miércoles, 28 de agosto de 2019

Poniatowska: La Princesa Roja




Elena Poniatowska está sentada en el estrado, soberbia. Sólo mira al auditorio que murmura. Lleva el cabello cano, un collar de perlas y va vestida de negro. En sus manos sostiene el discurso que, en unos momentos más, comenzará a leer. Rompe el silencio y dice:



—Gracias a todos por estar aquí, esto es casi como el día de mi boda.

El público estalla en carcajadas. Es la noche del 5 de abril de 2011, y Elena Poniatowska, la princesa de las izquierdas mexicanas, presenta en el Palacio de Bellas Artes, en el Centro Histórico de la ciudad de México, su más reciente novela, Leonora, con la que ha ganado el Premio Biblioteca Breve que otorga la editorial española Seix Barral. El sitio está repleto y la gente no para de entrar. “Disculpe, perdón, disculpe”, dicen los que llegan tarde para abrirse paso entre una multitud del todo inusual para la presentación de un libro. Ahí está la mujer a la que todos reconocen en la calle y que genera larguísimas colas a la hora de firmar libros, pero que no por eso es menos controvertida. La mujer que apoyó hasta el final al candidato de la izquierda Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales de 2006, de los discursos a favor de las mujeres, el aborto, las guerrillas y los indígenas chiapanecos. Es la escritora que encandiló con su realismo popular y con sus entrevistas a los personajes icónicos del siglo XX mexicano.

Elena, Elenita, la Ponia, la Poni. La recién fallecida Leonora Carrington es la última en unirse a la lista de mujeres que ha retratado en perfiles, crónicas y novelas, desde la rusa Angelina Beloff hasta la italiana Tina Modotti: con todas ellas deberíamos medir a Poniatowska “porque con ellas actúa sin condescendencia, con ternura y admiración, pero a ratos con la ironía implacable de quien se sabe entre iguales”, escribió el crítico literario Christopher Domínguez en Letras Libres.

Ahora, ante el auditorio, Poniatowska cuenta que conoció a Leonora Carrington en la galería de arte de su tía Inés Amor en los cincuenta. Y que durante años le hizo una serie de entrevistas que guardó en carpetas, hasta que un día comenzó a escribir una novela inspirada en ella que había llamado Fiona.

—Pero cuando tenía doscientas páginas pensé: “¿Y por qué no hago una novela directamente sobre ella?”, y me lancé. Leonora siempre tuvo una sonrisa para mí, lo recuerdo como motivo de felicidad. Y guardo la última vez que me sonrió en la escalinata del Palacio de Minería. ¿Será que me he vuelto sentimental? Leonora dice que el sentimentalismo es una especie de cansancio.

Concluye su discurso y, apenas termina, Poniatowska aleja el micrófono y muestra su legendaria sonrisa de dientes y encías. El público se pone de pie y la ovaciona con aplausos que multiplican su eco por todo el Palacio de Bellas Artes. Es una escena que me recuerda, por oposición, una copla que me envió por mail Malú Huacuja del Toro, novelista y dramaturga mexicana —y una de sus grandes detractoras—, por aquello de los aduladores y admiradores, que, dice Huacuja, le han otorgado premios a su contentillo. Después de recibir ese poema satírico, le pedí a Huacuja una entrevista. Aún espero una respuesta.
Mientras tanto, los flashes disparan sobre el estrado.
Son las seis de la tarde y la parroquia de San Sebastián Mártir comienza a dar sus reglamentarias campanadas. Elena Poniatowska ha aceptado una tanda de entrevistas en su casa, a mediados de abril, después de que su última novela fuera recibida con bombo y platillo en el mundo editorial. Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor —su verdadero nombre— vive frente a esta iglesia en la colonia Chimalistac, al sur de la capital mexicana, un barrio empedrado que fue un pueblo colonial y quedó atrapado en medio de la mancha urbana del Distrito Federal. Su casa está pintada de amarillo y tiene una puerta blanca con grandes buganvillias. Pertenecía a una nudista que gustaba de bañarse en las fuentes, la dominatriz Eva Norvind, y Poniatowska la compró apenas después de haber quedado viuda. Estuvo casada durante casi veinte años con el astrónomo Guillermo Haro, el fundador de la astronomía moderna en México, a quien conoció al hacerle una entrevista en el observatorio astronómico de Tonantzintla, Puebla, en 1959. Es una casa con mucha luz y con amarillos salpicados por todos lados, en cuadros, sillones, lámparas y manteles; una casa burguesa repleta de libreros blancos y piezas de talavera y esferas de vidrio soplado por donde se mire. Por los rincones y las mesitas hay retratos familiares. Ahí están su padre, Jean Joseph Evremont Poniatowski Sperry, vestido de militar con todas las condecoraciones que recibió en la Segunda Guerra Mundial; su madre, María de los Dolores Paulette Amor Yturbe, mujer enigmática que siempre habló con un fuerte acento francés y fue modelo de Schiaparelli, retratada por Edward Weston; sus hijos Emmanuel, Felipe y Paula; ella rodeada por sus diez nietos.

—Ahora viene la señora —dice Martina, con tono cantadito y mirada hostil.
Martina es la mucama que se encarga de la casa, de hacer las compras y de contestar el teléfono. Poniatowska nunca ha tenido secretaria. Todo lo resuelve con una agenda negra, siempre y cuando esté a la mano. Si no, empezarán a correr por toda la casa, Martina en un piso, Elena en el otro, hasta que suene el grito: ¡aquí está!

Poniatowska puede no sólo extraviar su agenda, sino textos y libros, olvidar citas y entrevistas, aceptar llamadas telefónicas de “ve tú a saber quién”, o recibir a estudiantes que llegan a preguntarle boberías que tienen de tarea. Y nunca faltan sus clásicas cuitas: que se le paró el coche, que está preocupada por sus hijos, que se hace bolas, que no puede escribir, que no es escritora, que todo hace mal, que todo el mundo la critica.

Al ver a su mucama es imposible no pensar en la relación que ha fraguado Poniatowska con estas mujeres. Fue con ellas con quienes aprendió a hablar español en la cocina, cuando llegó de Francia en 1941, porque su madre no consideraba importante que lo hiciera en la escuela. El francés y el inglés eran suficientes, decía Paulette, quien tenía grandes prejuicios contra el país al que llegaba a vivir. El español lo aprendió con las sirvientas —un español de sirvientas—, mientras ellas se peinaban en el cuarto de la azotea. No sólo le enseñaron las palabras, sino también la realidad de un país que la marcaría años después. ¿Qué hubiera sido de Poniatowska sin las sirvientas? Tal vez nunca hubiera conocido a Josefina Bojórquez, la verdadera mujer detrás del personaje de Jesusa Palancares, que originó su primera y emblemática novela Hasta no verte, Jesús mío de 1969. Jesusa está inspirada en la tehuana que conoció cuando caminaba rumbo al Palacio Negro de Lecumberri en la ciudad de México. Josefina puso a Poniatowska a lavar overoles con gasolina y asolear gallinas con la consigna de contarle sus andares en la Revolución y sus trabajos como empleada doméstica.

Ahora su voz se escucha a lo lejos. Aparece sonriente, indefensa, bajando las escaleras. Ahí está la hija de la Malinche, como la llamó la escritora Margo Glantz. Viene con un pantalón y una blusa azules que parecen pijama y unos zapatos bajos negros. Pese al atuendo, no deja de lucir distinguida. Mira entonces con sorpresa, sin poder disimularlo: había olvidado que tenía una entrevista. Pide disculpas por la tardanza, dice que estaba con la computadora porque perdió veinte correos y no sabe cómo recuperarlos. Ni siquiera los pudo leer, dice Poniatowska consternada. Como tiene la promoción de Leonora, ella está hecha un lío. Se cubre entonces un poco la boca. Acaba de comer pescado y no quiere oler a ajo. Se sienta en un sofá amarillo y toma una caja morada de chocolates que acaba de traer de un viaje por Francia.

—Montpellier me gustó muchísimo, mi nieto Lucas me hizo caminar por todos lados —dice, mientras ofrece un par de chocolates rellenos de licor—. En general siempre me ha gustado viajar, Rosa Nissan dice que me voy a morir en un aeropuerto. La gente además es muy linda conmigo en todos lados. Es la ventaja de ser chaparrita. La gente me platica todo con gran facilidad, porque me sienten como acojinadita y me cuentan todo.

Sus ojos lucen diminutos, como si hubieran empequeñecido con el tiempo. Los años han pasado por su rostro. Habla con una cadencia un poco marcial, marcada por grandes pausas, como el vaivén de un columpio.

—¡Conrado! —grita al chofer—. Ya no voy a utilizar el coche, mejor váyase. Estaré trabajando en casa. Si necesito algo, camino, que falta me hace. Como en Francia, allá hacen eso: toman, tragan y caminan.
—¿No te han ofrecido nada? ¡Esa Martina! ¿Quieres té? —pregunta al reportero.
Martina llega con el té en una bandeja de madera. El té es de fresas. Elena se cerciora de que sea cierto: no quiere tomar té negro.
—Eres capaz de darme gato por liebre —le dice la escritora.
—¡Ay, cómo cree! —retoba la muchacha.

* * *

Elena Poniatowska nació en París en 1932, hija de padres ausentes y viajeros imparables. Sus padres, Paulette y Jean, se conocieron en un bal de la familia Rothschild, celebrado en una casa de la Place de la Concord, según recuerda el biógrafo Michael K. Schuessler en su libro Elenísima. Johnny, como le decían a Jean, había nacido en Francia, pero provenía de una familia de príncipes polacos —los Poniatowski— exiliados desde el siglo XIX. Paulette, nacida también en Francia, provenía de una familia mexicana porfiriana que había abandonado el país en tiempos de la Revolución, y tenía bastante dinero para vivir en Biarritz y en París.

—Viví mi infancia casi con mis abuelos paternos entre París, Vouvray y Mougins —dice Poniatowska—, porque mis padres estaban en la guerra, como pasaba con los ciudadanos franceses que se alistaban. Recuerdo que vivía cerca del río Sena, en la Rue Berton, pero me tenían prohibidísimo acercarme a la orilla. Mi papá saltó muchas veces en paracaídas en campo enemigo y mi mamá manejó una ambulancia. Era una de las diez mujeres que estaban dispuesta a salir a cualquier hora. Manejaba muy bien, un poco aprisa. Recuerdo que sus ojos estaban un poco tristes… En general son pocos los recuerdos que tengo de ella en Francia. El resto es de México, porque llegué a enamorarme de ella, para estar juntas y no separarnos jamás.

Llegó a México en 1941 en un barco de refugiados, el Marqués de Comillas, con su madre y su hermana Kitzia, porque la guerra parecía no acabar en Europa. Su padre Jean se quedó por un tiempo en el ejército y se les unió años después —en México fundó los laboratorios farmacéuticos Linsa, pero no le fue bien, luego puso un restaurante, con el que tampoco tuvo suerte; sin embargo, siempre se las ingenió para vivir bien—. Su familia se instaló en el elegante Paseo de la Reforma, en la calle Río Guadiana. A la pequeña Elena le sorprendía que hubiera naranjas en forma de pirámides en las esquinas de las calles, y que la gente anduviera descalza: era la pobreza, dice, pero no sabía lo que significaba entonces.

“Elenita creció con una educación muy rígida, en un entorno muy francés, muy europeo, siempre viendo hacia Francia”, dice la cronista Guadalupe Loaeza.
“Tenía en México a su familia materna, los Amor, y a su abuela Elena Yturbe, que vivía aquí entonces. Los Amor eran una de las familias importantes mexicanas. Era una familia muy tradicional, rodeada de muchas mujeres, muy prejuiciosa, esnob, de abolengo, pero muy de artistas”. Ahí estaban las tías: Inés, que fumaba mucho y que puso una de las primeras galerías de arte en la ciudad —la famosa Galería de Arte Mexicano (GAM)—; Carito, que fundó una editorial médica, y Pita, la poeta excéntrica, la de los escándalos, a quien Diego Rivera pintó desnuda.

“Las Amor se sentían muy superiores al resto de las señoras en México —dice Bertha Fuentes, hermana del escritor Carlos Fuentes—. Las hermanitas Amor eran muy alzadas, nunca iban a las fiestas o a los eventos importantes. Ellas estaban siempre por encima de los demás, por encima de cualquiera”.

Elena y su hermana Kitzia asistieron a la Windsor School de México, una escuela inglesa que estaba en la colonia Roma, y más tarde a un internado de monjas en Torresdale, Pensilvania, en Estados Unidos, porque así se educaba entonces a las niñas bien. Con su regreso llegaron los bailes del Jockey Club, las embajadas y el Ministerio de Relaciones Exteriores. “Elena iba con su mirada de gatito y su collar de perlas. Era muy tímida, siempre iba detrás de su hermana Kitzia, que era como su madre, guapa y alta, como de Harper’s Bazaar“, dice Bertha Fuentes. Fue en una de todas esas fiestas que conoció al novelista Carlos Fuentes, mucho antes de que ambos fueran famosos. Aunque Fuentes no era muy buen bailador, dice Poniatowska que fueron, durante un tiempo, un par de pillos parranderos.

—Carlos era un muchacho más de las fiestas. Él iba y observaba a todos, estaba ya trabajando en La región más transparente, que es una novela soberbia. Tenía el pelo largo y era muy apasionado, como poseído por la escritura. No nos contaba nada de lo que escribía, pero era entusiasta, se fijaba en todo, tomaba notas mentales y todos fuimos a dar a sus libros. Decía Carlos que yo parecía un sueño bello de Jean Cocteau.

Sonríe y mira al techo. Comienza a tararear y a mover sus piernas.
—Bailábamos el chachachá y la raspa, tata-tatá tata-tatá. Y la bamba y el mambo de Pérez Prado. Nos sabíamos todas ésas. Ahora lo veo poco, Carlos vive en Inglaterra, pero él sabe que lo quiero.
De pronto se queda callada.
—Oye, ¿y cómo se te da la computación?
Por aquello de los mails perdidos.

Poniatowska: La Princesa Roja
Que Elena Poniatowska siga recibiendo premios y levantando polémica significa sólo una cosa: es una de las figuras fundamentales del México contemporáneo.
Por Guillermo Sánchez Cervantes Fotografía Phoebe Ling
Agosto 19, 2019
Elena Poniatowska está sentada en el estrado, soberbia. Sólo mira al auditorio que murmura. Lleva el cabello cano, un collar de perlas y va vestida de negro. En sus manos sostiene el discurso que, en unos momentos más, comenzará a leer. Rompe el silencio y dice:
—Gracias a todos por estar aquí, esto es casi como el día de mi boda.

El público estalla en carcajadas. Es la noche del 5 de abril de 2011, y Elena Poniatowska, la princesa de las izquierdas mexicanas, presenta en el Palacio de Bellas Artes, en el Centro Histórico de la ciudad de México, su más reciente novela, Leonora, con la que ha ganado el Premio Biblioteca Breve que otorga la editorial española Seix Barral. El sitio está repleto y la gente no para de entrar. “Disculpe, perdón, disculpe”, dicen los que llegan tarde para abrirse paso entre una multitud del todo inusual para la presentación de un libro. Ahí está la mujer a la que todos reconocen en la calle y que genera larguísimas colas a la hora de firmar libros, pero que no por eso es menos controvertida. La mujer que apoyó hasta el final al candidato de la izquierda Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales de 2006, de los discursos a favor de las mujeres, el aborto, las guerrillas y los indígenas chiapanecos. Es la escritora que encandiló con su realismo popular y con sus entrevistas a los personajes icónicos del siglo XX mexicano.

Elena, Elenita, la Ponia, la Poni. La recién fallecida Leonora Carrington es la última en unirse a la lista de mujeres que ha retratado en perfiles, crónicas y novelas, desde la rusa Angelina Beloff hasta la italiana Tina Modotti: con todas ellas deberíamos medir a Poniatowska “porque con ellas actúa sin condescendencia, con ternura y admiración, pero a ratos con la ironía implacable de quien se sabe entre iguales”, escribió el crítico literario Christopher Domínguez en Letras Libres.

Ahora, ante el auditorio, Poniatowska cuenta que conoció a Leonora Carrington en la galería de arte de su tía Inés Amor en los cincuenta. Y que durante años le hizo una serie de entrevistas que guardó en carpetas, hasta que un día comenzó a escribir una novela inspirada en ella que había llamado Fiona.

—Pero cuando tenía doscientas páginas pensé: “¿Y por qué no hago una novela directamente sobre ella?”, y me lancé. Leonora siempre tuvo una sonrisa para mí, lo recuerdo como motivo de felicidad. Y guardo la última vez que me sonrió en la escalinata del Palacio de Minería. ¿Será que me he vuelto sentimental? Leonora dice que el sentimentalismo es una especie de cansancio.

Concluye su discurso y, apenas termina, Poniatowska aleja el micrófono y muestra su legendaria sonrisa de dientes y encías. El público se pone de pie y la ovaciona con aplausos que multiplican su eco por todo el Palacio de Bellas Artes. Es una escena que me recuerda, por oposición, una copla que me envió por mail Malú Huacuja del Toro, novelista y dramaturga mexicana —y una de sus grandes detractoras—, por aquello de los aduladores y admiradores, que, dice Huacuja, le han otorgado premios a su contentillo. Después de recibir ese poema satírico, le pedí a Huacuja una entrevista. Aún espero una respuesta.
Mientras tanto, los flashes disparan sobre el estrado.

Elena Poniatowska

* * *

Son las seis de la tarde y la parroquia de San Sebastián Mártir comienza a dar sus reglamentarias campanadas. Elena Poniatowska ha aceptado una tanda de entrevistas en su casa, a mediados de abril, después de que su última novela fuera recibida con bombo y platillo en el mundo editorial. Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor —su verdadero nombre— vive frente a esta iglesia en la colonia Chimalistac, al sur de la capital mexicana, un barrio empedrado que fue un pueblo colonial y quedó atrapado en medio de la mancha urbana del Distrito Federal. Su casa está pintada de amarillo y tiene una puerta blanca con grandes buganvillias. Pertenecía a una nudista que gustaba de bañarse en las fuentes, la dominatriz Eva Norvind, y Poniatowska la compró apenas después de haber quedado viuda. Estuvo casada durante casi veinte años con el astrónomo Guillermo Haro, el fundador de la astronomía moderna en México, a quien conoció al hacerle una entrevista en el observatorio astronómico de Tonantzintla, Puebla, en 1959. Es una casa con mucha luz y con amarillos salpicados por todos lados, en cuadros, sillones, lámparas y manteles; una casa burguesa repleta de libreros blancos y piezas de talavera y esferas de vidrio soplado por donde se mire. Por los rincones y las mesitas hay retratos familiares. Ahí están su padre, Jean Joseph Evremont Poniatowski Sperry, vestido de militar con todas las condecoraciones que recibió en la Segunda Guerra Mundial; su madre, María de los Dolores Paulette Amor Yturbe, mujer enigmática que siempre habló con un fuerte acento francés y fue modelo de Schiaparelli, retratada por Edward Weston; sus hijos Emmanuel, Felipe y Paula; ella rodeada por sus diez nietos.

—Ahora viene la señora —dice Martina, con tono cantadito y mirada hostil.
Martina es la mucama que se encarga de la casa, de hacer las compras y de contestar el teléfono. Poniatowska nunca ha tenido secretaria. Todo lo resuelve con una agenda negra, siempre y cuando esté a la mano. Si no, empezarán a correr por toda la casa, Martina en un piso, Elena en el otro, hasta que suene el grito: ¡aquí está!

Poniatowska puede no sólo extraviar su agenda, sino textos y libros, olvidar citas y entrevistas, aceptar llamadas telefónicas de “ve tú a saber quién”, o recibir a estudiantes que llegan a preguntarle boberías que tienen de tarea. Y nunca faltan sus clásicas cuitas: que se le paró el coche, que está preocupada por sus hijos, que se hace bolas, que no puede escribir, que no es escritora, que todo hace mal, que todo el mundo la critica.

Al ver a su mucama es imposible no pensar en la relación que ha fraguado Poniatowska con estas mujeres. Fue con ellas con quienes aprendió a hablar español en la cocina, cuando llegó de Francia en 1941, porque su madre no consideraba importante que lo hiciera en la escuela. El francés y el inglés eran suficientes, decía Paulette, quien tenía grandes prejuicios contra el país al que llegaba a vivir. El español lo aprendió con las sirvientas —un español de sirvientas—, mientras ellas se peinaban en el cuarto de la azotea. No sólo le enseñaron las palabras, sino también la realidad de un país que la marcaría años después. ¿Qué hubiera sido de Poniatowska sin las sirvientas? Tal vez nunca hubiera conocido a Josefina Bojórquez, la verdadera mujer detrás del personaje de Jesusa Palancares, que originó su primera y emblemática novela Hasta no verte, Jesús mío de 1969. Jesusa está inspirada en la tehuana que conoció cuando caminaba rumbo al Palacio Negro de Lecumberri en la ciudad de México. Josefina puso a Poniatowska a lavar overoles con gasolina y asolear gallinas con la consigna de contarle sus andares en la Revolución y sus trabajos como empleada doméstica.

Gato de Elena Poniatowska

* * *

Ahora su voz se escucha a lo lejos. Aparece sonriente, indefensa, bajando las escaleras. Ahí está la hija de la Malinche, como la llamó la escritora Margo Glantz. Viene con un pantalón y una blusa azules que parecen pijama y unos zapatos bajos negros. Pese al atuendo, no deja de lucir distinguida. Mira entonces con sorpresa, sin poder disimularlo: había olvidado que tenía una entrevista. Pide disculpas por la tardanza, dice que estaba con la computadora porque perdió veinte correos y no sabe cómo recuperarlos. Ni siquiera los pudo leer, dice Poniatowska consternada. Como tiene la promoción de Leonora, ella está hecha un lío. Se cubre entonces un poco la boca. Acaba de comer pescado y no quiere oler a ajo. Se sienta en un sofá amarillo y toma una caja morada de chocolates que acaba de traer de un viaje por Francia.

—Montpellier me gustó muchísimo, mi nieto Lucas me hizo caminar por todos lados —dice, mientras ofrece un par de chocolates rellenos de licor—. En general siempre me ha gustado viajar, Rosa Nissan dice que me voy a morir en un aeropuerto. La gente además es muy linda conmigo en todos lados. Es la ventaja de ser chaparrita. La gente me platica todo con gran facilidad, porque me sienten como acojinadita y me cuentan todo.

Sus ojos lucen diminutos, como si hubieran empequeñecido con el tiempo. Los años han pasado por su rostro. Habla con una cadencia un poco marcial, marcada por grandes pausas, como el vaivén de un columpio.

—¡Conrado! —grita al chofer—. Ya no voy a utilizar el coche, mejor váyase. Estaré trabajando en casa. Si necesito algo, camino, que falta me hace. Como en Francia, allá hacen eso: toman, tragan y caminan.
—¿No te han ofrecido nada? ¡Esa Martina! ¿Quieres té? —pregunta al reportero.
Martina llega con el té en una bandeja de madera. El té es de fresas. Elena se cerciora de que sea cierto: no quiere tomar té negro.
—Eres capaz de darme gato por liebre —le dice la escritora.
—¡Ay, cómo cree! —retoba la muchacha.

* * *

Elena Poniatowska nació en París en 1932, hija de padres ausentes y viajeros imparables. Sus padres, Paulette y Jean, se conocieron en un bal de la familia Rothschild, celebrado en una casa de la Place de la Concord, según recuerda el biógrafo Michael K. Schuessler en su libro Elenísima. Johnny, como le decían a Jean, había nacido en Francia, pero provenía de una familia de príncipes polacos —los Poniatowski— exiliados desde el siglo XIX. Paulette, nacida también en Francia, provenía de una familia mexicana porfiriana que había abandonado el país en tiempos de la Revolución, y tenía bastante dinero para vivir en Biarritz y en París.

—Viví mi infancia casi con mis abuelos paternos entre París, Vouvray y Mougins —dice Poniatowska—, porque mis padres estaban en la guerra, como pasaba con los ciudadanos franceses que se alistaban. Recuerdo que vivía cerca del río Sena, en la Rue Berton, pero me tenían prohibidísimo acercarme a la orilla. Mi papá saltó muchas veces en paracaídas en campo enemigo y mi mamá manejó una ambulancia. Era una de las diez mujeres que estaban dispuesta a salir a cualquier hora. Manejaba muy bien, un poco aprisa. Recuerdo que sus ojos estaban un poco tristes… En general son pocos los recuerdos que tengo de ella en Francia. El resto es de México, porque llegué a enamorarme de ella, para estar juntas y no separarnos jamás.

Llegó a México en 1941 en un barco de refugiados, el Marqués de Comillas, con su madre y su hermana Kitzia, porque la guerra parecía no acabar en Europa. Su padre Jean se quedó por un tiempo en el ejército y se les unió años después —en México fundó los laboratorios farmacéuticos Linsa, pero no le fue bien, luego puso un restaurante, con el que tampoco tuvo suerte; sin embargo, siempre se las ingenió para vivir bien—. Su familia se instaló en el elegante Paseo de la Reforma, en la calle Río Guadiana. A la pequeña Elena le sorprendía que hubiera naranjas en forma de pirámides en las esquinas de las calles, y que la gente anduviera descalza: era la pobreza, dice, pero no sabía lo que significaba entonces.

“Elenita creció con una educación muy rígida, en un entorno muy francés, muy europeo, siempre viendo hacia Francia”, dice la cronista Guadalupe Loaeza.
“Tenía en México a su familia materna, los Amor, y a su abuela Elena Yturbe, que vivía aquí entonces. Los Amor eran una de las familias importantes mexicanas. Era una familia muy tradicional, rodeada de muchas mujeres, muy prejuiciosa, esnob, de abolengo, pero muy de artistas”. Ahí estaban las tías: Inés, que fumaba mucho y que puso una de las primeras galerías de arte en la ciudad —la famosa Galería de Arte Mexicano (GAM)—; Carito, que fundó una editorial médica, y Pita, la poeta excéntrica, la de los escándalos, a quien Diego Rivera pintó desnuda.

“Las Amor se sentían muy superiores al resto de las señoras en México —dice Bertha Fuentes, hermana del escritor Carlos Fuentes—. Las hermanitas Amor eran muy alzadas, nunca iban a las fiestas o a los eventos importantes. Ellas estaban siempre por encima de los demás, por encima de cualquiera”.

Elena y su hermana Kitzia asistieron a la Windsor School de México, una escuela inglesa que estaba en la colonia Roma, y más tarde a un internado de monjas en Torresdale, Pensilvania, en Estados Unidos, porque así se educaba entonces a las niñas bien. Con su regreso llegaron los bailes del Jockey Club, las embajadas y el Ministerio de Relaciones Exteriores. “Elena iba con su mirada de gatito y su collar de perlas. Era muy tímida, siempre iba detrás de su hermana Kitzia, que era como su madre, guapa y alta, como de Harper’s Bazaar“, dice Bertha Fuentes. Fue en una de todas esas fiestas que conoció al novelista Carlos Fuentes, mucho antes de que ambos fueran famosos. Aunque Fuentes no era muy buen bailador, dice Poniatowska que fueron, durante un tiempo, un par de pillos parranderos.

—Carlos era un muchacho más de las fiestas. Él iba y observaba a todos, estaba ya trabajando en La región más transparente, que es una novela soberbia. Tenía el pelo largo y era muy apasionado, como poseído por la escritura. No nos contaba nada de lo que escribía, pero era entusiasta, se fijaba en todo, tomaba notas mentales y todos fuimos a dar a sus libros. Decía Carlos que yo parecía un sueño bello de Jean Cocteau.

Sonríe y mira al techo. Comienza a tararear y a mover sus piernas.
—Bailábamos el chachachá y la raspa, tata-tatá tata-tatá. Y la bamba y el mambo de Pérez Prado. Nos sabíamos todas ésas. Ahora lo veo poco, Carlos vive en Inglaterra, pero él sabe que lo quiero.
De pronto se queda callada.
—Oye, ¿y cómo se te da la computación?
Por aquello de los mails perdidos.

Elena Poniatowska

* * *

Debutó en el periodismo en los años cincuenta, cuando era fácil encontrarse saliendo de un coche a Salvador Novo o a Xavier Villaurrutia. Poniatowska era entonces becaria del Centro Mexicano de Escritores e incursionaba como periodista: siempre con una libretita Steno, una grabadora y una máquina de escribir portátil Olivetti, que tenía una calcomanía de los Supermachos del caricaturista Rius. Su primera aparición en las librerías fue en 1954 con su relato Lilus Kikus, publicado en la colección Los Presentes, que editaba Juan José Arreola —el mismo año en que Carlos Fuentes debutaba con Los días enmascarados—. Era la historia de una niña inquieta y preguntona, de piernas largas y pies chuecos, que iba descubriendo el mundo gracias a su curiosidad incontrolable. Un ejercicio sobre la inocencia infantil que pasó más o menos inadvertido. Tardaría más de diez años en volver a la narrativa.

En cambio, en el periodismo causó sensación. Gracias a las amistades que cultivó su madre con la alta sociedad mexicana, obtuvo su primer empleo en Excélsior y luego en Novedades, en el suplemento de Fernando Benítez, México en la Cultura. Todos se preguntaban quién era esa joven reportera, con nombre de bailarina rusa, que despepitaba a diestra y siniestra. “Ahora qué va a decir esta bárbara”, decían. Sus entrevistados eran José Clemente Orozco, Alfonso Reyes, Lola Álvarez Bravo, María Félix y Juan Soriano, entre muchos otros. Fernando Benítez —el maestro de toda una generación de cronistas mexicanos— fue quien la instruyó y formó como periodista. Ella creó un personaje de entrevistadora que la consagraría: la graciosita impertinente, metiche implacable, que llegaba a todas partes con preguntas aparentemente tontas con las que terminaba acorralando a sus entrevistados. Como a Diego Rivera, a quien le preguntó si sus dientes eran de leche. “Sí, y con estos me como a las polaquitas preguntonas”, respondió él, o a María Félix, a quien le preguntó si era cierto que tenía voz de sargento. “Más vale tener voz de sargento que voz de pito”, respondió ella. “Espéreme, Elena, que soy de chispa retardada y usted me pregunta así nomás a bocajarro”, le decía desesperado Juan Rulfo.

—Había en el periodismo pocos espacios para las mujeres —dice Poniatowska—. Las mujeres que trabajaban seguían siendo vistas como que andaban buscando algo, y una qué iba a andar buscando en la calle. Pero nomás así me volví autosuficiente. Y alguien que trabajando se vuelve autosuficiente, decía Rosario Castellanos, se vuelve respetable. No dependes de nadie. Tuve una capacidad que muchas mujeres de mi época no tuvieron: si sus maridos las abandonaban, siempre se preguntaban. “Bueno, ¿y ahora qué voy a hacer?”.

Más de un político encumbrado se arrepintió de haberle dado una entrevista porque, debajo de esa apariencia de chamaquita simpática y torpe, llevaba una bomba entre sus preguntas. Por ejemplo: en una entrevista que le hizo al fundador del Instituto Nacional de Nutrición de la ciudad de México, Poniatowska le preguntó al doctor Salvador Zubirán Anchondo: Oiga doctor, ¿entonces aquí en México nuestro problema es la desnutrición? “Sí, Elenita”. Oiga, ¿y en China? “En China pues no hay desnutrición porque los niños crecen bien. Tienen erradicadas muchas enfermedades alimenticias. Pero yo prefiero no hablar de China, porque no compartimos su sistema de gobierno. Allá no hay libertad. Aquí sí tenemos”. Ay, entonces muertos de hambre pero libres. “¡No, Elenita, no lo diga así!” Tal fue el éxito de sus entrevistas que fueron antologadas en publicaciones que van desde Palabras cruzadas de 1961 hasta los ocho volúmenes de Todo México de 1990.

—Eran las incoherencias del país lo que me empezaba a interesar. El mundo de las clases altas ya lo conocía, y no me sorprendía en lo absoluto. Eran los “otros”, a los que no tuve acceso, los que me interesaban. Comencé a hacer artículos y entrevistas sobre los desfavorecidos, a quienes les tocó nacer en “chilaquil”. Era algo que me apasionaba, era como ir siempre hacia lo desconocido.

Escribió entonces una serie de crónicas urbanas sobre lo que los pobres hacían domingo a domingo, publicadas en Novedades, con ilustraciones de Alberto Beltrán —y luego compiladas en Todo empezó el domingo de 1963—. Se subía a los microbuses usando zapatos de “plan quinquenal”; era la vida “de a de veras”, el encanto de las clases pobres y sus contradicciones, recorriendo barrios por donde su madre no hubiera pasado ni muerta: Los Remedios, Tepito, La Villa, Xochimilco. Pero no sólo recorría las calles por donde la ciudad de México se iba haciendo chaparrita, sino que también pisaba los agitados movimientos sociales, y así visitaba a los presos políticos de la penitenciaria del Palacio Negro de Lecumberri, en la capital mexicana, y entrevistaba, bajo el sol y rodeada de policías, a los presos del Movimiento Ferrocarrilero que armó huelgas laborales y manifestaciones callejeras por el país, que exigió aumentos salariales y mejores condiciones de trabajo entre los años 1958 y 1959. Poniatowska escribió artículos a favor del líder Demetrio Vallejo, que estuvo preso once años allí. Se dicen fáciles, pero no se viven así, dice Poniatowska.

—Vallejo era un hombre fuera de serie. No era muy agraciado, pero era un líder nato. Y cuando los ferrocarrileros hablaban, les salía un grito del alma. Yo viví un poco el movimiento por medio de los presos políticos, hombres castigados que en el encierro trataban de encontrarse a sí mismos. Y él fue uno de ellos, que anduvo en “el apando” y mucho tiempo en huelga de hambre. Le hice varias entrevistas, a él y a Valentín Campa, y las guardé por años hasta que hice la novela sobre los ferrocarrileros (El tren pasa primero, 2005).

Poniatowska visitó también la penitenciaria en compañía del cineasta español Luis Buñuel. Iban juntos a ver a los homosexuales, que dormían en camas acomodadas como en un internado, unas frente a otras. Lo mismo, al poeta colombiano Álvaro Mutis, preso en Lecumberri por malversación, en una celda que más bien parecía el camarote de un barco.

—Llevé a Buñuel a Lecumberri por petición de Álvaro Mutis. Lo fui a ver a su casa. Le dije: “Oiga, Mutis lo quiere ver, está preso”. Y se animó. A Buñuel le interesaba conocer la penitenciaria, ver cómo vivían los presos, dónde jugaban futbol, dónde comían y dormían. Nos llevaron a la crujía “J” de los homosexuales. Los veíamos cómo andaban maquillados y vestidos. Recuerdo que en una ocasión les ordenaron vestirse con la cuartelera, y uno de ellos de plano se negó a desmaquillarse: los celadores le tallaron la cara con piedra pómez y lo dejaron ensangrentado. Buñuel se preocupó mucho por él.

A finales de la década de 1960, Poniatowska era una treintañera, nacionalizada mexicana, ya casada con Guillermo Haro, un científico que le llevaba casi diecinueve años y que había contribuido a las investigaciones astronómicas y al desarrollo científico del país. “Sin duda eran una pareja singular —dice el escritor Pável Granados—. Él todo un académico, miembro del Colegio Nacional, y Elenita, una reportera que no había ido a la universidad, educada con monjas, pero que se había hecho de fama dentro del periodismo. Todo el que visitaba su casa comentaba que había justo en la entrada el título de astrónomo de Guillermo Haro, del Colegio Nacional, y junto a éste, ¡el diploma de taquimecanógrafa de Elenita! Era como mostrar quién era el académico y quién la famosa”. Poniatowska estaba ya escribiendo su novela Hasta no verte, Jesús mío. Había conocido a Josefina Bohórquez en sus ires y venires por Lecumberri, y las entrevistas eran cada miércoles en una vecindad. “Ahora van a decir que eres la más pelada de América Latina”, le decía a ratos Guillermo Haro. Pero la pobreza que descubría en este personaje significó su despertar político. Era 1968, Poniatowska se sentía impotente porque veía lo que estaba haciendo un gobierno autoritario con la oposición y no estaba haciendo nada. El ferrocarrilero Demetrio Vallejo era su inspiración para soñar con cambios. “Vivíamos años muy difíciles entonces —dice el periodista Iván Restrepo—. Habíamos vivido los años de la represión de los ferrocarrileros, la represión a los maestros, la de los médicos que pedían mejores condiciones de vida y mejores hospitales, y finalmente el infame desenlace del Movimiento Estudiantil del 68. Elena se formó dentro de esa realidad —del autoritario Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, del México del ‘¿Qué horas son? Las que usted mande, Señor Presidente‘”.

Poniatowska no se involucraba en el movimiento. Se quedaba en casa mientras amamantaba a su segundo hijo, Felipe, que había nacido el 4 de junio, pero había ido al menos a tres manifestaciones y dos asambleas en las que conoció a líderes como Luis González de Alba y Marcelino Perelló. Seguía el movimiento a distancia. Mientras que Guillermo Haro asistía a los mítines y a la marcha del rector de la Universidad, ella se mantenía enterada por medio de amigos intelectuales y periodistas, hasta que llegó el 2 de octubre, la fecha en que el Ejército, por órdenes de Díaz Ordaz, aplastó el movimiento, masacró y arrestó a cientos de estudiantes que se reunían en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en el Distrito Federal, durante un mitin que congregaba a mujeres, niños, universitarios y vecinos. Eran las nueve de la noche, recuerda Poniatowska en el libro Elenísima, de Michael K. Schuessler, cuando llegaron a su casa dos amigas desesperadas que le contaron que había sangre en las paredes de los edificios de Tlatelolco, que estaban perforados los elevadores con balazos de ametralladora, con vidrios por todos lados y tanques del Ejército. Al día siguiente, Poniatowska fue muy temprano a Tlatelolco: no vio ningún cuerpo, pero se encontró con zapatos tirados y arrumbados en montones. No había agua ni luz. Comenzó entonces a recoger testimonios en la penitenciaría de Lecumberri con los líderes del movimiento, ahora presos en la crujía “C”. Pero resultó más complicado que con los ferrocarrileros: no la dejaban meter nada, ni grabadora. Tenía que echar mano de su buena memoria y recopilar testimonios escritos que los presos le pasaban. Así formó la crónica que publicaría poco después, La noche de Tlatelolco.

A su madre, Paulette Amor, le daba retortijones al ver a su hija involucrada en tal trabajo periodístico. Salvador Novo, que era amigo de la familia, le dejó de hablar inmediatamente. “Ya vimos que andas con esos revoltosos, qué ha de decir tu madre”, le decía Rosario Sansores, poeta y cronista de sociales. Pero después del 2 de octubre de ese año nació una efervescencia que se reflejaría en sus publicaciones posteriores, porque había núcleos que seguían aún peleando con el apoyo de intelectuales. Ahí estaban los inseparables Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, que se daban una vuelta por los mítines. “Vivimos en Tlatelolco un hecho de ignominia: Tlatelolco, y nos quedamos a un lado, parados en la tierra, inútiles, junto a nuestros muertos”, dijo Poniatowska en una entrevista en 1969 para La Revista de la UNAM.

Hasta no verte, Jesús mío se publicó en 1969 y resultó ganadora del Premio Mazatlán de Literatura. Dos años después, en 1971, se publicó finalmente La noche de Tlatelolco: “Fue una locura cuando lo publicamos”, dice Neus Espresate, editora de Ediciones Era. “Siglo XXI no se lo había querido publicar. Nosotros nos sentíamos amenazados de algún modo, pero nos arriesgamos. Se le hizo mala publicidad, se decía que recogían los ejemplares de las librerías. Díaz Ordaz y Echeverría mandaron a seguir a Elena, la espiaban afuera de su casa, la seguían en coches. Pero fue todo un éxito”. Ese mismo año le otorgaron el Premio Xavier Villaurrutia, el premio de escritores para escritores. Poniatowska lo rechazó públicamente y le preguntó a Luis Echeverría Álvarez, entonces presidente de México: “¿Quién va a premiar a los muertos?”. Entonces, la prensa le puso el mote de Princesa Roja.

* * *

Es la primera semana de mayo de 2011. Elena Poniatowska está de regreso en la ciudad de México después de presentar Leonora en San Francisco. Son ya las cinco de la tarde y baja de su coche, un Honda City plateado, en la puerta de su casa. Cuenta que viene de casa de la feminista Marta Lamas: una comida entre amigas, pero como son “de carrera larga”, no la dejaban partir a tiempo.

—Ya no manejo, ahora me hace el favor Conrado. Manejar se me hace ya muy difícil. Fíjate que el primer coche que tuve fue un Hillman que me compró mi papá. Pero pasó el tiempo y se puso viejito. Tan derruido estaba que ya no frenaba bien. Un día lo llevé a la agencia para ver si me lo compraban. Me dijeron: “Pues le damos mil pesos pero con usted adentro”. Ya no recuerdo si lo vendí o qué le hice.

Se detiene en la entrada, en la mesa para la correspondencia. Revisa varios sobres de reojo y un sinfín de libros que envían amigos y editores para que los prologue o los presente. Aparece enseguida una gata parda, que se detiene entre sus pies.
—Se llama Vais, es muy amigable. También tengo otro pero es más tímido, Monsi, es negro con manchas blancas, viste de esmoquin. ¡Haz de cuenta que digo “Monsiváis” como veinte veces al día! Pero se esconden por cualquier cosa, ellos hacen todo distinto. Mary, mary, quite contrary —tararea una rima inglesa.

Se sienta en el mismo sofá de la vez anterior y su gata Vais se le sube encima y se acomoda sobre sus piernas. Poniatowska usa un vestido café claro, zapatos color miel y un suéter color hueso puesto sobre los hombros. Martina trae el té y ella, otra vez, revisa que no vaya a ser té negro.
—Es que si no, no duermo —dice.

Su biblioteca no parece seguir otro orden que el del azar. Por ahí tiene algunos libros que le dedicaron sus tres grandes compinches, los escritores José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis, a quien conoció cuando colaboraban para el suplemento México en la Cultura.

—José Emilio era jefe de Redacción y yo llegaba cada semana para entregar mi artículo o mi entrevista. Todos ellos eran una maravilla, jóvenes, alegres, inteligentísimos. Nos unía el amor por la escritura, el querer hacer algo. Hubo una época en la que fuimos muy unidos. Te estoy hablando de antes de los sesenta. Después José Emilio se cortó un poco. Pero era muy guapo, delgado y alto, siempre vestía de negro y muchos lo creían seminarista. Cuando se subía a un taxi, no faltaba el que le dijera: “No me pague, padrecito, mejor deme la bendición”. También por esos años, conocí a la poeta Rosario Castellanos. Me sentía muy honrada de que ella fuera cariñosa conmigo, me parecía una mujer llena de sentido del humor y muy ingeniosa. Murió electrocutada, una gran pérdida para México.

Junto al retrato de su hijo Emmanuel están las obras completas del colombiano Gabriel García Márquez, al que entrevistó muchísimas veces. Cuando Vargas Llosa le dio aquel puñetazo en la cara, Elena estaba allí. “Elenita cuenta que por él no fue buena reportera”, dice el escritor Pável Granados. “Porque mientras Ana Cecilia Treviño, la Bambi, editora de la Sección B de cultura y sociales del diario Excélsior, salió corriendo a dar la nota, Elenita fue por un bistec crudo para bajarle la hinchazón. Le ganaron la primicia”.

Tampoco faltan libros de Octavio Paz. Cuenta Poniatowska que lo admiró cada día de su vida y se escribieron con frecuencia. Lo conoció cuando había recién llegado de su residencia en París, en 1954, con su entonces esposa Elena Garro, en una cena que le preparó Carlos Fuentes en su casa de la calle Tíbet. El editor y periodista Braulio Peralta rescata del tomo cuatro de sus Obras Completas lo que escribió el poeta de vuelta en el país: “Terminé por regresar… Un México distinto. Nuevos amigos: Carlos Fuentes, Jorge Portilla, Ramón y Ana Xirau, Elena Poniatowska, Jaime García Terrés…”.

—Lo quise mucho. En aquella cena yo iba de impertinente a preguntarle qué le parecía ser el becerro de oro, porque todo mundo le rendía pleitesía. Y recuerdo que después en mi casa de la Del Valle había un ahuehuete enorme y Paz le dedicó un poema. Sólo que ya no me acuerdo cómo le puso… Al rato investigamos. Pero le hice muchas entrevistas, hubo muchas conversaciones entre nosotros, eran como duelos de espadas, decía Paz.

En una entrevista con Braulio Peralta, Paz señala que desde un inicio Elena Poniatowska le pareció una mujer encantadora, inteligente, que le sorprendió “primero por su vivacidad y por su inmensa simpatía; inmediatamente después, porque empecé a leer sus textos, que me encantaron: había introducido en el periodismo mexicano una frescura, una gracia, una imaginación que la hacían algo muy distinto. Única”. Pero lo cierto es que durante un tiempo, a finales de los años ochenta, hubo un distanciamiento entre ambos: al poeta ya no le agradaba que Poniatowska todavía tuviera inclinaciones políticas de izquierda tan arraigadas, cuando él, en cambio, abanderaba una forma de pensamiento neoliberal y apoyaba a Carlos Salinas de Gortari. Mucho menos le agradaba que Poniatowska escribiera sobre la fotógrafa italiana y comunista Tina Modotti, protagonista de su novela Tinísima (publicada en 1992), una mujer que, para Octavio Paz, cambiaba de ideas según su amante en turno.

“El premio Nobel era terriblemente anticomunista, estaba muy derechizado y acusó a Modotti de haber sido pistolera de la KGB soviética —dice el periodista Humberto Musacchio—. Tina Modotti nunca estuvo en eso, fue miembro del Socorro Rojo Internacional que tenía otras funciones, era la agrupación de los sindicatos de izquierda que apoyaba las causas obreras en todo el mundo. Se tiene que decir, además, que Tinísima fue el primer intento de entrar a fondo en la obra de Tina Modotti. Eso se dice muy poco, que fue la primera vez que se abordó la obra y la vida de este personaje con esa amplitud y seriedad”. Muchos críticos aún afirman que Tinísima sigue siendo su novela más ambiciosa. Poniatowska mezcló, en más de seiscientas páginas, el arte, la militancia política de los años treinta en México y la pasión de una mujer revolucionaria. Le dedicó casi diez años de investigación. Le siguió la pista paso a paso y registró toda la vida de la fotógrafa italiana, hasta su muerte, en circunstancias sospechosas, a bordo de un taxi en la ciudad de México. Poniatowska viajó por Cuba e Italia, en busca de información sobre los hombres que habían influido en la italiana, desde Julio Antonio Mella, Edward Weston hasta el comunista italiano Vittorio Vidali.

Otra que no veía con buenos ojos su trabajo periodístico era la tía Pita Amor: la poeta extravagante que hablaba siempre en verso, enloquecida por la tragedia de perder ahogado a su único hijo. Cuenta Poniatowska que, de joven, Pita posó desnuda. Ya anciana, caminaba con un moño enorme en la cabeza, llena de extravagancia, y daba bastonazos a quien se le pusiera enfrente. Sus vecinos de la Zona Rosa la apodaban La Abuelita de Batman.

—Siempre me dijo que yo era una “pinche” periodista.
“Pita no estaba bien de la cabeza —dice Michael K. Schuessler, biógrafo de Poniatowska y Pita Amor—. Fue una alucinación para toda la familia, les salía con cosas como hacerse pipí en el comedor. Era impactante e impredecible. Y le tenía además prohibido a Poniatowska firmar sus ‘articulitos’ con el apellido Amor, porque había una gran diferencia entre ser una periodista y una poeta de tinta americana como ella”.

La misma Elena cuenta que en una fiesta, en casa de su tía en la calle de Duero, Pita Amor al verla conversar con Octavio Paz, se encendió de furia y le gritó a voz en cuello: “¡No te compares con tu tía de sangre! / ¡No te compares con tu tía de fuego! / ¡No te atrevas a aparecerte junto a mí, / junto a mis vientos huracanados, / mis tempestades, mis ríos! /¡Soy el sol, muchachita, / apenas te aproximes te quemarán mis rayos!”. Al día siguiente, a la una de la tarde, le llamó por teléfono, fresca como la mañana: “¿Eres feliz?”, le preguntó.

* * *

Cuando nació el movimiento feminista en México, en los años setenta, después de Tlatelolco, muchas mujeres veían con admiración a Elena Poniatowska, como una intelectual que desafiaba a los gobiernos autoritarios y demostraba que tenía pantalones para dar voz a los que no la tenían. Por eso la invitaban a reuniones y conferencias, dice la antropóloga Marta Lamas, aunque Elena dudaba en asistir: decía que no era feminista, porque no había leído nada de feminismo. No se ponía la etiqueta, pero ahí estaba su preocupación por la situación de las mujeres en sus textos y artículos. Sobre todo en sus intensos cuentos como “De noche vienes” (publicado en De noche vienes, 1979), donde desarrolló, por medio de la ficción, la historia de una mujer que la policía arrestaba por estar casada con cinco hombres.

“Elena hablaba de política, le preocupaba mucho lo que estaba pasando en el país —dice Marta Lamas—. Le interesaban las mujeres y el ‘nuevo feminismo’. Por eso la invitábamos al movimiento. Asistíamos académicas, trotskistas, ex monjas, artistas y hasta científicas. Y hablábamos de tabúes, de sexualidad. Llegaban del extranjero muchas feministas famosas, como Gisélé Halimi, y algunas veces nos reuníamos en casa de Elena”. Pero Guillermo Haro no veía con buenos ojos el feminismo. Cuando algunas de estas reuniones tenían lugar en su casa, salía su hija Paula, aleccionada por su padre, y les decía a todas las feministas presentes: ¡Yo soy femenina, no feminista! Tenía cinco años. “Guillermo era muy inteligente, pero muy crítico y muy latoso. Solía interrumpir, criticar, interrumpía la reunión y le pedía cosas a Elena, la sacaba de la junta, como que saboteaba un poco todo lo que tuviera que ver con feminismo. Fue un hombre duro”, dice Lamas.

“Nos tocó vivir el nacimiento del feminismo a todas nosotras —dice la editora y también feminista Marta Acevedo—. La Jesusa Palancares coincidió con el movimiento, hasta la hicimos radionovela y la gente llamaba a Radio Educación para decir: ‘Oiga, esa señora sí que sabe lavar las sábanas’. Fue un gran revuelo. Eran los años en que reconocíamos, por primera vez, nuestra situación como mujeres. Y cambiaba nuestra forma de ver a nuestros padres, nuestros esposos y nuestros hijos”.

Hay un arquetipo que Poniatowska ha explorado en sus retratos, cuentos y novelas de las últimas décadas, en que ha buscado redescubrir a la narradora que lleva dentro, y su reciente trabajo sobre Leonora Carrington lo confirma: su fascinación por mujeres emblemáticas, producto de los años revolucionarios, y a la vez vanguardistas, de las primeras décadas del siglo XX. Hay un interés por dar a conocer su retrato, entre la soledad y la incomprensión, y hacer público que ellas existieron. Aunque, cuando se trata de estas mujeres, opta por géneros híbridos que rara vez convencen a críticos como Christopher Domínguez: “La biografía novelada o la novela biografiada, que carece de la libertad de la novela y el rigor de la biografía, esas decisiones, en mi opinión, las que ha tomado Poniatowska infravalorando su capacidad de investigación y dando a sus poderes novelescos un derrotero temerario”, escribió en Letras Libres, a propósito de la publicación de Leonora. Es la pasión de la mujer artista, obligada a ser dos veces artista en un mundo de hombres, lo que le fascina a Elena Poniatowska y la ha impulsado a escribir: con ellas saca chispas, dice Christopher Domínguez.

—Mira el ejemplo de las mujeres que puse en Las siete cabritas (2000), como María Izquierdo —dice Poniatowska—, que le dijeron que no estaba capacitada para hacer murales, por ser mujer, y no la dejaron; Nellie Campobello, que firmó como hombre sus primeros poemas; Nahui Ollin, que caminaba desnuda por la Alameda, o Pita Amor, que de joven recitaba poemas de San Juan de la Cruz en la TV, con blusas escotadas, y le decían que no podía andar enseñando los pechos. Luego, Tina Modotti, acusada de asesinato, y Leonora Carrington, encerrada en un manicomio en Santander, desquiciada. A todas ellas las tildaron de locas. Y podemos sumar a Angelina Beloff, pintora liberal, que fue la primera esposa de Diego Rivera en París y que sufrió, con tristeza y soledad, la ruptura de su relación. De Angelina hice una novelita epistolar (Querido Diego, te abraza Quiela, 1978), un libro de mucha soledad. Diego Rivera jamás volvió a verla.

“¿Por qué será que le fascinan estas mujeres a Elena Poniatowska? —se pregunta la cronista Guadalupe Loaeza—. Siempre he creído que tiene un sentimiento de culpa, por haber nacido princesa, y por haber nacido en París, y por haber llegado en un momento dado a México, maravilloso y paradisiaco, pero con mucha pobreza. Elenita siempre ha sido muy sensible a la pobreza y a la desigualdad. Por eso se ha manejado toda la vida con un sentimiento perenne de culpa. Se exige demasiado y tiene muchos miedos. Y tal vez en el espejo ve a todas estas mujeres. Porque a ella la han criticado muy fuerte desde que salió, críticas muy duras”. Decían que no era una Rosario Castellanos, que no era una Elena Garro.

—Yo no creo ser como todas ellas. Es más bien que escribo como para salir de mí misma, porque en el fondo fui una gente muy dócil, educada en un internado de monjas. No podía decir quiero esto, soy aquello. Tenía que hacer lo que decían los demás. El catolicismo me cortó un poco las alas, en cierta forma, porque te hace sentirte culpable por obra, palabra y omisión. Ellas sí que se atrevieron a mucho más, hasta la misma Josefina Bojórquez, que anduvo por la Revolución de soldadera.

—Mencionaba hace un momento a la pintora surrealista Leonora Carrington, ¿cómo fue entrevistarla tantas veces?, ¿qué necesitó para que accediera a hablarle de su vida?

—Bueno, Leonora nunca permitió una grabadora, no le gustaban. Mucho menos las reporteras impertinentes. Pero resultó que habíamos tenido una infancia parecida, entonces yo le contaba que había aprendido a montar a caballo cuando era niña, y ella me decía: “Yo también”. Todo lo apunté en una libretita, palabras sueltas con caligrafía apretada. Luego regresaba a casa y me ponía a transcribir todo lo que me había dicho. Desde luego, hubo cosas de las que no quiso hablar y yo no insistí: nunca me quiso contar sobre Max Ernst, por ejemplo. Pero sí me habló con mucha facilidad de su episodio en el manicomio, del Cardiazol que le inyectaban, una medicina que hoy está prohibidísima, que le provocaba espasmos. Creo que lo hizo para que me solidarizara con ella. Y por fortuna, hubo cierta complicidad entre nosotras. Imagínate, más de cincuenta años de conocernos. Ilustró la segunda edición de mi Lilus Kikus y luego un poemario que saqué (Rondas de la niña mala, 2008). La quise mucho.

—¿Cuál cree que haya sido el mayor reto al escribir Leonora?

—Bueno, el reto es desde el momento en que escribes cualquier cosa. Desde una novela hasta un artículo de periódico. Fíjate que cada vez que tengo que hacer una entrevista tengo miedo de que no me vaya a salir bien, que no estén suficientemente preparadas mis preguntas, que no conozca suficiente mi tema. Soy en el fondo una gente que tiene poca fe en sí misma. Porque si no fuera así, nunca me hubiera dedicado el periodismo. Haberme dedicado al periodismo fue como necesitar muletas para salir adelante, porque reflejas las palabras de los demás, las ideas de los demás, los pensamientos de los demás. En vez de lanzarte a pensar sólo por ti, ya fuera bien o fuera mal.

Mira el reloj, agobiada.

—Ya se nos pasó el tiempo. ¿Cuándo nos vemos para la siguiente entrevista? ¡No tardan en pasar por mí para ir al teatro!
Baja de sus piernas a su gata Vais, que ronroneaba. Se levanta del sofá y da tan sólo dos pasos, cojea. Se le durmió una pierna.

* * *

A pesar de pertenecer a ella, pocas veces se incluye a Poniatowska como parte de su generación, que comparte con Carlos Fuentes, Juan García Ponce y Héctor Azar, con quienes coincidió en el Centro Mexicano de Escritores, bajo la batuta de Juan Rulfo. En la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la casa máxima de estudios en México, pocos son los académicos que han trabajado su obra —o que aceptan al menos una entrevista sobre ella—. “No sabemos dónde ponerla. Es una escritora que se asoma a muchos géneros, como el ensayo, el periodismo, la narrativa testimonial, pero que hace un híbrido de todo un poco”, dice Marcela Palma, doctora en Letras Hispánicas por la UNAM.

Sucede algo único con Elena Poniatowska, cuenta Rosa Beltrán, doctora en Literatura Comparada. Todos hemos leído su obra de modos distintos, ya sea sus novelas, libros de cuentos, crónicas, ensayos y biografías, entre muchos otros. Están en boca de todos, es cita de quienes leen y quienes no leen. Pero ella, en cambio, nos recuerda que no es “escritora”: “Todo lo que soy se lo debo al periodismo, si algo he hecho en la escritura ha sido gracias a él —responde en una entrevista publicada en Me lo dijo Elena Poniatowska, de 1997—. Creo de veras que mi educación, mi formación, mi código moral, todo, lo he hecho por medio del periodismo. Soy una deudora del periodismo. Hay quienes piensan que es más prestigioso ser escritor que periodista. A lo mejor tienen razón, aun así me sigo considerando periodista”.

“¿A qué se deberá la insistencia de Elena Poniatowska en dejar claro que antes de ser escritora es periodista?, ¿y por qué esta declaración despierta tantas suspicacias en quienes hemos leído su obra? —se pregunta Rosa Beltrán—. ¿Por qué, de las dos profesiones que ella ejerce, elige para definirse la menos prestigiosa? Desde el inicio de su carrera ella misma ha dicho que no tiene vocación ni nada. Es un rasgo típico de la mexicanidad, según Octavio Paz, ese método en la negación de la propia persona hasta volverla voz que no existe. De escribir sin escribir y ser escritora sin serlo, así se ha formado una de las escritoras más subversivas del país: la que mira siempre desde un punto de vista ‘deslegitimizado'”.

¿Será acaso una forma de blindarse ante una academia que la critica y la mira siempre con desdén?

“Sucede que Elena Poniatowska tiene el oficio que ella se inventó y no tenemos los demás”, dice la periodista y escritora Alma Guillermoprieto. “Porque nadie había hecho lo que ella hacía entonces, y lo hacía sin fórmulas y con curiosidad inagotable. Pudo crear y decir: ‘Quiero hacer un libro sobre una sirvienta que me fascina’, y se inventó cómo hacer a la Jesusa Palancares. Se inventó el libro de Tlatelolco. Fue creativa con los géneros y contó con muchas armas a su favor. El hecho de ser bonita, chiquita y modosita le permitió navegar siempre con bandera de pendeja, que como sabemos es una enorme ventaja a la hora de reportear, te abre puertas, te da accesos. ¿Y qué le podríamos criticar? Pues que es demasiado sentimental muchas veces, por supuesto que cae en la cursilería, por supuesto que cuando las cosas la emocionan pierde distancia, por supuesto que su uso de la exactitud periodística no es tan grande como debe ser hoy. Pero ella también trabajó en una época en la que esa exactitud periodista no era un criterio: ni se esperaba de ella, ni de Ryszard Kapuscinski, ni de Norman Mailer ni de nadie. Cambió el paradigma. ¿Qué le critiquen sus publicaciones? Bueno, entonces es que hay algo ahí que juzgar, hay un cuerpo notable”.

Uno de los aspectos más incómodos de la figura intelectual y pública de Poniatowska ha sido su compromiso con la izquierda. Y nunca ha escatimado en recursos: formó parte de la Unión de Periodistas Democráticos de 1983; fue pieza fundamental en las movilizaciones del sindicalismo en los años setenta y cuando se impulsó el reconocimiento político para el Partido Comunista y Partido Revolucionario de los Trabajadores; también la encontramos en la fundación de Nexos y La Jornada, y en la fundación de la editorial Siglo XXI. Todo el que haya dirigido un suplemento o una revista sabe que no puede ignorarla: o se le publica, o se le entrevista o se le critica. Los medios lo saben y los políticos lo saben. “Es una mujer involucrada y ligada en los proyectos colectivos de carácter cultural —dice el periodista Humberto Musacchio—. Es una mujer de avanzada. Ha sido una presencia indispensable, ha estado siempre muy cerca de nosotros, los periodistas. Siempre está ahí, siempre se cuenta con ella. Ha sido una figura indispensable como lo fue Monsiváis, que los sabemos nuestros, los sentíamos nuestros”.

Rumbo a las elecciones de 2006, el entonces candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, la buscó para que respaldara su campaña, realizara propuestas culturales y participara en mítines. Poniatowska veía en López Obrador a un político que hablaba un lenguaje comprensible para todo mundo y con una auténtica preocupación por los pobres. “Él respondía a las necesidades del pueblo, no a las necesidades de las clases altas. Por eso lo apoyé”, dice Poniatowska. Al perder las elecciones presidenciales por un margen pequeñísimo, López Obrador organizó un movimiento de resistencia civil para que se contaran de nuevo los votos: hizo plantones en el Zócalo y marchas por la ciudad, y bloqueó durante meses el Paseo de la Reforma, una de las principales arterias de la capital. Muchos de los intelectuales que lo seguían se hicieron a un lado ante tales decisiones. Pero Poniatowska lo siguió hasta el final. Defendió a López Obrador y aparecía en campañas publicitarias hablando a su favor. Los círculos más conservadores le dejaron ir una avalancha de críticas; recibía llamadas telefónicas con mentadas de madre durante las madrugadas, y en la calle aguantaba insultos cuando la veían pasar por los barrios de la clase media alta. “Que Elena apoyara a Andrés Manuel le dolió a mucha gente —dice la antropóloga Marta Lamas—. Una mujer de familia de abolengo, princesa, que haya apoyado a alguien como él, que señalaban como un peligro para México, dolió muchísimo. A Elena le sorprendía el nivel de agresión al que llegaban las críticas, pero confió en sus convicciones, en lo que creía, y lo hizo públicamente como pocos militantes de izquierda”.

—Apoyé a López Obrador por idealismo —dice Poniatowska—, en ningún momento busqué un puesto político, no buscaba el “hueso”. Lo apoyé por un sueño, por convicción, creí en su propuesta y no me arrepiento. Lo volvería hacer, a pesar de todo lo que me dijeron, los spots de Manuel Espino, los insultos que recibí, las mentadas de madre. Lo volvería a hacer.

* * *

Es el 10 de mayo de 2011. Es el Día de la Madre en México.
—Tengo tanto que escribir en los años que me quedan —dice Poniatowska—. Tengo una novela en el tintero, tengo mucho material sobre Lupe Marín, la segunda esposa de Diego Rivera. Y quisiera escribir más cuentos, escribir lo más que pueda. Ya estoy vieja. Ya no puedo andar de madre ardiendo por el país. Ya no puedo hacer lo que decía Renato Leduc, la dicha inicua de perder el tiempo. Ya estoy tocando los ochenta, creo que ya voy de salida.

Elena Poniatowska ha festejado el Día de la Madre con su amigo Pablo Ortiz Monasterio, lejos de sus hijos, que andan en sus cosas como siempre: Paula vive en Mérida, es fotógrafa y tiene influencia de los monstruos de Diane Arbus, dice Poniatowska; Felipe vive en Puebla, hace videos (y le ha enseñado a usar su cuenta de Twitter, @Eponiatowska), y Mane, el mayor, Emmanuel, es físico, jefe del área científica del campus de Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana.

Son las cinco de la tarde y Poniatowska recibe en su casa a la fotógrafa inglesa Phoebe Ling, para la sesión de fotos que acompaña esta nota. Está radiante: lleva gafas para sol, va maquillada, usa un traje sastre rojo, zapatos bicolor tipo Chanel y un collar y aretes de oro.
—Pueden tomarme fotos donde sea. En la sala, en el comedor, en el estudio. Si quieren, me siento en mi escritorio y me pongo a escribir, o en el comedor, y le decimos a Martina que nos traiga comida.

La fotógrafa observa detenidamente los cojines bordados a mano con imágenes del Santo Niño de Atocha, el Subcomandante Marcos del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), del movimiento de Andrés Manuel López Obrador, y la Virgen de Guadalupe. Es su rincón mexicano.
—Hay mucha luz, está bien —dice Ling.
—Con tanta foto me voy a poner self-conscious —dice Poniatowska.

Se escuchan las campanadas de la capilla de enfrente, San Sebastián Mártir, cuyo sonido hace eco por todos los rincones de la casa. Poniatowska cuenta que a sus hijos no los ve tan seguido como quisiera. Por eso ahora tiene mucho tiempo para pensar en su vida, en todas las cosas que ha hecho a lo largo de tantos años.

—Tengo tanto tiempo para pensar en las estupideces que hice y para llamarme idiota cada segundo. Bueno, cada segundo no, pero por lo menos tres veces al día. Finalmente uno siempre está solo… A veces pienso “por qué no hice las cosas así”, o “por qué le contesté esto a alguien”, “por qué no me detuve”, “por qué no escribí más”. ¿No te pasa eso? —le pregunta a la fotógrafa— Pienso que si volviera atrás haría tantas cosas, escribiría mucho más, muchas novelas, porque creo que no debí haber hecho tanto periodismo. A veces quisiera volver atrás para hacer las cosas mejor. Una vez se lo dije a Juan Soriano —un pintor mexicano de quien Poniatwoska escribió un libro— que yo quisiera volver unos treinta años o unos cuarenta años atrás para hacer las cosas bien. Él me dijo: “Elena, no te preocupes, ni quieras regresar, porque todo lo harías pero más mal”.

Ling comienza a disparar su cámara. Le dice a la escritora que mire a la luz, y ella dice: “Sí, miro a la luz”. Mire al cielo, dice la fotógrafa, y Poniatowska dice: “Sí, miro al cielo que se oscurece, que quiere llover”. Mire al jardín: “Sí, miro al jardín, verde que te quiero verde”. Después, lleva a la fotógrafa al comedor, donde tiene una catrina de yeso —una figura mexicana femenina que representa la muerte—. Mire hacia allí, dice la fotógrafa.

—Sí, miro a la muerte, que ahí se viene, tan callada. Procuro no pensar mucho en la muerte. Todavía no se sabe qué pasa cuando uno muere. No sé que me vaya a pasar. No me gustaría que me diera una trombosis o que me quedara paralítica y no me pudiera mover. Eso sería terrible para mí. Espero no tenerle miedo. Recuerdo que Mariana Frenk, que era una mujer extraordinaria, que escribió muchísimos aforismos, le tuvo miedo a la muerte. Y si ella tan inteligente le tuvo miedo, pues igual y a la mera hora lo tendré también. Pero mejor… toquemos madera.//

*Este texto se publicó en su forma original en el número 125 de Gatopardo en 2011



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