponerla. Es una escritora
que se asoma a muchos géneros, como el ensayo, el periodismo, la narrativa
testimonial, pero que hace un híbrido de todo un poco”, dice Marcela Palma,
doctora en Letras Hispánicas por la UNAM.
Sucede algo único con
Elena Poniatowska, cuenta Rosa Beltrán, doctora en Literatura Comparada. Todos
hemos leído su obra de modos distintos, ya sea sus novelas, libros de cuentos,
crónicas, ensayos y biografías, entre muchos otros. Están en boca de todos, es
cita de quienes leen y quienes no leen. Pero ella, en cambio, nos recuerda que
no es “escritora”: “Todo lo que soy se lo debo al periodismo, si algo he hecho
en la escritura ha sido gracias a él —responde en una entrevista publicada en
Me lo dijo Elena Poniatowska, de 1997—. Creo de veras que mi educación, mi
formación, mi código moral, todo, lo he hecho por medio del periodismo. Soy una
deudora del periodismo. Hay quienes piensan que es más prestigioso ser escritor
que periodista. A lo mejor tienen razón, aun así me sigo considerando
periodista”.
“¿A qué se deberá la
insistencia de Elena Poniatowska en dejar claro que antes de ser escritora es
periodista?, ¿y por qué esta declaración despierta tantas suspicacias en
quienes hemos leído su obra? —se pregunta Rosa Beltrán—. ¿Por qué, de las dos
profesiones que ella ejerce, elige para definirse la menos prestigiosa? Desde el
inicio de su carrera ella misma ha dicho que no tiene vocación ni nada. Es un
rasgo típico de la mexicanidad, según Octavio Paz, ese método en la negación de
la propia persona hasta volverla voz que no existe. De escribir sin escribir y
ser escritora sin serlo, así se ha formado una de las escritoras más
subversivas del país: la que mira siempre desde un punto de vista
‘deslegitimizado'”.
¿Será acaso una forma
de blindarse ante una academia que la critica y la mira siempre con desdén?
“Sucede que Elena
Poniatowska tiene el oficio que ella se inventó y no tenemos los demás”, dice
la periodista y escritora Alma Guillermoprieto. “Porque nadie había hecho lo
que ella hacía entonces, y lo hacía sin fórmulas y con curiosidad inagotable.
Pudo crear y decir: ‘Quiero hacer un libro sobre una sirvienta que me fascina’,
y se inventó cómo hacer a la Jesusa Palancares. Se inventó el libro de
Tlatelolco. Fue creativa con los géneros y contó con muchas armas a su favor.
El hecho de ser bonita, chiquita y modosita le permitió navegar siempre con
bandera de pendeja, que como sabemos es una enorme ventaja a la hora de
reportear, te abre puertas, te da accesos. ¿Y qué le podríamos criticar? Pues
que es demasiado sentimental muchas veces, por supuesto que cae en la
cursilería, por supuesto que cuando las cosas la emocionan pierde distancia,
por supuesto que su uso de la exactitud periodística no es tan grande como debe
ser hoy. Pero ella también trabajó en una época en la que esa exactitud
periodista no era un criterio: ni se esperaba de ella, ni de Ryszard
Kapuscinski, ni de Norman Mailer ni de nadie. Cambió el paradigma. ¿Qué le
critiquen sus publicaciones? Bueno, entonces es que hay algo ahí que juzgar,
hay un cuerpo notable”.
Uno de los aspectos más
incómodos de la figura intelectual y pública de Poniatowska ha sido su
compromiso con la izquierda. Y nunca ha escatimado en recursos: formó parte de
la Unión de Periodistas Democráticos de 1983; fue pieza fundamental en las
movilizaciones del sindicalismo en los años setenta y cuando se impulsó el
reconocimiento político para el Partido Comunista y Partido Revolucionario de
los Trabajadores; también la encontramos en la fundación de Nexos y La Jornada,
y en la fundación de la editorial Siglo XXI. Todo el que haya dirigido un
suplemento o una revista sabe que no puede ignorarla: o se le publica, o se le
entrevista o se le critica. Los medios lo saben y los políticos lo saben. “Es
una mujer involucrada y ligada en los proyectos colectivos de carácter cultural
—dice el periodista Humberto Musacchio—. Es una mujer de avanzada. Ha sido una
presencia indispensable, ha estado siempre muy cerca de nosotros, los
periodistas. Siempre está ahí, siempre se cuenta con ella. Ha sido una figura
indispensable como lo fue Monsiváis, que los sabemos nuestros, los sentíamos
nuestros”.
Rumbo a las elecciones
de 2006, el entonces candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, la
buscó para que respaldara su campaña, realizara propuestas culturales y
participara en mítines. Poniatowska veía en López Obrador a un político que
hablaba un lenguaje comprensible para todo mundo y con una auténtica
preocupación por los pobres. “Él respondía a las necesidades del pueblo, no a
las necesidades de las clases altas. Por eso lo apoyé”, dice Poniatowska. Al
perder las elecciones presidenciales por un margen pequeñísimo, López Obrador
organizó un movimiento de resistencia civil para que se contaran de nuevo los
votos: hizo plantones en el Zócalo y marchas por la ciudad, y bloqueó durante meses
el Paseo de la Reforma, una de las principales arterias de la capital. Muchos
de los intelectuales que lo seguían se hicieron a un lado ante tales
decisiones. Pero Poniatowska lo siguió hasta el final. Defendió a López Obrador
y aparecía en campañas publicitarias hablando a su favor. Los círculos más
conservadores le dejaron ir una avalancha de críticas; recibía llamadas
telefónicas con mentadas de madre durante las madrugadas, y en la calle
aguantaba insultos cuando la veían pasar por los barrios de la clase media
alta. “Que Elena apoyara a Andrés Manuel le dolió a mucha gente —dice la
antropóloga Marta Lamas—. Una mujer de familia de abolengo, princesa, que haya
apoyado a alguien como él, que señalaban como un peligro para México, dolió
muchísimo. A Elena le sorprendía el nivel de agresión al que llegaban las
críticas, pero confió en sus convicciones, en lo que creía, y lo hizo
públicamente como pocos militantes de izquierda”.
—Apoyé a López Obrador
por idealismo —dice Poniatowska—, en ningún momento busqué un puesto político,
no buscaba el “hueso”. Lo apoyé por un sueño, por convicción, creí en su
propuesta y no me arrepiento. Lo volvería hacer, a pesar de todo lo que me
dijeron, los spots de Manuel Espino, los insultos que recibí, las mentadas de
madre. Lo volvería a hacer.
* * *
Es el 10 de mayo de
2011. Es el Día de la Madre en México.
—Tengo tanto que
escribir en los años que me quedan —dice Poniatowska—. Tengo una novela en el
tintero, tengo mucho material sobre Lupe Marín, la segunda esposa de Diego
Rivera. Y quisiera escribir más cuentos, escribir lo más que pueda. Ya estoy
vieja. Ya no puedo andar de madre ardiendo por el país. Ya no puedo hacer lo
que decía Renato Leduc, la dicha inicua de perder el tiempo. Ya estoy tocando
los ochenta, creo que ya voy de salida.
Elena Poniatowska ha
festejado el Día de la Madre con su amigo Pablo Ortiz Monasterio, lejos de sus
hijos, que andan en sus cosas como siempre: Paula vive en Mérida, es fotógrafa
y tiene influencia de los monstruos de Diane Arbus, dice Poniatowska; Felipe
vive en Puebla, hace videos (y le ha enseñado a usar su cuenta de Twitter,
@Eponiatowska), y Mane, el mayor, Emmanuel, es físico, jefe del área científica
del campus de Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Son las cinco de la
tarde y Poniatowska recibe en su casa a la fotógrafa inglesa Phoebe Ling, para
la sesión de fotos que acompaña esta nota. Está radiante: lleva gafas para sol,
va maquillada, usa un traje sastre rojo, zapatos bicolor tipo Chanel y un
collar y aretes de oro.
—Pueden tomarme fotos
donde sea. En la sala, en el comedor, en el estudio. Si quieren, me siento en
mi escritorio y me pongo a escribir, o en el comedor, y le decimos a Martina
que nos traiga comida.
La fotógrafa observa
detenidamente los cojines bordados a mano con imágenes del Santo Niño de
Atocha, el Subcomandante Marcos del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación
Nacional), del movimiento de Andrés Manuel López Obrador, y la Virgen de
Guadalupe. Es su rincón mexicano.
—Hay mucha luz, está
bien —dice Ling.
—Con tanta foto me voy
a poner self-conscious —dice Poniatowska.
Se escuchan las
campanadas de la capilla de enfrente, San Sebastián Mártir, cuyo sonido hace
eco por todos los rincones de la casa. Poniatowska cuenta que a sus hijos no
los ve tan seguido como quisiera. Por eso ahora tiene mucho tiempo para pensar
en su vida, en todas las cosas que ha hecho a lo largo de tantos años.
—Tengo tanto tiempo
para pensar en las estupideces que hice y para llamarme idiota cada segundo.
Bueno, cada segundo no, pero por lo menos tres veces al día. Finalmente uno
siempre está solo… A veces pienso “por qué no hice las cosas así”, o “por qué
le contesté esto a alguien”, “por qué no me detuve”, “por qué no escribí más”.
¿No te pasa eso? —le pregunta a la fotógrafa— Pienso que si volviera atrás
haría tantas cosas, escribiría mucho más, muchas novelas, porque creo que no
debí haber hecho tanto periodismo. A veces quisiera volver atrás para hacer las
cosas mejor. Una vez se lo dije a Juan Soriano —un pintor mexicano de quien
Poniatwoska escribió un libro— que yo quisiera volver unos treinta años o unos
cuarenta años atrás para hacer las cosas bien. Él me dijo: “Elena, no te
preocupes, ni quieras regresar, porque todo lo harías pero más mal”.
Ling comienza a disparar
su cámara. Le dice a la escritora que mire a la luz, y ella dice: “Sí, miro a
la luz”. Mire al cielo, dice la fotógrafa, y Poniatowska dice: “Sí, miro al
cielo que se oscurece, que quiere llover”. Mire al jardín: “Sí, miro al jardín,
verde que te quiero verde”. Después, lleva a la fotógrafa al comedor, donde
tiene una catrina de yeso —una figura mexicana femenina que representa la
muerte—. Mire hacia allí, dice la fotógrafa.
—Sí, miro a la muerte,
que ahí se viene, tan callada. Procuro no pensar mucho en la muerte. Todavía no
se sabe qué pasa cuando uno muere. No sé que me vaya a pasar. No me gustaría
que me diera una trombosis o que me quedara paralítica y no me pudiera mover.
Eso sería terrible para mí. Espero no tenerle miedo. Recuerdo que Mariana
Frenk, que era una mujer extraordinaria, que escribió muchísimos aforismos, le
tuvo miedo a la muerte. Y si ella tan inteligente le tuvo miedo, pues igual y a
la mera hora lo tendré también. Pero mejor… toquemos madera.//
*Este texto se publicó
en su forma original en el número 125 de Gatopardo en 2011
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